PSICOMAGIA













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LIBROS DEL TIEMPO


ALEJANDRO JODOROWSKY


 

 

PSICOMAGIA

 

 

 

 

 

 

Ediciones Siruela

1.ª edición: marzo de 2004

2.ª edición: marzo de 2004

3.ª edición: mayo de 2004

 

 

 

 

 

 

PREMIO   NACIONAL  A   LA   MEJOR

LABOR  EDITORIAL CULTURAL  2003

  

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación

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ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico,

de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

  

En cubierta: Alejandro Jodorowsky,

foto de © Chico de Luigi

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Alejandro Jodorowsky, 2004

© De la entrevista Lecciones para mutantes,

Javier Esteban Guinea, 2004

© Del apéndice, Martín Bakero, 2004

© Ediciones Siruela, S. A., 2004

Plaza de Manuel Becerra, 15. «El Pabellón»

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Printed and made in Spain


 

 

Índice

 

Prólogo

Alejandro Jodorowsky  5

 

PSICOMAGIA

 

Psicomagia. Esbozos de una terapia pánica

Nota preliminar (Gilíes Farcet)   12

El acto poético  17

El acto teatral 27

El acto onírico  43

El acto mágico 50

El acto psicomágico  80

Algunos actos psicomágicos  90

Breve epistolario psicomágico  95

La imaginación al poder  111

Lecciones para mutantes

Nota preliminar (Javier Esteban)  114

Llaves del alma  116

La estela de la vida  130

Puente invisible  137

Visiones  147

El arte de sanar  157

Entender la vida  163

Curso acelerado de creatividad

Introducción  168

Ejercicios de imaginación  174

Técnicas de la imaginación  186

Aplicaciones terapéuticas  189

Apéndice. La psicomagia: poesía aplicada

al tratamiento de la locura

Martín Bakero  193


 

 

Prólogo

Habiendo vivido muchos años en la capital de México tuve oportunidad de estudiar los métodos de aquellos a los que se les llama «brujos» o «curanderos». Son legiones. Cada barrio tiene el suyo. En pleno corazón de la ciudad se alza el gran mercado de Sonora, donde se venden exclusivamente produc­tos mágicos: velas de colores, peces disecados en forma de dia­blo, imágenes de santos, plantas medicinales, jabones benditos, tarots, amuletos, esculturas en yeso de la Virgen de Guadalupe convertida en esqueleto, etc. En algunas trastiendas sumidas en la penumbra, mujeres con un triángulo pintado en la fren­te frotan con manojos de hierbas y agua bendita a quienes van a consultarles, y les practican «limpias» del cuerpo y del aura... Los médicos profesionales, hijos fieles de la Universidad, des­precian estas prácticas. Según ellos la medicina es una ciencia. Quisieran llegar a encontrar el remedio ideal, preciso, para ca­da enfermedad, tratando de no diferenciarse los unos de los otros. Desean que la medicina sea una, oficial, sin improvisa­ciones y aplicada a pacientes a los que se les trata sólo como cuerpos. Ninguno se propone curar el alma. Por el contrario, para los curanderos la medicina es un arte.

Le es más fácil al inconsciente comprender el lenguaje oní­rico que el lenguaje racional. Desde cierto punto de vista, las enfermedades son sueños, mensajes que revelan problemas no resueltos. Los curanderos, con una gran creatividad, desarro­llan técnicas personales, ceremonias, hechizos, extrañas me­dicinas tales como lavativas de café con leche, infusiones de tornillos oxidados, compresas de puré de papas, píldoras de ex­cremento animal o huevos de polilla. Algunos tienen más imaginación o talento que otros, pero todos, si se les consul­ta con fe, son útiles. Hablan al ser primitivo, supersticioso, que cada ciudadano lleva dentro.

Viendo operar a estos terapeutas populares, que a menudo hacen pasar por milagros trucos dignos de un gran prestidigi­tador, concebí la noción de «trampa sagrada». Para que lo ex­traordinario ocurra es necesario que el enfermo, admitiendo la existencia del milagro, crea firmemente que se puede curar. Para tener éxito, el brujo, en los primeros encuentros, se ve obligado a emplear trucos que convencen a aquél de que la realidad material obedece al espíritu. Una vez que la trampa sagrada embauca al consultante, éste experimenta una trans­formación interior que le permite captar el mundo desde la in­tuición más que desde la razón. Sólo entonces el verdadero mi­lagro puede acontecer.

Pero, me pregunté en aquella época, si se elimina la tram­pa sagrada, ¿se puede con esta terapia artística sanar a perso­nas sin fe? Por otra parte, aunque la mente racional guíe al in­dividuo, ¿podemos decir que alguien carece de fe? En todo momento el inconsciente sobrepasa los límites de nuestra ra­zón, ya sea por medio de sueños o de actos fallidos. Si es así, ¿no hay una manera de hacer actuar al inconsciente, como un aliado, de forma voluntaria? Cierto incidente que ocurrió en uno de mis cursos de psicogenealogía me indicó el camino: en el momento en que yo describía las causas de la neurosis de fracaso, un alumno, médico cirujano, cayó al suelo retorcién­dose con espasmos de dolor. Parecía un ataque de epilepsia. En medio del pánico general, sin que nadie supiese cómo ayu­darlo, me acerqué al afectado y sin saber por qué le quité, con bastante trabajo, del dedo anular de su mano izquierda el anillo de casado. Inmediatamente se calmó. Me di cuenta de que para el inconsciente los objetos que nos acompañan y rodean forman parte de su lenguaje. Así como poniéndole un anillo a una persona se la podía encadenar, quitándole ese anillo se la podía aliviar... Otra experiencia me resultó muy reveladora: mi hijo Adán, con seis meses de edad, padecía una fuerte bron­quitis. Un médico amigo, fitoterapeuta, le había recetado unas gotas de aceite esencial de plantas. Mi ex mujer Valeria, madre de Adán, debía verterle en la boca treinta gotas tres veces al día. Pronto se quejó de que el niño no mejoraba. Le dije: «Lo que pasa es que tú no crees en el remedio. ¿En qué religión fuiste educada?». «¡Como toda mexicana, en la católica!» «En­tonces vamos a agregar fe a esas gotas. Cada vez que se las des, reza un padrenuestro.» Valeria así lo hizo. Adán mejoró rápi­damente.

Comencé entonces, con gran prudencia en mis lecturas de Tarot, cuando el consultante se preguntaba cómo solucionar un problema, a recetar actos de lo que llamé «psicomagia». ¿Por qué no «magia»?

Para que su primitiva terapia funcione, el curandero, apo­yándose en el espíritu supersticioso del paciente, debe mante­ner un misterio, presentarse como propietario de poderes extrahumanos, obtenidos por una secreta iniciación, contando para curar con aliados divinos e infernales. Los remedios que da deben ingerirse sin conocer su composición y los actos re­comendados deben realizarse sin tratar de saber el porqué. En la Psicomagia, en lugar de una creencia supersticiosa se nece­sita la comprensión del consultante. Él debe saber el porqué de cada una de sus acciones. El psicomago, de curandero pasa a ser consejero: gracias a sus recetas el paciente se convierte en su propio sanador.

Esta terapia no me llegó como una iluminación súbita sino que se perfeccionó, paso a paso, en el transcurso de muchos años... Al comienzo parecía tan extravagante, tan poco «cien­tífica», que sólo pude experimentarla con amigos y familiares... De vez en cuando, en mis conferencias en París, hacía re­ferencia a ella... Cierta vez fui invitado al centro de estudios fundado por el maestro espiritual Arnaud Desjardins. Este, que se había enterado de mis búsquedas, me preguntó si po­día solucionar un mal que padecía su suegra, un eczema en la palma de las manos... Pensé que la señora, al mostrar sus ma­nos afectadas, hacía un gesto de petición, pues se sentía ex­cluida de la pareja que formaba su hija. Le pedí al Maestro que él y su esposa, delante de la enferma, escupieran abundante­mente sobre un montoncillo de arcilla verde para esparcir lue­go la pasta resultante sobre el eczema. El mal desapareció rá­pidamente.

Gilles Farcet, un joven discípulo de Desjardins, aconsejado por su guía vino a verme, con el pretexto de una entrevista, pa­ra conocer mis extrañas teorías. De nuestro encuentro resultó un pequeño libro en forma de biografía, titulado La trampa sa­grada, que conquistó a un buen número de lectores. Gilles, en­tonces, me propuso desarrollar más extensamente mis ideas al mismo tiempo que, queriendo comprobar sus efectos, me soli­citó un consejo de psicomagia para llegar a ser «un escritor profundamente espiritual». Le propuse que escribiera un libro de entrevistas conmigo que se llamaría Psicomagia, y que se sub­tituló Esbozos de una terapia pánica. Mi joven amigo dudó: no co­nociendo para nada el tema, se sentía incapaz de plantearme preguntas interesantes. «Precisamente por eso te receto este acto. El ave del espíritu debe liberarse de la jaula racional. Pa­ra ello romperemos el orden lógico. En lugar de que tú me preguntes y yo te responda, primero yo te responderé y luego tú me preguntarás... Es decir, el efecto vendrá antes que la cau­sa.» Así lo hicimos: Farcet se sentó frente a mí con una graba­dora y yo fui dando respuestas a preguntas inexistentes duran­te diez horas seguidas. Por momentos, mi joven entrevistador se dormía aferrado a su máquina. Gilles dividió luego ese ma­terial en fragmentos ordenados y los encabezó con preguntas. Como se internaba en terrenos desconocidos (me había di­cho: «No sé si se pueden conciliar búsqueda artística y búsqueda terapéutica»), las escribió en un tono objetivo decla­rando: «No soy uno de sus fieles. No he escrito este libro como aprendiz sino como amigo. De ahí la sana perplejidad que a veces opongo a sus palabras, la que por feliz efecto lo obliga a precisar su pensamiento».

Cuando Marc de Smedt, el director de la colección «Espa­ces libres» en Albin Michel, Francia, aceptó publicar el libro lo hizo con la condición de cambiarle el título. «Nadie conoce la palabra psicomagia. Mejor llamarlo: Le théâtre de la guérison, une thérapie panique».

El teatro de la sanación apareció en 1995. Provocó un gran in­terés. Recibí una nutrida correspondencia pidiéndome actos psicomágicos. Para desarrollar esta técnica, hasta ahora practi­cada en forma exclusivamente intuitiva, decidí aceptar dos consultantes diarios, de lunes a viernes, en sesiones de una hora y media. Después de establecer sus árboles genealógicos -hermanos, padres, tíos, abuelos y bisabuelos-, les aconsejé ac­tos psicomágicos que produjeron resultados notables. Pude así descubrir cierto número de leyes que me permitieron enseñar este arte a gran cantidad de alumnos, muchos de ellos ya tera­peutas establecidos. Concedí sesiones privadas durante dos años, al cabo de los cuales comencé a escribir mi Danza de la realidad. Gilles Farcet realizó su carrera de escritor espiritual y hoy en día, un noble padre de familia, conduce al redil a mu­chos espíritus descarriados colaborando con Arnaud Desjardins en tan ardua tarea.

Después de la publicación en España por Siruela de La dan­za de la realidad (2001), amén de generosas entrevistas que Fer­nando Sánchez Dragó me hizo en la televisión, la Psicomagia fue conocida por el gran público. No faltaron entusiastas que teme­rariamente, sin haber tenido nunca una honesta actividad artís­tica ni terapéutica, quisieron practicarla dando, por incapacidad creativa, consejos que eran ingenuas imitaciones de los míos.

En el año 2002 di en Madrid una conferencia para un pú­blico de unas seiscientas personas en un aula universitaria. Hábilmente conducidos por mi presentador, el joven profesor Ja­vier Esteban, los alumnos me plantearon sus problemas solici­tando consejos de psicomagia para resolverlos. Al final del ac­to, Javier me obsequió con un ejemplar de su libro Duermevela, en el que describe sus sueños. («Voy a una tienda donde ven­den miles de aparejos de pesca gigantescos. El anzuelo me lle­ga por la rodilla. El hombre que me acompaña me enseña a pescar pero me dice que no hace falta caña ni aparejo alguno. Los tiro y atravesamos un bosque hasta llegar a un río. Los pe­ces saltan a nuestras manos.») Considero que sus escritos tie­nen un sentido sanador. Javier, a su vez, expresa su adhesión a mis ideas y me pide una cita con el objeto de hacerme las pre­guntas que se plantea la juventud, preguntas a las que no res­ponde el actual sistema educativo. «Los alumnos han mutado, desgraciadamente los profesores siguen manteniendo su ar­caica manera de pensar», me dice. Viaja a París y me interroga durante algunos días. «Piense sin límites, hable para los jóve­nes mutantes.» Así nacieron la segunda y la tercera parte de es­te libro.

En apéndice, el testimonio de Martín Bakero, poeta y doc­tor en psicopatología, que asistió a un taller mío dado en San­tiago de Chile y después viajó a París para perfeccionar su comprensión de mi trabajo. Tiene el mérito de haber aplicado la psicomagia a la curación de enfermos mentales. Gracias a él puedo concebir la esperanza de que este arte de curar sea empleado un día como complemento de la medicina oficial.

Alejandro Jodorowsky

 

 

 

 

 

PSICOMAGIA


 

Psicomagia. Esbozos de una terapia pánica

(conversaciones con Gilles Farcet)


 

Título original: Psychomagie. Approches d'une thérapie panique, traducción de Cristóbal Santa Cruz.


 

Nota preliminar


«No soy un borracho, pero tampoco soy un santo. Un hechicero no debería ser un "santo"... Debería poder descender tan bajo como un piojo y elevarse tan alto como un águila... Debes ser dios y diablo a la vez. Ser un buen hechicero significa estar en medio de la tor­menta y no guarecerse. Quiere decir experimentar la vida en todas sus fases. Quiere decir hacer el loco de vez en cuando. Eso también es sagrado.»

Corzo Cojo

(brujo siux de la tribu Lakota)

Un día, tras muchas veladas en su biblioteca intentando desvelar el sentido profundo de la psicomagia, pregunté a Ale­jandro Jodorowsky si pensaba prescribirme un acto. Él me res­pondió que el mero hecho de confeccionar este libro en su compañía constituiría un acto suficientemente poderoso. ¿Porqué no?

En realidad, Jodorowsky es en sí un acto psicomágico am­bulante, un personaje alta y definitivamente «pánico», cuyo trato introduce algunas fisuras en el orden de nuestro univer­so, tan previsible en apariencia.

Dramaturgo que, con sus cómplices Arrabal y Topor, ha marcado la historia del teatro con su tan bien denominado movimiento «pánico»; realizador de películas de culto, como El Topo o La montaña sagrada, a las cuales los norteamericanos -impagables- dedican tesis y sabios estudios; escritor, autor de historietas para cómic que se permite el lujo de trabajar con nuestros mejores dibujantes; padre atento de cinco niños con los cuales mantiene actualmente una relación tornasolada, Jodorowsky es hoy el tarólogo sin normas cuyas intuiciones han dejado a más de uno boquiabierto; es, además, el payaso con­vulsivo del Cabaret Místico1 que, en un momento en el que el público parisino da la espalda a las conferencias, consigue aba­rrotar sus auditorios con el mejor poder publicitario del boca a boca; mago internacional -interestelar, podríamos decir, ba­jo la influencia de Moebius- al que han consultado estrellas de rock y artistas del mundo entero...

 

1 Desde hace muchos años, y sin ninguna publicidad, Jodorowsky anima ca­da miércoles en París una conferencia-happening donde aborda temas tera­péuticos. La entrada es libre, quinientos espectadores asisten cada semana. Al final de la sesión del Cabaret Místico, unos voluntarios hacen una colecta, lo que permite pagar el alquiler de la sala. Tres días antes del comienzo de la conferencia, y siempre gratuitamente, Jodorowsky lee el tarot a unas treinta personas. Estas, una vez concluida la lectura, y a modo de pago, deben trazar con su índice la palabra «gracias» sobre las manos de Alejandro.

 

Este chileno de origen ruso, radicado durante muchos años en México y ahora enraizado en Francia, es un personaje que los novelistas de hoy, demasiado gélidos, no podrían crear, un ser que ha llevado la imaginación al poder en todos los reco­vecos de su existencia multidimensional.

Su casa, sabia alianza de orden y desorden, de organización y caos, es un fiel espejo de su huésped o, simplemente, de la vi­da. Constituye una experiencia en sí visitar esta cantera sem­brada de libros, vídeos, juguetes infantiles, etc. Allí uno puede toparse con los dibujantes Moebius, Boucq o Besse, así como con un gato o una mujer venida de no se sabe dónde y que pa­rece estar cuidando por un tiempo de la casa... Es un lugar de potencia poética, una concentración de energías sobreabun­dantes y, sin embargo, dominadas.

Sobra decir que trabajar con un personaje pánico no es una sinecura. Y esto, en primer lugar, porque Jodorowsky ignora los plannings, las agendas y otro tipo de apremios temporales que rigen la vida de los terrenales. Cuando me propuse poner en papel su aventura psicomágica, comprendí que tenía que dedicarme exclusivamente a tal empresa. Con él no hay previ­siones, plazos fijados de antemano, citas debidamente anota­das: las cosas se hacen al instante. Todo en él tiene la cualidad del fulgor. No es que sea incapaz de someterse a una discipli­na o plegarse a horarios, todo lo contrario; pero en fin, ahí hay un misterio: ¿cómo este hombre que, una vez concluidas nues­tras citas psicomágicas, partía a realizar una película de nom­bre evocador -The Rainbow Thief (El ladrón del arco iris, 1990)-puede dirigir un rodaje de gran presupuesto, domar a mons­truos sagrados como Peter O'Toole, Omar Sharif o Christopher Lee, imponer su sensibilidad a productores tan materialistas como inquietos y, por otra parte, no tomar nota de ninguno de sus compromisos futuros y aceptar en septiembre una confe­rencia para marzo sin apuntar el día en una libreta, razón por la cual, a medida que se acerca la fecha de su intervención, hay que localizarlo, por miedo a que se haya olvidado de su com­promiso y desaparezca hacia cualquier punto del planeta?

Alejandro es un convencido del carácter convulso de la rea­lidad, y de ahí ese aspecto fascinante y agotador que le hace ser desmesurado en todas sus manifestaciones. Cuando alguien le pone un público enfrente, rara vez resiste la tentación de llevarlo hasta el límite. Rasgo muy sudamericano el de este ser excepcional que, en privado, sabe mostrarse como la persona más dulce y humilde y que de pronto puede, en un abrir y cerrar de ojos, transformarse en una ópera barroca del mismo calibre que sus películas, donde lo grotesco compite con lo grave, lo obsceno con lo sagrado. Jodorowsky se mantiene siempre en el linde; baila sobre la sutil frontera que separa la creación de la provocación gratuita, la innovación del salvaje atentado contra el buen gusto, la audacia de la indecencia... Moebius, el genial dibujante de El Incal, familiarizado con estos métodos tras quince años de colaboración, ve en ello «la técnica empleada por Alejandro a fin de socavar la resistencia del universo...».

En cualquier caso, con Jodorowsky las cosas siempre acaban por arreglarse, pese a los traumas infligidos en los nervios de los organizadores. Este hombre no tiene parangón en la capa­cidad de hacer pivotar una situación que se presentaba bajo los peores auspicios y dar la vuelta a la realidad como si de un guante se tratara.

Mencionaré aquí una anécdota, que más adelante recorda­remos [en pág. 53], que ilustra bien esta capacidad de dar la vuelta a la realidad, operación para la cual conviene estar pre­parado, si uno tiene la audacia de andar en compañía de él.

Habíamos acordado hacer una actuación conjunta con mo­tivo de una feria en la que todos los años se dan cita herbola­rios biológicos, vendedores de bañeras de burbujas, esotéricos de todo pelaje, poetas de la madre Naturaleza, editores y mé­dicos alternativos... ¿Fue un error táctico? El caso fue que, cuando llegué a Vincennes en busca de mi héroe, lo hallé to­talmente absorto en la elaboración de un guión de historieta que se negaba a abandonar para ir «a la Mejorana», como de­cía él, a dar una charla...

Yo insistí, alegando que nos esperaban y que no podíamos faltar a nuestra palabra, hasta que finalmente Jodorowsky acep­tó a regañadientes subir a mi coche, no sin repetirme durante todo el trayecto: «Esto yo no lo siento, ¿comprendes...? No me parece que tengamos algo que hacer en la Mejorana...». Cuan­do llegamos al lugar en cuestión, encontramos lo peor: una sala abierta a los cuatro vientos, sin micrófono ni sillas, y un cente­nar de personas que habían venido a escuchar no a Jodorowsky, sino, a causa de un error de programación, al doctor Woestlandt, simpático autor de best-sellers médico-esotéricos...

Mientras yo me sulfuraba, mi genial cómplice, tras captar con una ojeada la magnitud de la catástrofe, me increpó en to­no fatalista: «¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo!», y se dio media vuel­ta marchándose sin más...

Mi compañera corrió detrás de él y le suplicó que hablara de todas formas. Evidentemente sensible a las razones femeni­nas, Alejandro volvió sobre sus pasos y me dijo: «Está bien, esa gente quiere escuchar al doctor Westphaler; okay, ¿por qué no me presentas como si fuera él? Diles que soy el doctor Wiesen-Wiesen y que les voy a hablar...».

Tal vez hoy yo hubiera aceptado de buena gana el desafío; pero por entonces estaba todavía convencido de esa idea tradi­cional de que el doctor Woestlandt es el doctor Woestlandt, Gi­lles es Gilles y Jodorowsky es Jodorowsky... Ese concepto de lo real hacía imposible que me prestara a tamaña mascarada. En esas condiciones, improvisé unas sencillas palabras para pre­sentar a mi peligroso amigo, el cual, plantándose ante su des­concertado público, comenzó a hablar en tono conciliador: «Miren, yo no soy el doctor Westphallus; pero eso es lo de me­nos, la persona no tiene importancia. Imaginen ustedes que soy el doctor Wiesen-Wiesen y háganme preguntas. Poco importa la persona, yo les contestaré como si fuera el doctor Wuf-Wuf...».

La gente, al comienzo, parecía atónita, pero muy rápida­mente se entregó al sortilegio y entró en el juego de Jodorows­ky, que, ante mi mirada incrédula, consiguió un rotundo éxi­to. A la hora del coloquio, invitó a sus improvisados oyentes, con entonación cantarina, a que le contaran sus problemas y aprovecharan así la suerte que el destino les había deparado: «Atención, hagan sus preguntas porque ésta es la última vez que vengo a la Mejorana...».

Después de visitar el stand de las ediciones Dervy para com­prar el libro del doctor Woestlandt («hay que saber al menos quién es ese doctor Westphaler, ¿no?»), Alejandro entró en la cafetería, donde, en pocos segundos, se encontró rodeado de admiradores, y continuó regalando consejos y observaciones iluminadas, con una amabilidad extraordinaria.

Y así fue como una tarde que había empezado siendo un fiasco terminó en apoteosis.

Habría que hablar aquí también de su increíble intuición: no es raro que Alejandro, al ver por primera vez a una persona, le diga a bocajarro una verdad que ella creía tener perfec­tamente oculta, dejando en su interlocutor la tremenda im­presión de estar frente a un mago omnisciente.

Un amigo -al que llamaremos Claude Salzmann- nunca po­drá olvidar esa noche, a la salida de una conferencia que ya en sí había sido épica, en que nos sentamos en la terraza de un ca­fé de la Place Saint Sulpice y Alejandro, de golpe pero con de­licadeza, se empeñó en hacerle una de esas revelaciones: «Es­cucha, Salzmann, ¿puedo hablarte? Eres amigo de mi amigo, y por eso voy a permitirme hablarte, ¿de acuerdo? Escucha, Salz­mann, cuando te miro, veo a un hombre de naturaleza dividi­da: tu labio superior es muy diferente a tu labio inferior». (Mi­ré a Claude y vi, por primera vez, ese rasgo notable de su fisonomía.) «Tu labio superior, muy delgado, es el de un hom­bre serio, espiritual, casi rígido, labio de asceta... Pero tu labio inferior, grueso, carnoso, es el labio de un hombre sensual, amante del placer... Sí, en ti coexisten esas dos naturalezas, Salzmann, y debes conciliarlas...» Aunque en sí parecía una ob­viedad, el comentario impresionó a mi amigo, quien precisa­mente en aquellos días parecía concentrado como nunca en armonizar esas dos inclinaciones, contradictorias para la lógi­ca tradicional, pero complementarias para la profunda.

¿A cuántas personas habré escuchado decir que Alejandro, apoyado en una carta de su tarot o en su sola capacidad de ob­servación, les había mostrado en una palabra el conflicto al que se enfrentaban en ese momento, sacando a la luz un mis­terioso secreto de su personalidad?

Un día lo visité con una amiga mía de la cual Alejandro na­da sabía. Recuerdo haber quedado totalmente sorprendido al observar cómo, sin que ella hubiese preguntado aún, él con­centraba en un par de frases, tras sacar ella las cartas, lo esen­cial de la situación en que se encontraba. No es extraño, en­tonces, que nuestro hombre suscite pasiones y devoción.

El rey Jodorowsky impera en su corte, rodeado de un en­jambre de fieles para los cuales el Cabaret Místico representa una verdadera misa. Algunos, incluso, acuden desde hace años al oficio y siguen con devoción las más peregrinas ocurrencias del maestro...

Creo que huelga precisar que yo no formo parte de esa grey. Lo nuestro es, sobre todo, un diálogo entre amigos. De ahí esa sana perplejidad con que a veces recibo sus comenta­rios, y que también debido a esa amistad tiene el buen efecto de obligarle a precisar su pensamiento.

Porque su extraordinario brillo, que provoca siempre fasci­nación, puede también llevar a la duda e incluso a la irritación: por exactas que sean, muchas veces sus incisivas intuiciones pueden parecer apresuradas. Después de verlo entregado a sus terapias-relámpago en el marco del Cabaret, donde se enorgullece de liberar viejos nudos psicológicos en una sola noche, de un solo golpe de árbol genealógico salpimentado con una pun­ta de «psicomagia», el espectador bien dispuesto, que a la vez conserva su buen sentido crítico, no podrá sino oscilar entre la admiración y el escepticismo, la estupefacción y la duda. Admi­ración y estupefacción, pues la actuación de este actor sin igual, su poder para sostener y guiar la energía de quinientas perso­nas en una sala y la férrea pertinencia de sus observaciones cor­tan la respiración. Escepticismo y duda, por otra parte, pues esas veladas llenas de risas y emoción, en las cuales la miseria humana es colocada en escena con un enorme arrojo, donde complejos y traumas son sacados a la luz y tratados por el «maestro» con una sabia mezcla de perspicacia, exageración y benevolencia, son la primicia de un nuevo género, el del reality-show analítico-espiritual. De allí uno sale convencido e inquieto a la vez, preguntándose sobre el verdadero alcance y sobre los efectos a largo plazo de ese revoltijo artístico-terapéutico.

Hay algo de sacamuelas y de curandero de feria en este vi­sionario que se autodenomina «tramposo sagrado». Pero, fi­nalmente, esa faceta de «charlatán trascendente», que es par­te importante del personaje Jodorowsky, está puesta al servicio de una rara energía compasiva. Podría decirse de Alejandro que es un bodhisattva a la salsa sudamericana, una salsa con mu­cha pimienta...

No se es tramposo sagrado con sólo empeñarse en serlo; ba­jo la desmesura y la aparente desenvoltura de este artista que se aparta de todos los cánones, hay mucho rigor -un rigor muy particular pero rigor al fin-, un potencial de creatividad ina­gotable, una profunda visión poética y, estoy convencido, mu­cha bondad.

Porque nuestro hombre tiene el corazón puro. Aun siendo rey, Jodorowsky no abusa del poder casi absoluto que le otor­gan muchos de sus súbditos. Su Majestad es su propio bufón; nunca teme poner sus propias enseñanzas en tela de juicio con una buena dosis de humor. Aunque no desecha el homenaje de sus seguidores, tampoco muestra la menor intención de verse convertido en ídolo. Desinteresado por excelencia -co­mo he podido comprobar en tantas ocasiones-, Jodorowsky si­gue siendo, a mi modo de ver, crucialmente lúcido, conscien­te, tanto de sus poderes como de sus limitaciones. Él ha tenido la suerte de acercarse a verdaderos maestros -como el japonés Ejo Takata, que lo marcó con el hierro candente del zazén- y, sin embargo, no por eso se limita a ser gurú en el sentido es­tricto y noble de la palabra; él es más bien un genio benévolo e inquietante con el que cada cual puede andar un trecho del camino.

-Crece un poco - dijo un día Jodorowsky a su veinteañera hija Eugenia.

A lo que ésta replicó:

-¡Y tú redúcete un poco!

Que el mismo Alejandro cite, no sin orgullo, esa aguda res­puesta de su hija dice mucho del personaje.

Servidor de la verdad, aunque a veces con cierto aire de far­sante, saltimbanqui descarado que no pide sino callar e incli­narse ante quien lo supera, Jodorowsky pertenece, a todas lu­ces, a la raza de los locos sabios. Si bien el clown místico puede inspirar fascinación o aversión inmediatas -y a veces también ambas cosas a la vez-, es mucho lo que se gana conociendo a este hombre en toda su riqueza interior.

Aunque ha publicado varias novelas e infinidad de historietas, Jodorowsky esperó la edad de la jubilación para escribir so­bre lo que más le importa. Al hilo de nuestras conversaciones, Alejandro me condujo por un viaje mágico con el arte de un Castaneda que hubiera hecho teatro. A este viaje se nos invita ahora. Este libro tiene tanto de autobiografía artístico-espiritual como de guía en una nueva terapia. Ventana abierta a un mundo en el cual la poesía se encarna en tumultos, en el que el teatro se vuelve sacrificio ritual y en el que una bruja real, ar­mada de un cuchillo de cocina, cura cánceres, cambia corazo­nes y alimenta los sueños de la noche, esta obra permanecerá, así lo espero, como la huella del paso entre nosotros de un ser de una dimensión poco común.

                                                                                                              Gilles Farcet

 París: 1989-1993

 

El acto poético

Supongo que el nacimiento de lo que usted llama psicomagia res­pondió a una necesidad...

Efectivamente, así fue. Durante una época de mi vida, en el marco de mi actividad como especialista en tarot, recibía al menos a dos personas al día para leerles las cartas...

¿Les predecía el futuro?

¡En absoluto! Yo no creo en la posibilidad real de predecir el futuro, en la medida en que, a partir del momento en que ves el futuro, lo modificas o lo creas. Al predecir un aconteci­miento, uno lo provoca: es lo que en psicología social se de­nomina «realización automática de las predicciones». Aquí tengo un texto de Anne Ancelin Schutzberger, profesora de la Universidad de Niza, que evoca precisamente ese fenómeno: «Si se observa cuidadosamente el pasado de un cierto número de enfermos graves de cáncer, se advierte que se trata, muchas veces, de personas que durante su infancia hicieron una pre­dicción sobre sí mismas, que han desarrollado un "guión de vi­da" inconsciente (de ellos mismos o de sus familias) relacio­nado con su vida y su muerte, a veces incluso con indicación de fecha, momento, día y edad, y que luego se ven efectivamente en esa situación de murientes. Por ejemplo a los 33 años -la edad de Jesucristo- o a los 45 -edad en que murió su padre o su madre, o cuando su hijo cumplió 7 años -porque a esa edad esa persona quedó huérfana-. Son ejemplos de una especie de realización automática de las predicciones personales o familiares». Asimismo, como señala Rosenthal, si un profesor prevé que un mal estudiante continuará igual, lo más seguro es que nada cambie. Por el contrario, cuando el profesor esti­ma que el niño es inteligente, aunque tímido, y prevé que a pe­sar de ello hará progresos, el niño comienza a progresar... Es una constatación sorprendente pero que ha sido verificada en varias ocasiones, suficiente para inspirar la mayor desconfian­za respecto de aquellos que, so pretexto de poseer dones so­brenaturales, se permiten predecir acontecimientos que el in­consciente del consultante traducirá en deseo personal, con el fin de someterse a las órdenes del vidente. Como resultado de esto, el consultante asumirá la tarea de realizar estas predic­ciones, con consecuencias muchas veces nefastas. Toda pre­dicción es una toma de poder, mediante la cual el vidente se complace en prefigurar destinos, torciendo así el curso natu­ral de una vida...

Pero ¿por qué ese fenómeno ha de tener necesariamente consecuen­cias nefastas? ¿Qué piensa entonces de los videntes que predicen acon­tecimientos felices, prosperidad, fertilidad u otros beneficios?

Igualmente ello implica poder y manipulación. Por lo de­más, estoy absolutamente convencido de que tras la etiqueta de «vidente profesional» se esconden, con raras excepciones, individuos desequilibrados, deshonestos y delirantes. En el fon­do, sólo serían dignas de confianza las predicciones de un ver­dadero santo... Eso explica por qué me niego a dedicarme a la videncia.

Volvamos a los orígenes de la psicomagia y a su actividad de tarólogo. ¿En qué consistía entonces su práctica?

Yo consideraba el tarot como un test proyectivo que permi­tía ubicar las necesidades de la persona y saber dónde residían sus problemas. Es bien sabido que la mera actualización de una dificultad inconsciente o poco conocida constituye ya un esbozo de solución. Al trabajar conmigo, las personas tomaban conciencia de su identidad, de sus dificultades, de lo que las llevaba a actuar. Yo les hacía pasearse a través de su árbol ge­nealógico para mostrarles el origen antiguo de algunos de sus malestares. Sin embargo, me di cuenta enseguida de que no podía haber ninguna curación verdadera si no se llegaba a una acción concreta. Para que la consulta tuviera un efecto tera­péutico, tenía que desembocar en una acción creativa llevada a cabo en el ámbito real. Para lograrlo, tuve que indicar a quie­nes venían a verme uno o dos actos a realizar. La persona y yo teníamos que, de común acuerdo y con plena conciencia, fijar un programa de acción muy preciso. Así es como llegué a prac­ticar la psicomagia.

Usted practicó esta terapia durante una década y logró resultados totalmente convincentes. ¿Cómo la inventó?

Algo así no se inventa; uno lo ve nacer a través de uno mis­mo. Pero este nacimiento tiene raíces muy profundas.

Antes de entrar en detalles sobre la psicomagia, de examinar sus re­laciones con el psicoanálisis, de referir actos precisos o de sumergirnos en las cartas que le han escrito sus consultantes, sería interesante re­montarnos a las raíces.

La primera cosa que vino a ayudarme fue la poesía, mi con­tacto con poetas en los años cincuenta... Tuve la suerte de na­cer en Chile, aunque podría perfectamente haber nacido en otro lugar. Si no hubiera sido por la guerra ruso-japonesa, mis abuelos no habrían emigrado y yo habría nacido seguramente en Rusia. Por otra parte, ¿por qué el barco en que se embar­caron los llevó hasta Chile? Me gusta imaginar que escogemos por adelantado nuestro destino y que nada de lo que nos su­cede es fruto del azar. Ahora bien, si no hay azar, todo tiene sentido. Para mí, es mi encuentro con la poesía lo que justifi­ca mi nacimiento en Chile.

Sin embargo, no puede decirse que Chile haya tenido la exclusivi­dad de la poesía...

No, poetas hay en todas partes. Pero la vida poética, en cam­bio, es un bien más escaso. ¿En cuántos países existe una at­mósfera realmente poética? Sin duda, la antigua China era una tierra de poesía. Pero pienso que, en los años cincuenta, en Chile se vivía poéticamente como en ningún otro país del mundo.

¿Podría explicarlo?

La poesía lo impregnaba todo: la enseñanza, la política, la vida cultural... El pueblo mismo vivía inmerso en la poesía. Eso era debido al temperamento propio de los chilenos y más par­ticularmente a la influencia de cinco de nuestros poetas, que se transformaron para mí en una especie de arquetipos. Fue­ron ellos quienes moldearon mi existencia en un comienzo. El más conocido de ellos era nada menos que Pablo Neruda, un hombre políticamente muy activo, exuberante, muy prolífico en su escritura y que, sobre todo, vivía como un auténtico poeta.

¿Qué es vivir como un auténtico poeta?

En primer lugar no temer, atreverse a dar, tener la audacia de vivir con cierta desmesura. Neruda construyó una casa en forma de castillo, congregando en torno a él un pueblo ente­ro, fue senador, y casi llegó a ser presidente de la república... Entregó su vida al Partido Comunista, por idealismo, porque deseaba realmente llevar a cabo una revolución social, cons­truir un mundo más justo... Y su poesía marcó a toda la juventud chilena. En Chile, ¡incluso los borrachos en plena sesión alcohólica declamaban versos de Neruda! Su poesía era recita­da tanto en los colegios como en la calle. Todo el mundo que­ría ser poeta, como él. ¡No hablo sólo de los estudiantes, sino de obreros e incluso borrachos que hablaban en verso! Supo captar en sus textos todo el ambiente loco del país.

Escucha este poema que me viene a la mente y que recitá­bamos a coro cuando, en calidad de estudiantes universitarios, nos embriagábamos con el vino patriótico de nuestra tierra chilena:

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas

y mi pelo y mi sombra.

Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso

asustar a un notario con un lirio cortado

o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.

Sería bello

ir por las calles con un cuchillo verde

y dando gritos hasta morir de frío.

Aparte de Neruda, que gozaba de fama mundial, otros cua­tro poetas fueron de una importancia capital. Vicente Huidobro provenía de un medio acomodado, en todo caso menos humilde que el de Neruda. Su madre conocía todos los salones literarios franceses y él recibió una educación artística muy profunda, por lo que su poesía, de una gran belleza formal, impregnó de elegancia a todo el país. Soñábamos todos con Europa, con la cultura... Huidobro nos dio una gran lección de estética. A modo de ejemplo, te leeré este fragmento de una conferencia dada por el poeta en Madrid, tres años antes de la aparición del manifiesto surrealista:

Aparte de la significación gramatical del lenguaje, hay otra, una significación mágica, que es la única que nos interesa... El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir... El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lengua­je que se habla... El lenguaje se convierte en un ceremonial de con­juro y se presenta en la luminosidad de su desnudez inicial, ajena a todo vestuario inicial convencional fijado de antemano... La poesía no es otra cosa que el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final, el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva. El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte, más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extien­de más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de la vida y de la muer­te, más allá del espacio y del tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y la materia... Hay en su garganta un incendio inextinguible.

Había también una mujer, Gabriela Mistral. Su apariencia era la de una dama seca, austera, muy alejada de la poesía sen­sual. Ella enseñaba en las escuelas populares, y esta pequeña institutriz llegó a transformarse para nosotros en un símbolo de paz. Nos enseñó la exigencia moral respecto del dolor del mundo. Gabriela Mistral era para los chilenos una especie de gurú, muy mística, una figura de madre universal. Ella habla­ba de Dios pero daba fe de un rigor tal... Escucha estos frag­mentos de su «Oración de la Maestra» (la maestra en cuestión era, naturalmente, la institutriz):

¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra... Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este im­puro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren... Hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida... Dame sencillez y dame profundi­dad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana... Ali­gérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia.

El cuarto se llamaba Pablo de Rokha. Él también era un ser exuberante, una especie de boxeador de la poesía a propósito  del cual corrían los rumores más locos. Se le atribuían atentados anarquistas, estafas... En realidad era un dadaísta expresionista que aportó a Chile la provocación cultural. Era turbulento, capaz de insultar, y en los círculos literarios tenía un aura terrible y negra. Estas frases sueltas, que resuenan como salvas, deberían bastar para darte una idea de su ardor furibundo:

Incendiad el poema, decapitad el poema... Escoged un material cualquiera, como se escogen estrellas entre lombrices... Cuando Dios «aún era azul dentro del hombre... Tú, tú estás justo en el centro de Dios, como el sexo, justo en el centro... El cadáver de Dios, furioso, aúlla en mis entrañas... Voy a golpear la Eternidad con la culata de mi revólver.

Finalmente, el quinto se llamaba Nicanor Parra. Originario del pueblo, subió los escalones universitarios, se hizo profesor en una gran escuela y encarnó la figura del intelectual, del poeta inteligente. Nos dio a conocer a Wittgenstein, el círculo de Viena, el diario íntimo de Kafka. Tenía una vida sexual muy sudamericana...

¿Es decir?

 

Los sudamericanos se vuelven locos con las rubias. De vez en cuando, Parra iba a Suecia y regresaba con una sueca. Nos fascinaba verlo junto a una rubia despampanante... Luego, se divorciaba, volvía a Suecia y regresaba con una nueva criatura. Aparte de su influencia intelectual, trajo el humor a la poesía chilena; fue el primero en introducir un elemento cómico. Al crear la antipoesía, desdramatizó esta forma de arte. Aquí tengo un fragmento de «Advertencia al lector», de Parra:

Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:

«¡Las risas de este libro son falsas!», argumentarán mis detractores

«Sus lágrimas, ¡artificiales!»

«En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza»

«Se patalea como un niño de pecho»

«El autor se da a entender a estornudos»

Conforme: os invito a quemar vuestras naves,

Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.

«¿A qué molestar al público entonces?», se preguntarán los amigos

lectores:

«Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,

¡Qué podrá esperarse de ellos!».

Cuidado, yo no desprestigio nada

O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,

Me vanaglorio de mis limitaciones

Pongo por las nubes mis creaciones.

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

Esas cinco personalidades marcaron mucho, entiendo, al joven que usted era entonces...

Eran vivos, ¡vivos y peleadores! Eran los mejores enemigos del mundo, pasaban los días peleando, intercambiándose in­sultos... Pablo de Rokha, por ejemplo, publicó una carta abier­ta a Vicente Huidobro en la que exclamaba: «Comienzo a es­tar harto de esta historia, mi pequeño Vicentito. Por lo demás, no soy de esos cobardes que golpean a una gallina que cacarea porque dice haber puesto un huevo en Europa». ¿Sabes lo que decía de Neruda? «Pablo Neruda no es comunista, es nerudista -el último de los nerudistas, o el único, probablemente...»

Estas personas se exponían, no tenían miedo de vivir su pa­sión. En cuanto a nosotros, abrazábamos la causa de uno, luego la del otro... Estábamos inmersos en la poesía desde la mañana hasta la noche, ella estaba realmente en el centro de nuestras vi­das. Estos cinco poetas formaban para nosotros un mandala alquímico: Neruda era el agua, Parra el aire, De Rokha el fuego, Gabriela Mistral la tierra y Huidobro, en el centro, la quintae­sencia. Queríamos ir más allá de nuestros predecesores, los cua­les, por lo demás, ya habían anticipado nuestras búsquedas.

¿Y eso cómo era?

Todos estos poetas realizaban actos. Huidobro decía: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! Hacedla florecer en el poema»; Neruda sedujo a una mujer del pueblo prometiéndole un ma­ravilloso regalo y luego mostrándole un limón del tamaño de una calabaza. Habían comenzado a salir de la literatura para participar en los actos de la vida cotidiana con la postura esté­tica y rebelde propia de los poetas.

Sus amigos y usted quisieron entonces ir más lejos en esa dirección.

Tuve la suerte de tener la misma edad que el famoso poeta Enrique Lihn, hoy fallecido. Un día, con él y otros compañe­ros, encontramos en un libro sobre el futurismo italiano una frase iluminadora de Marinetti: «La poesía es un acto». A par­tir de ese momento, decidimos prestarle más atención al acto poético que a la escritura misma. Durante tres o cuatro años, nos dedicamos a realizar actos poéticos. Pensábamos en ellos durante todo el día.

¿En qué consistían esos actos?

Por ejemplo, Lihn y yo decidimos un día caminar en línea recta, sin desviarnos nunca. Caminábamos por una avenida y llegábamos frente a un árbol. En vez de rodearlo, nos subíamos al árbol para proseguir nuestra conversación; si un coche se cruzaba en nuestro camino, nos subíamos encima, caminá­bamos sobre su techo... Frente a una casa, tocábamos el tim­bre, entrábamos por la puerta y salíamos por donde pudiéra­mos, a veces por una ventana. Lo importante era mantener la línea recta y no prestar ninguna atención al obstáculo, hacer como si no existiera.

Esto debía de causarles más de un problema...

En absoluto, ¿por qué? Olvidas que Chile era un país poéti­co. Recuerdo haber tocado el timbre de una casa y haber ex­plicado a la señora que éramos poetas en plena acción y que, por lo tanto, teníamos que cruzar su casa en línea recta. Ella lo entendió perfectamente y nos hizo salir por la puerta trasera. Esta travesía de la ciudad en línea recta fue para nosotros una gran experiencia, en la medida en que logramos sortear todos los obstáculos. Poco a poco, fuimos derivando hacia actos más fuertes. Yo estudiaba en la facultad de Psicología. Un día esta­ba realmente harto y decidí realizar un acto para expresar mi hartazgo. Salí de la clase y fui tranquilamente a orinar frente a la puerta de la oficina del rector. Por supuesto, corría el riesgo de ser expulsado definitivamente de la universidad. Cosa má­gica, nadie me vio. Hice mi acto y me retiré increíblemente ali­viado, en todos los sentidos de la palabra. Otro día, pusimos una gran cantidad de monedas en un maletín agujereado y re­corrimos con él el centro de la ciudad: ¡era extraordinario ver a todo el mundo agachándose detrás de nosotros, la calle re­pleta de cuerpos doblados! También decidimos crear nuestra propia ciudad imaginaria junto a la ciudad real. Para eso tuvi­mos que proceder a celebrar inauguraciones. Nos dirigíamos al pie de una estatua, de un monumento célebre e iniciábamos una ceremonia de inauguración, de acuerdo con nuestra fan­tasía. Es así como para nosotros la Biblioteca Nacional se trans­formó en una especie de café intelectual. Sin duda ése es el germen del Cabaret Místico. Lo importante era nombrar las cosas: al atribuirles nombres diferentes, nos parecía que las transformábamos.

También nos dedicábamos a actos muy inocentes y no me­nos poderosos, como poner en la mano del revisor que venía a reclamarnos nuestro billete de autobús una hermosa con­cha... El hombre se quedaba tan estupefacto que seguía de lar­go sin decir nada.

Usted apenas tenía veinte años. ¿Con qué ojos miraba su familia todas esas excentricidades?

Como sabes, provengo de una familia de inmigrantes que se pasaban ocho horas al día dentro de una tienda. Cuando la poesía entró de esta forma en mi vida, se quedaron con la bo­ca abierta. Un día mis amigos y yo cogimos un maniquí y lo ves­timos con ropa de mi madre. Luego lo recostamos como un cadáver, rodeado de candelabros, e iniciamos un velatorio en el salón familiar. Como hacíamos teatro, disponíamos del atrezzo necesario, y la impresión era sobrecogedora. ¡Cuando mi ma­dre llegó, se vio siendo velada! Todos mis amigos comenzaron a presentar sus condolencias... Fue naturalmente un impacto enorme para mi familia. Otra vez, llenamos la cama de mis pa­dres de gusanos.

Pero eso es muy cruel, resultaba usted un hijo odioso...

Yo los amaba, pero quería, con toda la locura de mi juven­tud, hacer estallar los límites. Estos actos los sacudían, los obli­gaban a abrirse. ¿Qué más podían hacer ante lo imprevisto? La vida es así, ¿comprendes?: totalmente impredecible. Crees que la jornada va a acontecer de tal o cual manera y, en realidad, puedes ser atropellado por un camión en la esquina, encon­trarte con una antigua amante y llevarla al hotel a hacer el amor o caérsete el techo sobre la cabeza mientras trabajas. El teléfono puede sonar para anunciarte la mejor o la peor de las noticias. Nuestros actos de jóvenes poetas no hacían sino evidenciar esto, a contracorriente del mundo rígido de mis pa­dres. Abrir la cama y encontrarse con un hervidero de gusanos es una situación que simboliza con fuerza lo que nos sucede a todos, todos los días.

Mi padre practicaba la psicomagia sin saberlo: estaba con­vencido de que cuantas más mercancías tuviera, más vendería. Había que dar a los clientes una imagen de sobreabundancia. Hubo un tiempo en el que él tenía detrás de sí una hilera de cajones supuestamente llenos de calcetines. Hacía sobresalir un calcetín de uno de los cajones para dar la sensación de que estaban atiborrados, cuando, en realidad, no había absoluta­mente nada dentro. Un día en que la tienda estaba llena de clientes, uno de mis amigos, borracho, se puso a abrir todos los cajones. Luego hizo un poema proclamando que mi padre era un hombre excepcional, comparable a los grandes místicos: ¡al igual que ellos vendía puro vacío!

Su padre debió de ponerse furioso...

En realidad, no. Cada vez que ocurría un acto así, mi fami­lia sufría un gran impacto, seguido de un silencio y de una gran perplejidad. Estaban completamente sobrepasados, y eso resultaba tan extraordinario para ellos que creían estar vivien­do un sueño despiertos, algo fuera de los límites de su existencia habitual. Todos estos actos estaban impregnados de una cualidad onírica, impregnados de locura. Recuerdo que Lihn y yo nos fijábamos objetivos extraños: cuando estábamos har­tos de la universidad, partíamos a Valparaíso en tren, decidi­dos a no regresar hasta que una señora de edad nos invitara a tomar una taza de té. Cumplido nuestro objetivo, regresába­mos triunfantes a la capital.

Un día, acompañado de otro amigo, fui a un buen restau­rante, íbamos ambos vestidos muy elegantemente y pedimos un bistec a la pimienta. Una vez servidos, nos frotamos todo el cuerpo con la carne, mancillando nuestra vestimenta. Y una vez concluida la operación, pedimos de nuevo lo mismo y repetimos el acto. Lo hicimos cinco o seis veces seguidas hasta que todo el restaurante fue presa del pánico. Un año más tar­de volvimos al mismo establecimiento, pero el maître nos salió al paso: «Si piensan repetir lo que hicieron la otra vez, ni ha­blar, no permitiré que entren en el restaurante». El acto lo ha­bía impactado tanto que era como si el tiempo se hubiera de­tenido. Había transcurrido un año, pero para él era como si eso hubiera sucedido una semana antes.

Sus palabras me hacen recordar un episodio de cuando yo tenía quince o dieciséis años. Yo estaba en plena lectura de Dostoievski, y es­tos rusos exaltados que pasaban instantáneamente del abatimiento a la exaltación, que se encendían por una causa, que se revolcaban por el suelo, me fascinaban. Un día dije a mis amigos: ¿para qué seguir avanzando? ¿Qué sucedería si todo el mundo decidiera detener el mo­vimiento?: ¿adonde vamos? Y decidimos tumbarnos en el suelo, en me­dio de la calle, sin movernos. Los peatones pasaban por encima de no­sotros, algunos hacían comentarios. Si no me equivoco, se trataba de un acto poético...

¡Por supuesto! Y estoy seguro de que nuestros lectores, si se ponen a pensar, recordarán momentos similares de cuestionamiento de la realidad obligatoria. Nosotros también nos acos­tamos una vez frente a un banco, sucios y harapientos para dar la impresión a la gente de que una crisis económica es siempre posible, que la miseria puede surgir en cualquier instante. Pe­ro, una vez más, todo esto sucedía en Chile, en ese país presa de una forma de locura colectiva. Seguramente no podríamos haber llegado tan lejos en otro contexto. La mayoría de los bu­rócratas chilenos vivía correctamente hasta las seis de la tarde. Una vez fuera de la oficina, se emborrachaban y cambiaban de personalidad, casi de cuerpo. Abandonaban su personalidad burocrática para asumir su identidad mágica. La fiesta estaba por todas partes, el país entero era surrealista sin saberlo.

¿El temperamento chileno explicaría por sí solo esta atmósfera?

Las personas llamadas razonables, aquellas que creen en la solidez de este mundo, no plantean actos locos. ¡Pero en Chi­le la tierra temblaba cada seis días! El suelo mismo del país era, por decirlo así, convulsivo. Esto hacía que todo el mundo es­tuviera sujeto a un temblor, físico y existencial. No habitába­mos un mundo macizo regido por un orden burgués supues­tamente bien implantado, sino una realidad temblorosa. ¡Nada permanecía fijo, todo temblaba!... (Risas.) Todos vivían precariamente, tanto en el plano material como relacional. Nunca se sabía cómo terminaría una fiesta: la pareja casada a las seis de la tarde podía deshacerse a las seis de la mañana, los invitados podían tirar los muebles por la ventana... Natural­mente, la angustia habitaba en el corazón de toda esa locura. El país era pobre, las clases sociales muy diferenciadas...

Han transcurrido ya varias décadas... Con la distancia del tiempo, ¿cómo ve hoy esos actos? Más allá de lo pintoresco, ¿qué le enseñaron?

La audacia, el humor, una aptitud para cuestionar los pos­tulados mediocres de la vida ordinaria y un amor por el acto gratuito. ¿Y cuál es la definición del acto poético? Debe ser be­llo, estético y prescindir de toda justificación. Puede también acarrear cierta violencia. El acto poético es una llamada a la realidad: hay que enfrentar a la propia muerte, a lo imprevis­to, a nuestra sombra, a los gusanos que hormiguean dentro de nosotros. Esta vida que nosotros quisiéramos lógica es, en rea­lidad, loca, chocante, maravillosa y cruel. Nuestro comporta­miento, que pretendemos lógico y consciente, es, de hecho, irracional, loco, contradictorio. Si observáramos lúcidamente nuestra realidad, constataríamos que es poética, ilógica, exu­berante. En aquellos tiempos yo era, sin duda, inmaduro, un joven descerebrado insolente; eso no quita que dicho período me enseñara igualmente a percibir la enloquecida creatividad de la existencia y a no identificarme con los límites dentro de los cuales la mayoría de la gente se encierra hasta que no aguanta más y revienta.

La poesía no respeta un ordenamiento estereotipado del mundo...

¡No, la poesía es convulsiva, está ligada al temblor de la tie­rra! Ella denuncia las apariencias, atraviesa con su espada la mentira y las convenciones. Recuerdo que una vez fuimos a la facultad de Medicina y, con la complicidad de un amigo, ro­bamos el brazo de un cadáver. Lo escondimos dentro de la manga de nuestro abrigo y jugamos a darle la mano a la gen­te, a tocarla con esta mano muerta. Nadie se atrevía a comen­tar que estaba fría, sin vida, porque nadie quería reconocer la cruda realidad de que ese miembro estaba muerto. Al hablar­te, me doy cuenta de que en cierta manera estoy confesándo­me. Sé que todo esto puede parecer fantasioso. Para nosotros, se trataba ciertamente de un juego, ¡pero también de un acto profundamente dramático! El acto creaba otra realidad en el seno mismo de la realidad ordinaria. Nos permitía acceder a otro nivel, y sigo convencido de que con actos nuevos se abre la puerta de una nueva dimensión.

¿El acto concebido así no tiene un valor purificador y terapéutico?

¡Claro que sí! Si uno lo piensa, nuestra historia individual está constituida de palabras y de actos. La mayor parte del tiem­po la gente se contenta con pequeños actos inocuos, hasta que un día «revienta» y, sin control alguno, se pone furiosa, lo rom­pe todo, profiere insultos, se abandona a la violencia, llega in­cluso al crimen... Si un criminal en potencia conociera el acto poético, sublimaría su gesto homicida poniendo en escena un acto equivalente.

Pero eso podría llevar a ciertos extremos no exentos de peligro...

Efectivamente. La sociedad ha puesto barreras para que el miedo y su expresión, la violencia, no surjan a cada instante. Por ello, cuando se realiza un acto diferente de las acciones ordinarias y codificadas, es importante hacerlo conscientemente, medir y aceptar de antemano las consecuencias. Reali­zar un acto es un proceso consciente que apunta a introducir voluntariamente una fisura en el orden de la muerte que per­petúa la sociedad, y no la manifestación compulsiva de una re­belión ciega. Conviene no identificarse con el acto poético, no dejarse llevar por las energías que éste libera. Bretón, por ejemplo, cayó en la trampa cuando, llevado por su entusias­mo, declaró que el verdadero acto poético consistiría en salir a la calle armado de un revólver y disparar sobre la gente. Se arrepintió mucho, después. ¡Y eso que no hubo paso al acto! Pero esta declaración era en sí el signo de un arrebato. El ac­to poético permite expresar energías normalmente reprimi­das o dormidas dentro de nosotros. El acto no consciente es una puerta abierta al vandalismo, a la violencia. Cuando las multitudes se enardecen, cuando las manifestaciones degene­ran y la gente comienza a incendiar automóviles o a lanzar piedras, se trata también de una liberación de energías repri­midas. No por ello esas manifestaciones ameritan el calificati­vo de actos poéticos.

¿Eran conscientes de ello, usted y sus comparsas?

Terminamos siéndolo, después de observar algunos actos peligrosos perpetrados por seres arrebatados... Mis amigos y yo nos sentimos sacudidos por esas experiencias y eso nos hizo in­terrogarnos seriamente. Un haiku japonés nos proporcionó una clave: el alumno le lleva al maestro su poema, en el cual dice:

Una mariposa:

le quito las alas

                                     ¡y se vuelve pimiento!

La respuesta del maestro fue inmediata: «No, no; eso no es así, déjame corregir tu poema»:

Un pimiento:

le pongo unas alas

                                     ¡y se vuelve mariposa!

La lección es clara: el acto poético debe siempre ser positi­vo, ir en el sentido de la construcción y no de la destrucción...

Sin embargo, muchas veces es indispensable destruir para poder posteriormente construir...

¡Sí, pero cuidado con la destrucción como fin en sí! El acto es acción y no reacción vandálica.

En ese caso, ¿cómo calificaría algunos de los «actos» que ha co­mentado?

Muchos de ellos no eran, efectivamente, sino reacciones o, digamos, intentos más o menos torpes en dirección a un acto digno de ese nombre. Eso hizo que decidiese realizar un exa­men de conciencia. Comprendí claramente que, en vez de va­ciar todos los cajones de mi padre, deberíamos haber llegado en procesión con un cargamento de calcetines y haberle lle­nado sus cajas para que su sueño se hiciera realidad. ¡En lugar de poner gusanos en la cama de mis padres, deberíamos ha­berla tapizado con monedas de chocolate envueltas en papel dorado. En vez de simular el velatorio de mi madre, podría­mos haber representado una escena en la que ella se hubiera podido admirar en plena gloria, como la virgen durante la asunción. El choque causado por el acto debe ser positivo.

Tras esta toma de conciencia, ¿se sintieron ustedes culpables, expe­rimentaron algún arrepentimiento?

No, y sigo diciendo que la culpabilidad es inútil. El error es­tá permitido, siempre que se cometa una sola vez y dentro de una búsqueda sincera de conocimiento. Ésa es la condición humana: el hombre busca el conocimiento, ¿y qué es el hom­bre en busca de algo sino, por definición, un ser errático? El error es parte integrante del camino. Abandonamos esas ex­periencias negativas, pero sin arrepentimiento alguno. Nos ha­bían abierto la puerta del verdadero acto poético. Para hacer una tortilla hay que romper los huevos.


 

El acto teatral

Hemos evocado la dimensión metafísica del acto, pero volvamos a su aspecto artístico. Si la poesía es ante todo acto, ¿qué lugar ocuparía la escritura? ¿Escribían usted y sus amigos, o bien se contentaban con realizar actos?

Lihn siguió escribiendo y llegó a ser uno de los grandes poetas del país, tanto que hoy ya nadie se acuerda de sus actos. Los chilenos se sorprenderían de saber a qué juegos se entre­gaba en su juventud su poeta nacional. Por lo que a mí con­cierne, abandoné la poesía propiamente dicha para dedicar­me al teatro.

¿Cómo tuvo lugar esa transición?

El amor al acto me llevó a crear objetos. Entre otros, unos títeres de los que pronto me enamoré. Ante todo, veía en el tí­tere una figura esencialmente metafísica. Me encantaba ver que un objeto que yo había fabricado con mis propias manos se me escapaba. Desde el momento en que metía la mano en el títere para animarlo, el personaje empezaba a vivir de una manera casi autónoma. Yo asistía al desarrollo de una perso­nalidad desconocida, como si el muñeco se valiera de mi voz y de mis manos para tomar una identidad que ya le era propia. Me parecía realizar un oficio de servidor más que de creador.                        

¡Finalmente, tenía la impresión de estar siendo dirigido, manipulado por el muñeco! Esta relación tan profunda con los títeres hizo nacer en mí el deseo de convertirme en uno de ellos, es decir en actor de teatro.

¿De verdad cree que un actor se parece a un títere? Me parece dis­cutible...

En cualquier caso, ésa era mi idea del teatro y del oficio de cómico. No me gustaba el teatro psicológico, dedicado a imi­tar la «realidad». Para mí, ese teatro llamado realista era una expresión vulgar en la que, pretendiendo mostrar algo de lo real, se recreaba la dimensión más aparente y también la más vacua y tosca del mundo tal como es percibido normalmente. Lo que se llama en general «realidad» no es sino una parte, un aspecto de un orden mucho más amplio. Me parecía  -y me pa­rece aún- que el teatro autodenominado realista se desentien­de de la dimensión inconsciente, onírica y mágica de la reali­dad. Porque, insisto, la realidad no es racional, por más que así lo queramos creer para tranquilizarnos. En general, los com­portamientos humanos están motivados por fuerzas incons­cientes, cualesquiera que puedan ser las explicaciones racio­nales que les atribuyamos luego. El propio mundo no es homogéneo, sino una amalgama de fuerzas misteriosas. No re­tener de la realidad más que la apariencia inmediata es trai­cionarla y sucumbir ante la ilusión, aunque se disfrace de «rea­lismo». Detestando como detestaba el teatro realista, empecé a sentir repulsión hacia la noción de autor. No quería ver a unos cómicos repetir un texto escrito previamente, prefería asistir a un acto teatral que no tuviera nada que ver con la literatura. Me dije: «¿Por qué apoyarse en un texto llamado teatral, en una obra? Todo puede interpretarse y escenificarse. Yo podría poner en escena el periódico del día, montar un drama mara­villoso a partir de la primera plana de un diario». Así empecé a trabajar y a experimentar una libertad creciente. Como no pretendía imitar la realidad, podía moverme a mi antojo, ha­cer los ademanes más extravagantes, aullar... Pronto, el esce­nario en sí se me apareció como una limitación. Quise sacar al teatro del teatro. Por ejemplo, imaginé una obra dentro de un autobús. El público esperaba en las paradas y subía al autobús que recorría la ciudad. De repente había que apearse y entrar en un bar, una maternidad, un matadero; en suma, entrar don­de estuviera ocurriendo algo y reanudar la marcha... Las ex­periencias que realicé fueron después retomadas por otros. Cuando estaba anunciado que mi espectáculo se desarrollaría en un teatro, a veces me llevaba a los espectadores a los sóta­nos, a los aseos o a la azotea. Más adelante, se me ocurrió la idea de que el teatro podía prescindir de los espectadores y no debía comportar más que actores. Entonces organicé grandes fiestas en las que todo el mundo podía interpretar. Finalmen­te, me pareció que interpretar un personaje era inútil. El ac­tor, pensé entonces, debe intentar interpretar su propio mis­terio, exteriorizar lo que lleva dentro. Uno no va al teatro para escapar de sí, sino para restablecer el contacto con el misterio que somos todos. El teatro me interesaba menos como dis­tracción que como instrumento de autoconocimiento. Por ello, sustituí la «representación» clásica por lo que llamé «lo efímero pánico».

¿Qué es exactamente «lo efímero pánico»?

Llegados a este punto, debería referirme a un texto que pu­bliqué en 1973 en un libro concebido por Fernando Arrabal ti­tulado Le Panique. En él formulé lo esencial de mi proceso y de mis concepciones teatrales: «Para llegar a la euforia pánica hay que, en primer lugar, liberarse del edificio teatro». Desde el punto de vista arquitectónico, sea cual sea la forma que ten­gan, los teatros están concebidos para actores y espectadores; obedecen a la ley primordial del juego, que consiste en deli­mitar un espacio, es decir, aislar la escena de la realidad, y por eso mismo imponen (principal factor antipánico) una concepción a priori de las relaciones del actor y del espacio. Antes que nada, el actor debe servir al arquitecto y después al autor. Los teatros imponen movimientos corporales, aunque, en ge­neral, sea el gesto humano el que determina la arquitectura. Al eliminar al espectador en la fiesta pánica, se elimina automáti­camente la «butaca» y la «interpretación» ante una mirada in­móvil. El lugar donde acontece «lo efímero» es un espacio no delimitado, de tal manera que no se sabe dónde comienza la escena y dónde comienza la realidad. La «compañía pánica» escogerá el lugar que más le plazca: un terreno baldío, un bos­que, una plaza pública, un quirófano, una piscina, una casa en ruinas o bien un teatro tradicional, pero empleando todo su volumen: manifestaciones eufóricas en el patio de butacas, en los camerinos o en los baños, desbordándose a lo largo de los pasillos, en el sótano, el tejado, etc. También puede hacerse un «efímero» bajo el mar, en un avión, en un tren rápido, un ce­menterio, una maternidad, un matadero, un asilo de ancianos, en una gruta prehistórica, en un bar de homosexuales, un con­vento o durante un velatorio. Puesto que lo «efímero» es una manifestación concreta, no se puede evocar en él problemas de espacio y de tiempo: el espacio tiene sus medidas reales y no puede simbolizar otro espacio: es lo que es en el instante mismo. Algo similar sucede con el tiempo: no se puede figurar la edad en él. El tiempo que pasa corresponde realmente a lo que duran las acciones realizadas en ese momento. En ese tiempo real y ese espacio objetivo se mueve el ex actor. El ac­tor es un hombre que reparte su actividad entre una «perso­na» y un «personaje». Antes del pánico, podían contarse de una manera clara y precisa dos escuelas teatrales: en una, la persona-actor tenía que fundirse totalmente en el «personaje», mentirse a sí mismo y a los demás, con tal dominio que llega­ra a extraviar su «persona» para volverse otro, un personaje con límites más concisos, fabricado a golpe de definiciones. En la segunda escuela, se enseñaba a actuar de una manera ecléc­tica, de modo que el actor, a la vez que persona, era simultá­neamente personaje. En ningún momento uno debía olvidar que estaba actuando, y la persona, durante la representación, podía criticar a su personaje.

El ex actor, hombre pánico, no actúa en una representación y ha eliminado totalmente el personaje. En lo «efímero», este hombre pánico intenta alcanzar a la persona que está siendo.

Que dentro de una obra de teatro se esté representando otra, les encanta a los dramaturgos. Sucede muchas veces que sobre una escena se monta otra escena en la que otros actores actúan ante los primeros actores.

El pánico piensa que en la vida cotidiana todos los «augus­tos» caminan disfrazados interpretando un personaje y que la misión del teatro es hacer que el hombre deje de interpretar un personaje frente a otros personajes, que acabe eliminándo­lo para acercarse poco a poco a la persona.

Es el camino inverso de las antiguas escuelas teatrales; en vez de ir de la persona al personaje -como creían hacer dichas escuelas-, el pánico intenta llegar desde el personaje que es (por la educación antipánica implantada por los «augustos») a la persona que lleva encerrada dentro de sí mismo. Este «otro» que despierta en la euforia pánica no es un fantoche hecho de definiciones y de mentiras, sino un ser con limitaciones me­nores. La euforia de lo «efímero» conduce a la totalidad, a la liberación de las fuerzas superiores, al estado de gracia.

En resumen: el hombre pánico no se esconde detrás de sus personajes, sino que intenta encontrar su modo de expresión real. En vez de ser un exhibicionista mentiroso, es un poeta en estado de trance. (Entendemos por poeta no al escritor de so­bremesa, sino al atleta creador.)

¿Cómo concretó usted este programa-manifiesto?

Promoví en los espectadores-actores la práctica de un acto teatral radical que consistía en interpretar su propio drama, en explorar su propio enigma íntimo. Fue para mí el comienzo de un teatro sagrado y casi terapéutico. Luego me di cuenta de que si había logrado, en mi actividad teatral, hacer estallar las formas, el espacio, la relación actor-espectador, aún no había atacado al tiempo. Aún estaba preso en la idea según la cual el espectáculo debe ser ensayado e interpretado en múltiples ocasiones. En la época en que los happenings comenzaban a surgir en los Estados Unidos, yo inventé, pues, en México, lo que denominé «lo efímero pánico». Consistía en montar un espectáculo que sólo podía verse una vez. Había que introdu­cir en él cosas perecederas: humo, frutas, gelatina, animales vi­vos... Se trataba de realizar actos que no podrían ser repetidos jamás. En suma, yo quería que el teatro, en lugar de tender ha­cia lo fijo, hacia la muerte, volviera a su especificidad misma: lo instantáneo, lo fugitivo, el momento único para siempre. En esa medida, el teatro está hecho a imagen de la vida, en la cual, según la cita de Heráclito, uno no se baña jamás en el mismo río. Concebir así el teatro era llevarlo al extremo, ir al paro­xismo de esta forma de arte. A través del happening redescubrí el acto teatral y su potencial terapéutico.

¿Cómo lo llevaba a cabo? ¿Cuáles eran los ingredientes de esos happenings?

Bueno, yo elegía un lugar, podía ser cualquiera salvo un tea­tro: la escuela de Bellas Artes, un psiquiátrico, un sanatorio, una escuela para personas con síndrome de Down... Escogía lugares existentes y situaba en ellos la acción.

¿Le dejaban realmente instalar lo efímero pánico en semejantes lu­gares?

¡Sí, eso es lo maravilloso de México! La disciplina es ine­xistente, te permiten hacer ese tipo de cosas. Un día monta­mos un gran ballet en un cementerio: fue un acto fuerte, la danza de los vivos entre los muertos... Luego, una vez selec­cionado el lugar, yo recurría a un grupo de personas deseosas de expresarse. En ningún caso me dirigía a actores, sino a per­sonas dispuestas a realizar un acto público y gratuito. Ahí se reunían todas las condiciones para el advenimiento de lo efí­mero...

Lo efímero, tal como usted lo practicaba, tenía, si no me equivoco, algo de grandioso: tenía todos los ingredientes de una fiesta suntuosa. ¿Cómo conseguía los medios necesarios para financiar tales aconteci­mientos?

Siempre encontré el dinero. Para mí un efímero pánico te­nía que ser precisamente una fiesta. Ahora bien, cuando uno hace una fiesta, no cobra a sus invitados por las bebidas o los alimentos que consumen. Yo me las arreglaba siempre: recibía dinero por derechos de autor, montaba piezas más clásicas, muchas veces bajo otro nombre... ¡El hecho es que, al igual que Gurdjieff, nunca tuve problemas financieros, lo que, vien­do cómo funcioné siempre, es realmente milagroso! Por lo de­más, creo en el milagro, o más bien en la existencia de una ley: si mis intenciones son puras y hago lo que debo hacer, el di­nero llegará, de una manera u otra. Tal vez nunca seré lo que se llama una persona rica, pero dispondré siempre de los me­dios financieros que requiera cada momento. Cuando había dinero en mis arcas, lo invertía en un happening. Le pregun­taba a algún conocido mío qué deseaba expresar y yo le pro­porcionaba los medios para hacerlo. Esta manera de abordar el happening tenía ya, por lo tanto, un valor terapéutico. Era también una manera de continuar en la línea de los actos poé­ticos de los que hemos hablado.

¿Qué enseñanzas extrajo de sus happenings?

Me di cuenta de que muchas personas llevan dentro un ac­to que las condiciones ordinarias no les permiten realizar. Pe­ro en cuanto a alguien se le ofrece la posibilidad concreta de expresar públicamente y en circunstancias favorables el acto que duerme en él, es muy raro que la persona dude. Si yo te preguntara qué acto te gustaría realizar en público, estoy seguro de que se te ocurriría inmediatamente una respuesta, y si yo reuniera las condiciones propicias para la realización de ese gesto, tú estarías encantado de participar en el juego.

Bueno...

Voy a darte algunos ejemplos: en los años sesenta yo había fundado en México un grupo Pánico, no con actores y otros artistas, sino con personas entusiastas en búsqueda de una ma­nera auténtica de expresarse, lejos de todo conformismo. Ha­biendo conseguido el patio central de la escuela San Carlos, propuse a mis amigos que imaginaran el acto que les gustaría realizar, y yo les procuraría los medios para llevarlo a cabo. El célebre pintor Manuel Felguérez se unió a la manifestación pá­nica y decidió ejecutar una gallina públicamente con el fin de confeccionar un cuadro abstracto con las tripas y la sangre del animal, mientras a su lado su esposa, vestida con un uniforme nazi, devoraba una docena de tacos de pollo.

Qué muestra de buen gusto... Realmente exquisito. ¿Hay alguno más?

¡Cientos! Una joven muchacha quiso bailar desnuda al son de un ritmo africano mientras un hombre barbudo le cubría el cuerpo de espuma de afeitar. Otra quiso aparecer como una bailarina clásica, con tutú pero sin bragas, y orinar mientras in­terpretaba la muerte del cisne. Un estudiante de arquitectura utilizó un maniquí de escaparate y lo golpeó violentamente con un hacha en el vientre y el sexo. Una vez destruido el ma­niquí, sacó de su interior varias ristras de chorizo y cientos de bolas de cristal. Otro estudiante apareció vestido de profesor de matemáticas con una gran bolsa llena de huevos. A medida que recitaba sus fórmulas algebraicas, se partía un huevo tras otro en la frente. Otro llegó con una tinaja de hierro blanco y varios litros de leche. De pie en la tinaja, se puso a recitar un clásico poema del Día de la Madre mientras vaciaba las botellas de leche sobre su cabeza. Una mujer de larga cabellera ru­bia, vestida con medias negras decoradas con perlas en los to­billos, apareció caminando con muletas y gritando a pleno pul­món: «¡Soy inocente! ¡Soy inocente!». Al mismo tiempo, sacaba de entre sus senos trozos de carne cruda que lanzaba sobre el público. Luego se sentó sobre una silla de niño y se hi­zo rapar completamente la cabeza por un peluquero. Frente a ella había un coche lleno de cabezas de muñecas de todos los tamaños, sin ojos ni pelo. Una vez rapada, la mujer comenzó a lanzar las cabezas sobre el público chillando: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Un muchacho vestido con esmoquin empujó hacia el centro del escenario una tina de baño cubierta con una toalla. Por el peso, podía adivinarse que estaba llena de líquido. Salió del escenario y regresó llevando en sus brazos a una mujer joven vestida de novia. Sin soltarla, retiró la toalla: la tina estaba llena de sangre. Sin dejar de sujetar a la novia, comenzó a aca­riciarle los senos, el pubis y las piernas para acabar, cada vez más excitado, por sumergirla en la sangre. Se puso inmediata­mente a frotarla con una víbora viva mientras ella cantaba un aria de ópera. Una mujer sumamente atractiva, con aires de vampiresa hollywoodiense, con un vestido largo dorado que le moldeaba el cuerpo, apareció sobre el escenario con un par de tijeras grandes en la mano. Varios hombres morenos se arras­traban hacia ella, ofreciéndole cada uno un enorme plátano que ella cortaba con sus tijeras riéndose a carcajadas...

Son ejemplos suficientes. Algunos verían en estas descripciones ba­rrocas una colección de fantasmas... Usted habla en primer lugar del valor terapéutico de esos actos; ¿pero acaso no corre uno el riesgo de caer lisa y llanamente en el exhibicionismo?

En México estaba prohibido realizar en público un acto que tuviera connotaciones abiertamente sexuales. Como no quería tener problemas con la justicia, ejercía algún tipo de control y descartaba a aquellas personas cuyos actos hubiesen podido ser vistos como atentados contra las buenas costumbres. Asimismo, siempre procuré mantenerme alejado de las historias de drogas. Pero, insisto, la censura sólo se ejercía en esos dos dominios: un chiflado se empeñó un día en comerse sobre el escenario una paloma viva. Su acto produjo un revue­lo general, desmayos, artículos de protesta en los periódicos, pero no pudieron mandarme a la cárcel, lo cual habría ocu­rrido si se hubiese tratado de un escándalo sexual. Fuera del sexo, todo estaba permitido.

Habla usted de un límite impuesto desde el exterior por la ley del país. ¿Qué habría hecho de no existir esas restricciones?

En Estados Unidos era frecuente, en el marco de los happenings, entregarse a especies de orgías colectivas en las que los participantes procedían a acariciarse mientras fumaban ma­rihuana. Fui invitado en múltiples ocasiones a ese tipo de feste­jos, en Nueva York o en otros lugares, pero siempre decliné la invitación porque me di cuenta rápidamente de que esa vía era un callejón sin salida. Todo eso finalmente se traducía en una forma solapada de pornografía. Ahora bien, la pornografía no es constructiva sino destructiva: bajo la apariencia de libertad, lo que en realidad nos propone es una nueva forma de esclavitud.

Volvamos a la historia del pimiento y de la mariposa... Si el acto es una acción y no una reacción, ¿dónde se sitúa el límite entre el hecho de soltar los monstruos que duermen en lo profundo de nosotros, con el consiguiente riesgo de que nos devoren, y la realización consciente de un acto liberador?

Se trata de una frontera muy sutil y ahí radica precisamen­te el peligro de ese tipo de prácticas. Pronto descubrí que se me acercaban personas para las cuales la pornografía o el van­dalismo constituían actos. No los alenté a seguir porque la ex­periencia adquirida durante los actos poéticos me había ense­ñado a dirigir sólo cosas positivas. Sin embargo, lo «positivo» es muy difícil, es decir, aquello que va en el sentido de la vida y de su expansión; por lo «negativo» entiendo aquello que va en el sentido de la muerte y de la destrucción cuando los «ac­tos» se llevan a escena. El acto en sí mismo implica conectarse con lo oscuro y violento, inconfesable y reprimido que uno lle­va dentro. Por positivo que sea, todo acto arrastra consigo cier­ta «negatividad».

Lo importante es que esas energías destructivas, que de to­das maneras cuando permanecen estancadas nos carcomen por dentro, puedan ventilarse en una expresión canalizada y transformadora. La alquimia del acto logrado transmuta las ti­nieblas en luz.

¡Su responsabilidad es, cuando menos, aplastante! ¿No corre el ries­go de jugar al aprendiz de brujo?

Ya no. No estoy a salvo de todo riesgo, porque el peligro es parte de la vida. ¡Si uno quiere permanecer doblado en su pe­queño mundo sin cuestionar su funcionamiento, no vale la pe­na intentar un acto que implique exponerse! Mejor quedarse en casa mirando la televisión... Pero el trabajo que propongo actualmente está fundado en una larga experiencia, experien­cia que yo no tenía en aquella época lejana de los happenings. Por lo demás, no me correspondía hacer de terapeuta: era en primer lugar en mi calidad de artista, hombre de teatro en bus­ca de una expresión total, como yo exploraba esa forma de ar­te en la que veía, por añadidura, efectos terapéuticos. Hay que resituar esas experiencias en su contexto. Dicho esto, admito haber cometido en ese momento algunos fallos. Por ejemplo, la devoración pública de la paloma me parece hoy un error de recorrido, un acto puramente destructor. ¡Pero yo no me lo es­peraba! No me imaginé que ese hombre pudiese realizar algo semejante, nunca me declaró que ésa era su intención. Cuan­do lo vi llegar con ese animal vivo, me impactó fuertemente y me sentí sobrepasado... Reconozco mi locura de esa época. Pe­ro uno se vuelve sabio sólo en la medida en que atraviesa su propia locura.

¿Alguna vez sintió miedo de perder el control de una energía que usted había generado? ¿Hubo momentos en los que lo efímero pánico se transformó en pánico puro y simple?

(Risas.) Hubo instantes extremos, pero creo haber estado siempre misteriosamente protegido. Me impresionó mucho ver a Jerry Lee Lewis quemar su piano al final de sus concier­tos; eso me llevó a prender fuego a un piano y generar un mo­vimiento de pánico en la sala. En otra ocasión, en el Centro Americano de París, durante un efímero que hizo historia, te­nía una canasta llena de víboras que yo me disponía a lanzar sobre el público. ¿Puedes imaginar el Apocalipsis al que ha­bríamos asistido? Pero en el instante en que iba a pasar al ac­to, una especie de sexto sentido me advirtió sobre el peligro. Tuve súbitamente la visión de un pánico espantoso, ataques al corazón, personas pisoteadas o aplastadas en la estampida ha­cia la salida... Podría haber sido una verdadera catástrofe...

¿Podría darme un ejemplo de happening desmedido que tenga pa­ra usted un valor iniciático?

En aquel entonces yo era joven y bastante apuesto. Tenía, por tanto, algunas admiradoras. Cuatro de ellas quisieron po­ner en escena una extraña prestación: en México se acostum­bra beber tequila acompañado de una especie de jugo de to­mate picante llamado sangrita. Por ello, siempre hay dos botellas, una de tequila y otra de sangrita. Las señoritas subie­ron al escenario a ofrecerme una botella de tequila, pidiéndo­me que bebiera de ella. Una vez que lo hube hecho, vino un médico y le extrajo un poco de sangre a cada una. Esa sangre fue vertida en un vaso que me presentaron diciendo: «Ahora bebe la sangrita; bebe la sangrita de tus discípulas»... Supuso para mí un verdadero impacto. Me embarqué en un largo dis­curso sobre el pan, el vino, la cena, la última cena de Cristo, a la vez que me decía que puesto que había sido lo suficiente­mente osado como para organizar esos happenings, ahora tenía que enfrentarme a las consecuencias de mis propios actos. ¡Cuando finalmente me decidí a beber la sangre, estaba coa­gulada! En mi calidad de creador de lo efímero pánico, me era imposible escabullirme: por lo tanto, no bebí, sino que me co­mí la sangre de mis seguidoras...

Más allá del carácter desmedido o escandaloso de tales ex­periencias, éstas tienen un valor iniciático. Te obligan a ir, aun­que sea por un instante, más allá de la atracción y de la repul­sión, de los condicionamientos culturales, de los criterios de belleza y de fealdad...

Estas mujeres me pusieron contra el muro, y tuve que aban­donar los discursos y la estética pura. Fue una enseñanza. Ad­mito que todos esos actos no eran siempre realizados a con­ciencia y que se trataba de un período experimental, pero es introduciéndose en la jaula como se doma el tigre.

Desde el punto de vista artístico, esas prácticas le valieron una re­putación más bien controvertida...

La polémica fue considerable. Recibía muchas cartas en las que el ditirambo se codeaba con el insulto, incluso la amena­za. El mundo del teatro mexicano se vio revolucionado. De México me vine a París, donde tuvo lugar ese extraordinario happening del Centro Americano.

Tal vez podría hablarnos de ello, en la medida en que fue para us­ted una especie de apoteosis, un acto convulsivo y purificador.

Sí, fue una fiesta grandiosa, una celebración donde las fuer­zas de las tinieblas salieron de la trampa para luchar a plena luz con las fuerzas luminosas, un combate entre ángeles y bes­tias, un ritual saturado de sabiduría y de locura... Ese espec­táculo pánico había sido minuciosamente preparado. Yo había adquirido cierta experiencia y ya no me movía a tientas: los riesgos eran asumidos con pleno conocimiento de causa. Al montar este acontecimiento, yo era consciente de estar encaminándome hacia una muerte, un rito de transición del cual sólo podría salir destruido o transformado... Para mí no se tra­taba de divertirme entregándome a una pequeña masturba­ción intelectual frente a un público escogido. ¡Yo no tenía na­da que ver con las elucubraciones vanguardistas provenientes de cerebros desmedrados de algunos pseudoartistas autosuficientes! Me preocupaba tan poco de ello entonces como aho­ra del medio temeroso de la «espiritualidad», de la opinión de esas personas constantemente asustadas que buscan refugio en un nirvana de pacotilla para evitar tener que enfrentarse a las monstruosidades de la vida, la dimensión pánica de lo cotidia­no... No se trataba de montar un pequeño espectáculo simpá­tico cuya audacia fuera aplaudida por la crítica de moda, sino de cuestionarme por completo. Quería exponerme, poner en juego la vida, la muerte, la locura, la sabiduría, realizar una es­pecie de sacrificio ritual.

¿Qué sucedió?

La primera parte estaba basada en unas creaciones de Topor, Arrabal y Alain-Yves Leyaouanc. Topor me pasó cuatro di­bujos que yo puse en escena con la compañía de ballet de Gra­ciela Martínez, con trajes de tela blanca sobre los cuales el artista en persona dibujó, y personajes recortados en madera. El público pudo así asistir al ballet de Topor, que transcurrió lentamente sobre un fondo negro. Figuraba las etapas de la iniciación de una muchacha muy joven: el primer par de me­dias, traído en una pequeña carretilla por una anciana sin piernas, el primer par de zapatos, el primer sostén (dos perso­najes tipo Chaplin se abalanzaban a patadas sobre un enorme seno hecho en yeso, levantando una nube de polvo), el primer lápiz de labios, las primeras joyas...

Arrabal me entregó una comedia de cuatro páginas: la his­toria de una princesa enamorada de un príncipe con cabeza de perro que acaba engañándolo con un príncipe con cabe­za de toro. Para esta escena, yo había llenado el escenario de miles de pollitos que piaban produciendo un ruido infernal. La princesa masturbaba un cuerno del toro hasta que salía un chorro de leche condensada. Estas dos primeras partes consti­tuían a mi entender el prólogo cómico-poético del «Melodra­ma sacramental». Algunos de los poetas norteamericanos más célebres de la generación beat, entre ellos Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, asistieron al acontecimiento. Este últi­mo se mostró tan impresionado que me pidió para su City Lights Journal una descripción del melodrama sacramental, precedida de un breve prólogo explicativo. Voy a leerte ese do­cumento, publicado en San Francisco en 1966. Redactado al ca­lor de aquel evento, expresa mejor toda la locura y belleza de este efímero pánico de lo que podrían hacerlo mis recuerdos actuales.

La finalidad del teatro: provocar accidentes.

El teatro debería fundarse sobre aquello que hasta ahora hemos denominado «errores»: accidentes efímeros. Al aceptar su carácter efímero, el teatro descubrirá lo que lo distingue de las otras artes y, por ende, se abrirá a su propia esencia. Las otras artes dejan páginas escritas, grabaciones, telas, volúmenes: huellas objetivas que el tiem­po borra sólo muy lentamente. El teatro, por su parte, no debería du­rar ni siquiera un solo día de la vida de un hombre. Apenas nacido, debería morir enseguida. Las únicas huellas que dejará estarán gra­badas al interior de los seres humanos y se manifestarán en cambios psicológicos. Si la finalidad de las otras artes es crear obras, la finali­dad del teatro es directamente cambiar a los hombres: si el teatro no es una ciencia de la vida, no puede ser un arte.

MELODRAMA SACRAMENTAL

Un efímero pánico presentado el 24 de mayo de 1965

en el Segundo Festival de Expresión Libre de París

Un espacio escénico del cual han sido retiradas todas las cuerdas, los decorados, etc. En otras palabras, un escenario desprovisto de to­das sus futilidades: muros desnudos.

Todo está pintado de blanco, incluso el suelo.

Un automóvil negro (en buen estado); los vidrios están rotos de manera que se puedan guardar objetos dentro, utilizar ese espacio como vestuario, como lugar para descansar, etc.

Dos cajas blancas sobre las que están dispuestos objetos blancos.

Un mesón de carnicería, una pequeña hacha.

Un frasco con aceite hirviendo sobre una cocinilla eléctrica.

Antes de levantar el telón, se quema gran cantidad de incienso.

Todas las mujeres tienen los senos desnudos.

Dos de ellas, tendidas en el suelo, están completamente pintadas de blanco.

Otra mujer, pintada de negro, está sobre el techo del automóvil negro. Junto a ella, otra, pintada de rosado. Ambas tienen los pies in­mersos en una pequeña tinaja de plata.

Una mujer, con un vestido largo plateado y el cabello peinado en forma de media luna, se apoya sobre dos muletas. Su rostro entero está enmascarado, incluso su nariz y su boca. Dos agujeros en el ves­tido revelan sus pezones, otro revela su vello púbico. Lleva consigo un gran par de tijeras de plata.

Otra mujer más, que usa una capucha de verdugo, grandes botas de cuero, un cinturón grueso. Tiene un látigo en la mano. Sus senos están recubiertos con un chal   negro.

Grupo de rock'n'roll: seis muchachos con el pelo a la altura de los hombros.

Nadie debe haber ingerido drogas, excepto los músicos.

Una rampa une el escenario con el público. Los objetos y trajes utilizados durante el espectáculo serán lanzados a los espectadores.

Apertura súbita y estruendosa del telón. La calma antes de la tem­pestad.

Aparezco, vestido con un traje de plástico negro brillante, panta­lones altos como los de un basurero, botas de caucho, guantes de cuero, lentes gruesos de plástico.

Sobre mi cabeza, un casco de moto, blanco, como un gran huevo.

Dos ocas blancas. Les corto la garganta. Estalla la música: cascada de guitarras eléctricas.

Los pájaros deambulan, agónicos. Las plumas vuelan. La sangre salpica sobre las dos mujeres blancas. Trance. Bailo con ellas. Las gol­peo con los cadáveres. Ruido de muerte. Sangre.

(Había previsto degollar las aves sobre el mesón de carnicería. Pe­ro en mi estado de trance, llevado por una fuerza extraña, les arran­qué el cuello con mis manos con la misma facilidad con que le ha­bría sacado el corcho a una botella.)

La mujer rosada, con los pies siempre en la tinaja, ondula las ca­deras mientras que la negra, como una esclava, comienza a cubrir su cuerpo con miel.

Destruyo las ocas sobre el mesón de carnicería.

La mujer plateada abre y cierra violentamente sus tijeras. ¡Ah, ese ruido metálico!

Les pasa las tijeras a las dos mujeres blancas, que comienzan a re­cortar el plástico negro.

Destruyen mi traje. Pierdo mis botas y mis guantes. Curiosamen­te poseídas también, las dos mujeres terminan desgarrando mi traje con sus puras manos.

Mi cuerpo es entonces revestido con 20 libras de bistec, cosidas como camisa.

Aullando, las mujeres se abalanzan sobre la carne roja y la despe­dazan en trozos pequeños. Le entregan los trozos a la mujer platea­da. Con una enorme cuchara plateada, ésta introduce calmadamen­te los bistecs en el aceite hirviendo. (La proximidad de la cocinilla y de los cuerpos sudorosos de las mujeres produce golpes eléctricos.)

Cada trozo de carne frito es puesto sobre un plato blanco; las mu­jeres ofrecen los platos a la vista del público.

Yo sigo vestido con un pantalón de cuero negro. Un falo hecho con la misma materia está colgado perpendicularmente al suelo. Tengo brazaletes de cuero en las muñecas y en los tobillos: homena­je a Maciste, el Hércules del pueblo italiano. Concentración. Karate-kata.

Recojo el hacha y recorto en tajadas mi falo de cuero sobre la me­sa de carnicería.

La mujer negra, consciente de su esqueleto, danza, mueve sus huesos como un títere, mientras que yo rompo los platos blancos a martillazos.

Las mujeres blancas danzan sin parar. Cuando se sienten cansa­das, adoptan la postura de zazen.

Acerco un cuadro de metal. Lentamente, levanto el chal negro que cubre los senos del verdugo. Su piel no está pintada. Tiene unos pechos fuertes y sanos, un cuerpo poderoso.

Me paso el cuadro alrededor del cuello, dándole la espalda al pú­blico.

La mujer me propina un latigazo. Trazo una línea roja sobre su seno derecho con un lápiz labial.

Segundo latigazo. La línea comienza en su plexus solar y des­ciende hasta su vagina.

(El primer latigazo fue fuerte, pero no lo suficiente: necesitaba más. Buscaba un estado psicológico que me era desconocido hasta ese entonces. Necesitaba sangrar para trascenderme, para romper mi propia imagen. El segundo golpe me marcó instantáneamente. Lue­go el verdugo perdió el control, porque muchas veces había soñado con dar latigazos a un hombre. La tercera vez, completamente exci­tada, me dio latigazos con todas sus fuerzas. La herida tardó dos se­manas en curar.)

La mujer quiere seguir golpeándome; me empuja con todas sus fuerzas. Con el aparato alrededor del cuello, doy vueltas y caigo al suelo. (Podría haberme roto las vértebras cervicales, pero en el ex­traño estado emocional en que me encuentro, el tiempo se vuelve lento, y, como si me encontrara dentro de una película a cámara len­ta, pude levantarme sin la menor herida.) Le pincho el seno para so­segarla. Calma.

La mujer negra me trae limones. ¡Ah, ese color amarillo!

Los dispongo en círculo en el suelo. Me arrodillo al centro.

Un peluquero profesional, casi paralizado por el miedo, se acer­ca para cortarme el pelo.

La mujer cubierta de miel se baja del techo del automóvil. Bailo con ella.

Deseo sexual, con una fuerza onírica. Sus medias parecen resu­mir toda la hipocresía social. Las saco sin preámbulo. Resbalan por sus muslos llenos de miel. Abejas. El impacto de su pubis negro. La sumisión de la mujer. Sus ojos semicerrados. Su aceptación natural de la desnudez. Libertad. Pureza. Ella se arrodilla junto a mí. Sobre su cuerpo, y partiendo desde el vientre, pego los cabellos que me cor­tan.

Quiero dar la impresión de que sus vellos púbicos crecen como un bosque e invaden todo su cuerpo. Las manos del peluquero están paralizadas por la ansiedad. Es el verdugo quien tiene que terminar de afeitar mi cabeza.

Dos modelos de Catherine Harley, ajenas a todo lo que está suce­diendo y llenas de pánico ante la idea de ensuciar sus vestidos de se­da muy costosos (arrendados para la ocasión), van y vienen, trayen­do al escenario 250 grandes panes.

En ese momento, mi cerebro está en llamas. Saco de un frasco de plata cuatro serpientes negras. En un principio, trato de pegármelas con tela adhesiva sobre mi cabeza a modo de cabellos, pero cedo a la tentación de disponerlas sobre mi pecho cual dos cruces vivas. Mi transpiración me lo impide.

Las serpientes ondulan alrededor de mis manos como agua viva. Bodas.

Persigo a la mujer rosada con las serpientes. Ella se esconde en el automóvil, como una tortuga en su caparazón. Baila en su interior. Me sugiere un pez en un acuario.

Asusto a una de las dos modelos. Ella deja caer su pan y salta ha­cia atrás.

Un espectador ríe. Le lanzo el pan a la cara. (Durante una re­cepción, algunos días después, esta mujer se me acercó y me dijo que al recibir ese pan en pleno rostro había sentido la sensación de co­mulgar, como si yo le hubiera introducido una gigantesca hostia a través del cráneo.)

De pronto, lucidez: veo al público sentado ahí en las butacas, per­sonas paralizadas, histéricas, excitadas, pero inmóviles, sin participa­ción corporal, aterradas por el caos que está a punto de devorarlos: tengo que lanzarles las serpientes o hacerlos explotar.

Me contengo. Rechazo el escándalo fácil de un pánico colectivo.

Calma. Violencia de la música. Los amplificadores a todo volumen.

Me visto con un pantalón, una camisa y unos zapatos naranja. El color de un budista quemado vivo.

Salgo y vuelvo con una pesada cruz hecha con dos vigas de ma­dera. Sobre la cruz, un pollo crucificado cabeza abajo, el culo hacia arriba, con dos clavos en sus patas, como un cristo decapitado. Lo he dejado pudrirse durante una semana. Sobre la cruz, dos letreros del tránsito: abajo, un letrero con una flecha y la mención «Salida por arriba»; encima del pollo, un letrero con la mención: «Prohibido sa­lir». Le entrego la cruz a la mujer plateada. Traigo otra. Dos letreros indicadores: siempre uno abajo que indica hacia arriba; siempre uno arriba que prohibe salir.

Le paso la cruz a una de las mujeres de blanco. Traigo una terce­ra cruz. Se la entrego a la otra mujer de blanco.

Las dos mujeres cabalgan sobre las cruces, transformándolas en gigantescos falos; luchan entre ellas; una de ellas introduce la punta de la cruz a través de la ventana del automóvil y simula los movi­mientos de un acto sexual con el automóvil.

Dispongo la tinaja frente a la cruz. El pollo crucificado es sacudi­do por encima de las cabezas de los espectadores. Dejamos caer las cruces.

Escojo entre los músicos a aquel que tiene los cabellos más largos. Lo levanto. Está más tieso que una momia. Lo visto con un traje de papa. Lo cubro de estola.

Las mujeres, de rodillas, abren la boca y sacan la lengua lo más le­jos posible.

Aparece un nuevo personaje: una mujer vestida con un traje tu­bular, como una lombriz de pie. A través de este traje, quiero sugerir la idea de una «forma papal» en descomposición. Un papa transfor­mado en camembert.

El músico, imitando los gestos de un sacerdote, abre una lata de frutas en almíbar. Pone medio durazno amarillo dentro de la boca de cada una de las mujeres. Estas lo tragan de un solo bocado.

¡Hostia bañada en almíbar!

Una mujer encinta hace su aparición. Estómago de cartón. El pa­pa se percata de que tiene una mano de yeso. Coge el hacha y la rom­pe en mil pedazos. Le abre el estómago valiéndose de una piocha (tengo que controlarlo para evitar que la hiera realmente).

Pone las manos dentro de su estómago, del cual extrae ampolletas eléctricas. La mujer grita como si estuviera pariendo. Se levanta, saca de su seno un bebé de caucho y golpea con él al papa en pleno pe­cho. La muñeca cae al suelo. La mujer se retira. Recojo el bebé. Abro su vientre con un escalpelo y extraigo de su interior un pez vivo en las convulsiones de la agonía. Fin de la música. Solo de batería brutal.

El pez sigue retorciéndose; el baterista sacude unas botellas de champán hasta que explotan.

Al ver cómo la espuma lo recubre todo, el papa tiene un ataque de epilepsia. El pez muere. La batería se calla. Lanzo el animal por enci­ma de la rampa; cae en medio del público. Presencia de la muerte.

Todo el mundo sale del escenario, salvo yo.

Música judía. Himno atroz. Lentitud.

Dos manos blancas inmensas me lanzan una cabeza de vaca. Pesa ocho kilos. Su blancura, su humedad; sus ojos, su lengua...

Mis brazos sienten su gelidez. Yo mismo me vuelvo gélido. Por un segundo, me transformo en esa cabeza.

Siento mi cuerpo: un cadáver bajo la forma de una cabeza de va­ca. Caigo de rodillas. Quiero aullar. Me es imposible hacerlo porque la boca de la vaca está cerrada. Introduzco mi índice en sus ojos. Mis dedos resbalan sobre las pupilas. No siento nada aparte de mi dedo -satélite sensible girando alrededor de un planeta muerto-. Me siento como la cabeza de la vaca: ciego. Deseo de ver.

Agujereo la lengua con un punzón; abro las mandíbulas. Tiro de la lengua. Dirijo la cabeza, con la boca abierta, hacia el cielo, al mis­mo tiempo que yo alzo la mía, con la boca abierta.

Un aullido sale, pero no de mí, sino del cadáver. Una vez más, veo al público. Inmóvil, gélido, hecho de piel de vaca muerta. Todos so­mos el cadáver. Lanzo la cabeza en medio de la sala. Esta se vuelve el centro de nuestro círculo.

Entra un rabino (las manos blancas inmensas eran las suyas).

Lleva puesto un abrigo negro, un sombrero negro, una barba blanca tipo Viejo Pascuero. Camina como Frankenstein. Está de pie sobre una tinaja de plata. Extrae tres botellas de leche de una male­ta de cuero. Las vierte sobre su sombrero.

Froto mi mejilla contra la suya. Su rostro es blanco. Tomamos un baño de leche. Bautizo.

Me coge por las orejas y me da un beso apasionado en la boca. Sus manos agarran mis nalgas. El beso dura varios minutos. Temblamos, electrizados. Kaddish.

Con un lápiz negro, traza dos líneas desde los rincones de mi bo­ca hasta mi mentón. Mi mandíbula parece ahora la de una muñeca ventrílocua. Él está sentado sobre el mesón de carnicería. Una de sus manos está apoyada sobre mi espalda como si él quisiera pasar a tra­vés de ella, cortar la columna vertebral, introducir sus dedos dentro de mi caja torácica y presionarme los pulmones para forzarlos a gritar o a rezar. Me obliga a moverme. Me siento como una máquina, como un robot. Angustia. Tengo que dejar de ser una máquina.

Deslizo mi mano entre sus piernas. Abro su bragueta. Introduzco mi mano y con una fuerza inusitada extraigo una pata de chancho, semejante a la imagen que yo tenía del falo de mi padre cuando yo tenía cinco años. Retiro mi otra mano empuñando un par de testí­culos de toro. Abro los brazos en forma de cruz. El rabino aúlla co­mo si hubiera sido castrado. Parece muerto.

La música judía se vuelve más fuerte; cada vez se vuelve más me­lancólica.

Aparece un carnicero, vestido con un sombrero, un abrigo, tiene una barba negra, su delantal cubierto de sangre.

Tiende al rabino y comienza la autopsia: introduce sus manos en el abrigo y saca un enorme corazón de vaca. Olor de carne. Clavo el corazón en la cruz. Largo pedazo de tripas. Lo clavo.

Sale el carnicero. Aterrado, levanto el sombrero del rabino. Saco un cerebro de vaca. Lo reviento sobre mi cabeza.

Cojo la cruz y la pongo cerca del rabino. Saco de la maleta una cin­ta larga de plástico rojo y amarro al hombre a la cruz cubierta de tripas.

Levanto todo el armazón: madera, carne, ropas, cuerpo y lo dejo caer por la rampa que baja hasta el público. (El peso total es de 125 kilos: pero, pese a la violencia del golpe, el hombre no sintió nada ni sufrió el menor rasguño.)

Entran las mujeres blancas, negras, rosadas y plateada.

Se arrodillan.

Espera.

Entra un nuevo personaje: una mujer cubierta de satén negro cortado en triángulos. Una especie de telaraña. Un bote de neumá­tico de tres metros de largo va amarrado a su traje y parece una enor­me vulva. Plástico naranja inflado con aire. El fondo de la balsa es de plástico blanco.

Símbolo: el himen.

Danza. Ella me hace señas. Cuando me acerco, ella me rechaza. Cuando me alejo, ella me sigue. Se encarama sobre mí. La balsa me cubre completamente. Cojo el hacha. Rompo el fondo blanco. Au­llido. Rajo la tela y me refugio en la vagina. Permanezco entre sus piernas, escondido en el satén negro. De un saco escondido junto a su vientre, extraigo cuarenta tortugas vivas que lanzo al público.

Parecen surgir de la enorme vagina. Como piedras vivas, diríase.

Comienzo a nacer. Gritos de una mujer que da a luz. Caigo al sue­lo en medio del vidrio de las ampolletas eléctricas, de los trozos de plato, de las plumas, de la sangre, de los estallidos de los fuegos arti­ficiales (mientras me rapaban la cabeza, encendí 36 fuegos, uno por cada año de mi vida), charcos de miel, trozos de durazno, limones, pan, leche, carne, harapos, astillas de madera, clavos, sudor: renazco en este mundo. Mis gritos asemejan los de un bebé o un anciano. El viejo rabino, mediante enormes esfuerzos, ejecuta pequeños saltos a diestra y siniestra, amarrado a la cruz como un cerdo agónico. Se li­bera de la cinta de plástico. El sale.

La mujer-madre empuja hacia mí a la mujer negra. La levanto. La llevo hacia el centro del escenario, ella tiene los brazos abiertos en forma de cruz. Un cadáver-cruz: la pintura negra sugiere una crema­ción: mi propia muerte.

Al darme la vida, la mujer ha lanzado la muerte en mis brazos. Manchado con el maquillaje de mi pareja, comienzo a volverme com­pletamente negro. Mi rostro parece el de un quemado.

Las mujeres nos amarran el uno al otro con vendas. Estoy ligado a ella por la cintura, los brazos, las piernas y el cuello. Este cadáver huesudo está incrustado en mí y yo estoy incrustado en ella. Parece­mos dos siameses: como si fuéramos una sola persona. Lentamente, improvisamos una danza. Nos dejamos caer al suelo. Los movimien­tos no son ni los suyos ni los míos, sino los de ambos al mismo tiem­po. Podemos controlarlos.

Las mujeres blancas y rosadas nos salpican con jarabes de menta, de casis y limón. El líquido viscoso, verde, rojo y amarillo nos recu­bre; mezclado con el polvo, forma una especie de barro.

Magma.

El telón comienza a bajar lentamente. Nuestros dos cuerpos se agarran el uno del   otro, como dos columnas. Queremos levantarnos, caemos.

Se baja el telón.

(Todos los ingredientes empleados en el melodrama sacramental fueron lanzados al público: trajes, hachas, recipientes, animales, pan, piezas de automóvil, etc. Los asistentes se pelean como aves de rapi­ña las reliquias. No quedó nada.)

Me pregunto si lamento haberme perdido ese happening o si me fe­licito de haberme librado de él...

¡Espera, ahí no acaba la cosa! Mientras el público se dispu­taba las tortugas vivas, las vísceras, los bistecs, los cabellos, et­cétera, volví a subir al escenario y me dirigí al público en los si­guientes términos: «Generalmente uno paga caro su butaca en el teatro para recibir poco a cambio. Hoy la entrada fue gra­tuita, ustedes no pagaron nada pero recibieron mucho. Es me­dianoche. Para presentarles la última parte del poema, necesi­to un par de horas de preparación. Vayan a tomarse un café y vuelvan a las dos de la mañana».

Todo el mundo aplaudió y abandonó la sala. Dos horas más tarde, el teatro estaba nuevamente lleno. Entonces comencé el ceremonial que me había propuesto Alain-Yves Leyaouanc. Vestido con un traje de los años veinte, rasuré el pubis de su joven esposa al son de una música sagrada. Sobre su cuerpo, ella había pegado unos dominós. Era un acto muy emocionante, y el espíritu con que era realizado generaba inmediatamente una atmósfera religiosa. Había también una réplica del Pensa­dor de Rodin en la cual hacíamos agujeros con un martillo. Chorros de tinta china salían de la cabeza del pensador, luego soltamos en la sala dos mil pajaritos. Al final del happening estaba tan limpio de mí mismo que los pájaros venían a posarse sobre mi cabeza sin que yo me percatara de ello.

¿Cuál era el sentido de esa manifestación pública?

Era como una ordenación, el sacrificio ritual de lo que du­rante tanto tiempo había conformado mi vida. Este happening, a la vez que pasó a la historia, cerró toda una etapa de mi vida. Salí agotado de él, exangüe, y pensé mucho en él. Veía siempre merodear a mi alrededor el espectro de la destrucción tene­brosa y sentía, más que nunca, que el teatro tenía que ir en el sentido de la luz. Sin embargo, me decía a mí mismo: «No ol­vides nunca que la flor de loto surge del cieno». Hay que ex­plorar el fango, tocar la muerte y el barro para subir hacia los cielos límpidos. Desde ese momento, mi preocupación consis­tió en promover un teatro positivo, iluminador y liberador. Me di cuenta de que tenía que cambiar hacia una forma totalmen­te distinta y comencé a practicar el teatro-consejo: si alguien -cualquier persona- deseaba hacer teatro, yo le comunicaba la siguiente teoría: el teatro es una fuerza mágica, una experien­cia personal e intransmisible. No pertenece a los actores, sino a todo el mundo. Basta con una decisión, un atisbo de resolución para que esa fuerza transforme la vida. Ya es hora de que el ser humano rompa con los reflejos condicionados, los círculos hip­nóticos, las autoconcepciones erróneas. La literatura universal concede un lugar importante al tema del «doble» que, poco a poco, expulsa a un hombre de su propia vida, se apropia de sus lugares favoritos, de sus amistades, de su familia, de su trabajo, hasta transformarlo en un paria e incluso a veces asesinarlo, se­gún algunas versiones de ese mito universal. En lo que a mí res­pecta, creo que somos el «doble» y no el original.

¿Quiere decir que nos identificamos con un personaje que no es si­no una caricatura de nuestra identidad profunda?

Exactamente. Nuestra autoconcepción...

En otras palabras: la idea que nos hacemos de nosotros mismos...

Sí, nuestro ego -poco importa el nombre que le demos a ese factor de alienación- no es más que una copia pálida, una aproximación de nuestro ser esencial. Nos identificamos con ese doble tan irrisorio como ilusorio. Y de pronto aparece «el Original». El amo del lugar vuelve a tomar el sitio que le corresponde. En ese momento, el yo limitado se siente persegui­do, en peligro de muerte, lo que es totalmente cierto. Porque el Original acabará por disolver el doble. En cuanto humanos identificados con nuestro doble, tenemos que comprender que el invasor no es sino uno mismo, nuestra naturaleza pro­funda. Nada nos pertenece, todo es del Original. Nuestra úni­ca posibilidad es que aparezca el Otro y nos elimine. No sufri­remos de ese crimen, pero participaremos en él. Se trata de un sacrificio sagrado en el cual uno se entrega entero al amo, sin angustia...

¿En qué medida el teatro puede ayudar a una persona a volver al «Original»?, por usar la expresión que usted utiliza.

Puesto que vivimos encerrados en lo que yo llamo «nuestra autoconcepción», la idea que tenemos de nosotros mismos, ¿por qué no adoptar un punto de vista totalmente distinto? Por ejemplo, mañana tú serás Rimbaud. Te levantarás siendo Rimbaud, te cepillarás los dientes, te vestirás como él, pensarás como él, recorrerás la ciudad como él... Durante una semana, veinticuatro horas al día, y para ningún espectador salvo tú mismo, serás el poeta, actuando como otra persona con tus amigos y conocidos sin darles ninguna explicación. Lograrás ser un autor-actor-espectador, produciéndote, no en un teatro, sino en la vida.

Si entiendo bien, le explicaba esa teoría a sus consultantes y luego les fijaba un programa...

¡Efectivamente! Establecía un programa, un acto o una se­rie de actos para realizar en la vida en un tiempo dado: cinco horas, doce horas, veinticuatro horas... Un programa elabora­do en función de su dificultad, destinado a romper el perso­naje con el cual se habían identificado para ayudarlos a resta­blecer los lazos con su naturaleza profunda. A un ateo, le hice adoptar durante semanas la personalidad de un santo. A una madre indiferente, le asigné el deber de imitar durante un si­glo el amor maternal. A un juez, le di la tarea de disfrazarse de vagabundo para ir a mendigar frente a la terraza de un restau­rante. De sus bolsillos, tenía que extraer puñados de ojos de cristal sacados de muñecas. Creaba de este modo un persona­je destinado a implantarse en la vida cotidiana y a mejorarla. Es en ese estadio donde mi búsqueda teatral fue adquiriendo poco a poco una dimensión terapéutica. De director me trans­formé en consejero teatral, dándole instrucciones a las perso­nas para tomar su lugar en cuanto personaje en la comedia de la existencia.

Confieso cierto escepticismo en cuanto a los efectos de esa terapia teatral, aunque la idea en sí sea muy interesante. ¿Cómo una madre indiferente podría decidir adoptar el personaje de una madre amante y, sobre todo, conseguirlo a lo largo de toda su existencia?

En primer lugar, no olvides que todos los consultantes su­frían de estar sometidos a su doble. Si se me acercaban, era precisamente porque se sentían mal en su función y presen­tían la naturaleza radicalmente distinta del Original en ellos. El proceso se fundaba, pues, en un deseo real de cambiar. La madre indiferente, por ejemplo, sufría de no poder transmi­tir mucho amor a su hijo. Por lo demás, creo en las virtudes de la imitación, en el buen sentido de la palabra. Un santo avanzará por la vía de la «imitación de Jesucristo». ¿Por qué un ateo harto de su incredulidad no podría comenzar a imi­tar a un santo?

 

¿Por qué no?, efectivamente. Ahora bien, toda imitación de ese tipo -que equivale a lo que se denomina una ascesis o práctica espiritual- realmente no es tan fácil de llevar a cabo día a día...

De acuerdo. Pero si la madre fuera un poco menos indife­rente gracias a este proceso y el ateo diera un paso hacia la san­tidad, ¿acaso no sería algo de por sí maravilloso?


 

El acto onírico

La interpretación de los sueños ocupa un lugar preponderante en el quehacer del artista-chamán-director teatral-clown místico en la bús­queda de esa otra forma de locura que es la sabiduría.

Sí, aunque la interpretación de los sueños es una práctica tan vieja como el mundo. Con el tiempo, sólo han cambiado las formas de interpretación, desde el sistema simplista que consiste en atribuir sistemáticamente un significado simbólico concreto a tal o cual imagen hasta el concepto de Jung, según el cual no se trata de explicar el sueño, sino de seguir vivién­dolo, mediante el análisis, en estado de vigilia, a fin de ver adonde nos conduce. La etapa siguiente, situada más allá de toda interpretación, consiste en entrar en el sueño lúcido, en el que sabes que estás soñando, conocimiento que te da la po­sibilidad de trabajar sobre el contenido del sueño.

Es la práctica que se ha dado a conocer gracias a Carlos Castane­da...

Él la popularizó, pero no la inventó. En realidad, el primer libro consagrado al sueño lúcido, que yo sepa, se publicó en Francia: Les rêves et les moyens de les diriger, de Hervey de Saint-Denis. Ya en 1867, este autor acertaba en lo esencial de la cuestión, como podrás apreciar en este fragmento que quie­ro leerte:

Ya que un sueño es como un reflejo de la vida real, los hechos que parecen ocurrir en él siguen generalmente, incluso en su incohe­rencia, ciertas leyes cronológicas coherentes con la secuencia normal de todo hecho verdadero. Quiero decir que si, por ejemplo, sueño que me he roto el brazo, me parecerá que lo llevo en cabestrillo o ha­ré uso de él con precaución, o si sueño que se cierran los postigos de una habitación, me parecerá que se ha interceptado la luz y que al­rededor de mí se hace la oscuridad. Por lo tanto, imaginé que, si en sueños hacía el ademán de ponerme la mano sobre los ojos, obten­dría, en primer lugar, una ilusión semejante a lo que me ocurriría verdaderamente estando despierto si hacía el mismo ademán, es de­cir, que haría desaparecer las imágenes de los objetos que me pare­cía ver delante de mí. Luego me pregunté si, después de producir es­ta interrupción de la visión, no podría mi imaginación evocar más fácilmente los nuevos objetos en los que yo tratara de fijar el pensa­miento. La experiencia demostró que el razonamiento era correcto. La colocación, en el sueño, de una mano delante de mis ojos borró en ese momento la visión de un campo que antes había tratado inú­tilmente de cambiar sólo mediante la fuerza de la imaginación. Es­tuve sin ver nada durante un instante, exactamente como me habría ocurrido en la vida real. Hice entonces un nuevo llamamiento enér­gico al recuerdo de la famosa irrupción de los monstruos y, como por arte de magia, este recuerdo, nítidamente colocado ahora en el foco de mi pensamiento, se dibujó de pronto claro, brillante, tumul­tuoso, sin que, antes de despertarme, tuviera yo percepción de la manera en que se había operado la transición... Si conseguimos es­tablecer de modo terminante que la voluntad puede conservar, du­rante el sueño, la fuerza suficiente para dirigir la trayectoria de la mente a través del mundo de las ilusiones y las reminiscencias (como durante el día dirige al cuerpo a través de los acontecimientos del mundo real), podremos deducir que cierto hábito de ejercer esta fa­cultad, unido al de tomar conocimiento, en sueños, de su verdadero estado, llevarán poco a poco, al que persista en el esfuerzo, a resultados concluyentes. No sólo reconocerá, en primer lugar, la acción de su voluntad consciente en la dirección de los sueños lúcidos y tranquilos, sino que pronto descubrirá la influencia de esta misma voluntad en los sueños incoherentes y apasionados. Los sueños inco­herentes se coordinarán notablemente bajo esta influencia; y en los sueños apasionados, llenos de deseos tumultuosos o pensamientos dolorosos, el resultado de este conocimiento y esta libertad de espí­ritu adquiridos será la facultad de ahuyentar las imágenes desagradables y favorecer las ilusiones felices. El temor a las visiones desa­gradables disminuirá en la medida en que se aprecie su iniquidad, y el deseo de ver aparecer imágenes gratas será más activo al recono­cer la capacidad de evocarlas; el deseo será pronto más fuerte que el temor y, puesto que la idea dominante es la que hace aparecer las imágenes, el sueño agradable será el que prevalezca. Tal es, al me­nos, la manera en que me explico, teóricamente, un fenómeno ex­perimentado por mí de forma constante.

Apasionante, ¿verdad? No sé si Castaneda se inspiraría en este libro, o sus descubrimientos coinciden con los del autor casualmente. Lo cierto es que este texto de finales del siglo XIX muestra con claridad el método que luego explicaría Carlos. Fue André Bretón quien me recomendó su lectura.

¿Comenzó a tener sueños lúcidos después de haberlo leído o ya le era familiar esa experiencia?

Yo tuve la gran suerte de tener mi primer sueño lúcido a los diecisiete años. En ese sueño yo estaba en un cine en el que se proyectaba una película de dibujos animados, digna de Dalí. De pronto me vi sentado en el centro de la sala y supe que es­taba soñando. Miré hacia la salida, pero, como no era más que un adolescente carente de toda cultura espiritual o psicoanalítica, pensé: «Si cruzo esa puerta, entraré en otro mundo y mo­riré». ¡Y sentí pánico! Mi única solución era despertarme, por lo que hice enormes esfuerzos por salir del sueño, hasta el mo­mento en que sentí que ascendía desde las profundidades hacia mi cuerpo, que parecía estar situado en la superficie. Me reintegré a mi envoltura y desperté. Así fue mi primera expe­riencia, y me pareció francamente aterradora. A partir de en­tonces, empecé a familiarizarme con el sueño lúcido.

¿Cómo se puede estar seguro de que se está soñando? Al fin y al ca­bo yo también podría decidir ahora, mientras hablamos, que estoy so­ñando...

Al comienzo yo hacía una comprobación. Me apoyaba con las dos manos en el aire, como en una tabla invisible, y me im­pulsaba. Si ascendía era porque estaba soñando. Luego hacía un looping, y me ponía a trabajar en mi sueño. Puedo leerte un sueño lúcido que anoté en mi cuaderno amarillo en 1970 y que fue especialmente importante para mí, ya que en él puse en práctica por primera vez la técnica que he descrito:

Estoy solo en una casa desconocida. Todo me parece completa­mente real pero, sin saber por qué ya que nada me lo indica, pienso: «Quizás esté soñando... Si estoy soñando, puedo volar...». Hago un esfuerzo, me apoyo en el aire con las palmas de las manos, y me lan­zo hacia arriba. Floto en la habitación. «¡Es un sueño!», me digo. Decido aprovechar la oportunidad para perfeccionar mi vuelo, y no só­lo verme volar sino sentirme volar. Doy una vuelta de campana, subo y bajo. Quedo satisfecho. Decido planear por toda la casa. Vuelo por un pasillo y llego a un salón oscuro. En un rincón veo a dos niños de unos cinco años. Avanzo hacia ellos para verlos más nítidamente: no son niños sino dos gnomos viejos, flacos y arrugados. Se ríen y se es­conden. Son los espíritus de la casa. Tienen un aire inquietante. Me evitan. Desaparecen entre las sombras y se ríen de mí. No me atrevo a buscarlos. El sueño me absorbe, pierdo la lucidez... Viajo en un au­tobús sin conductor ni pasajeros. Miro por la ventanilla y veo un bos­que petrificado. Me digo: «Probablemente es un sueño. Voy a com­probarlo». Vuelo, salgo del autobús atravesando el cristal y planeo en el bosque. Otra vez pierdo mi lucidez. Ahora me encuentro en un só­tano, ante una ventana opaca. No tardo en darme cuenta de que sueño, y me digo: «Seguro, esto es un sueño». Intento salir volando por la ventana, pero no lo logro. Tengo la sensación de que las paredes tienen varios metros de espesor. Pero debo atravesarlas. Siento que es imposible. Me obligo a intentarlo. Atravieso la pared sin dificultad y salgo al espacio: afuera hay un cielo azul, floto entre las nubes. Mientras me dejo llevar por una brisa suave, pienso: «Debo aprove­char este sueño para ver a mi Dios interior...». De pronto, siento que me invade un profundo cansancio que, evidentemente, antecede a un gran miedo. Me doy explicaciones: «Es una prueba demasiado dura, aún no estoy preparado para ese encuentro, lo dejaré para otro día». Y despierto. Por una parte me siento contento de haber descu­bierto una técnica que me permite saber si sueño, pero, por otra, es­toy irritado a causa de mi debilidad y mi falta de valor. En mi cua­derno de sueños escribo este comentario: «Creo que ha llegado el momento de ir más allá en el sueño lúcido. Correr riesgos. Pero to­davía tengo miedo de morir, no me atrevo... Pude haber entrado en mi inconsciente hasta hallar al Dios interior; confiar en El... Debí perseguir a los gnomos, hacerles frente, hablarles sin turbarme por sus mofas, establecer contacto real con ellos, conocer sus secretos. Debí crear mundos, atravesar la muerte, llegar al centro de mi ser, vencer monstruos y terrores... Deseo ser más valiente la próxima vez y dominar mi miedo. También tengo que encontrar aliados y acep­tarlos, no hacer siempre todo el trabajo yo solo».

Supongo que su práctica del sueño lúcido habrá pasado por distin­tas fases...

Comencé dirigiendo un juego. Me decía: «Quiero ver pasar elefantes en África». Y a los pocos segundos estaba en África, viendo pasar una manada de elefantes. Podía cambiar de de­corado, desear ir al Polo Sur y luego ver miles de pingüinos... Esto me producía tanta felicidad que acababa por despertar­me. Después he experimentado todo tipo de vivencias sobre mí mismo. Una vez quise saber qué era morir: me arrojé des­de lo alto de un edificio y me estrellé contra el suelo. Inme­diatamente, me encontré vivo en otro cuerpo, entre la multitud que miraba el cadáver del suicida. Así descubrí que el ce­rebro desconoce la muerte. Otra vez decidí dejarme poseer por un dios mítico.

¿Tuvo un orgasmo femenino?

La experiencia de esta penetración fue más completa que la de una relación sexual corriente. No olvides que yo trabaja­ba con imágenes oníricas que sobrepasan los límites de la rea­lidad. Para que entiendas mejor mi práctica te puedo leer el sueño tal como lo anoté detalladamente en mi cuaderno, con fecha 9 de abril de 1978: «Estoy en un dormitorio, tendido en el suelo entre dos camas gemelas. Tengo la espalda apoyada en la pared. Delante de mis pies aparece un imbunche...».

¿Un imbunche?

Sí, te lo explico: la tarde anterior al sueño yo había estado en un café con un exiliado chileno al que pregunté sobre el folklore mapuche. Él me contó que, según la leyenda, los bru­jos de Chiloé robaban niños y los mutilaban para que, conver­tidos en monstruos, les sirvieran de ayudantes con el nombre de «imbunches». Continúo: «... un enano ciego, desnudo, con piel de pollo desplumado, pico de pájaro, muñones que hacen las veces de brazos, el torso contrahecho y las piernas arquea­das: una especie de feto grande, tan horrible como inquietan­te. Y entonces pienso: "Es un dios con el que tengo que entrar en relación. Su fealdad debe engendrar algo en mi espíritu". Ahora sé que estoy soñando y que tengo el poder de orientar mi sueño. Decido trabajar en ese monstruo con el objeto de transformarlo en divinidad positiva. Y lo consigo. El imbunche adquiere buena estatura, facciones regulares y se convierte en un ser bellísimo, indescriptible, como una estatua viva. Salgo de entre las camas y me tiendo boca arriba en el centro de la habitación. Sé que debo ser inseminado por el dios. Busco mi feminidad y por eso levanto mis piernas. Un tubo transparente, de unos cuarenta centímetros de largo, sale de entre las piernas del dios. Decido entregarme sin resistencia para que él me introduzca el tubo entre el sexo y el ano, ese lugar del pe­rineo que el tantra llama chakra  muladhara. Sé que no tengo vagina, y no pretendo experimentar una penetración anal. El dios se arrodilla entre mis piernas abiertas y empieza a pene­trarme. Su órgano sube por mi columna vertebral hasta que lo siento entrar en mi cerebro. Mi conciencia estalla».

Impresionante...

Si llamas «orgasmo -femenino» a esta explosión cataclísmica, entonces sí, Gilles, lo he experimentado, y fue una sensa­ción maravillosa. Me sentí muy emocionado dejándome po­seer por este dios creado a partir de mi propia monstruosidad. Después me dediqué a realizar deseos no alcanzados en el es­tado de vigilia, especialmente deseos sexuales, por supuesto. En sueños me entregué a orgías fantásticas con mujeres se­mihumanas, semipanteras. Permíteme leerte otra de las anota­ciones que hice después de uno de estos sueños. Aunque qui­siera insistir en un punto: antes de lograr el sueño lúcido, en el que yo controlaba las imágenes, tenía que vencer una serie de obstáculos que aparecían como otras tantas pruebas de ini­ciación. Sólo una vez superados merecería el derecho de ser dueño y señor de mis sueños. Este pasaje, extraído de mi cua­derno, muestra bien este aspecto del proceso: «Estoy en un mundo industrial, sin naturaleza, únicamente compuesto por inmuebles. Es una frontera. No tengo documentos de identi­dad. Tres soldados me impiden el paso. Salto la barrera y echo a correr, perseguido por los militares. Tras abrir las puertas de un garaje, me encuentro frente a un pozo de miles de kilóme­tros de profundidad. Al borde de este abismo, me doy cuenta de que estoy soñando. Los perseguidores han dejado de exis­tir. Decido arrojarme al fondo, sabiendo ya que nada puede ocurrirme. Salto y caigo a gran velocidad. No siento miedo. Siento el deseo de detener la caída. La caída cesa. En la pared aparece una puerta. Entro, y ahora estoy en el pórtico de una catedral. Comprendo que tengo el poder mágico de hacer sur­gir ante mis ojos lo que yo quiera. Entonces siento el deseo de realizar una experiencia erótica. Creo tres mujeres-bestia, mitad panteras mitad hembras humanas, que están en cuclillas o a cuatro patas. Beso a una en la boca, y sus labios largos pare­cen ninfas de vulva. Pruebo a introducirles mi dedo índice en el sexo, bajo la cola. Poseo a una mientras las otras me arañan de modo agradable y trato de llegar al orgasmo. Pero inevitablemente dejo de estar lúcido, y el sueño me absorbe y, final­mente, se transforma en pesadilla. Despierto con palpitacio­nes...».

¿Dónde reside en estas experiencias la dimensión iniciática?

En la particularidad de que, en el momento en que empe­zaba a hacer el amor con esas mujeres animales, el deseo se apoderaba de mí, haciendo que perdiera la lucidez y el sueño escapara a mi control. Olvidaba que estaba soñando. Me pasa­ba lo mismo con la riqueza. Cuando me dejaba fascinar por el dinero, mi sueño dejaba de ser lúcido. Cada vez que trataba de satisfacer mis pasiones humanas, el guión me absorbía y perdía la lucidez. Fue un gran aprendizaje: comprendí finalmente que, en la vida como en el sueño, para permanecer lúcido es necesario distanciarse, no identificarse con la acción. Es un viejo principio espiritual que el sueño lúcido me hizo recordar. El deseo y el miedo son las dos caras de nuestra identificación, así lo afirman todas las tradiciones.

El sueño me enseñó también a actuar frente a mis temores. Hubo un tiempo en el que frecuentemente tenía la misma pe­sadilla: estaba en un desierto y desde el horizonte surgía, como una nube inmensa de negatividad, un ente psíquico decidido a destruirme. Me despertaba gritando y empapado en sudor... Un día me cansé y decidí ofrecerme en sacrificio al ente. En el apogeo del sueño, en un estado de terror lúcido, me dije: «De acuerdo, voy a dejar de querer despertarme. No tienes más que venir a destruirme». El ente se acercó y, de repente, desa­pareció. Desperté unos segundos y volví a dormirme plácidamente. Entonces comprendí que somos nosotros mismos quie­nes alimentamos nuestros terrores. Aquello que nos atemoriza pierde toda su fuerza en el momento en que dejamos de com­batirlo. Es una de las enseñanzas clásicas del sueño lúcido. Va­rias veces he logrado controlar el miedo al tránsito final atra­vesando mi propia muerte.

¿Podría añadir otros ejemplos de ese proceso?

Sólo tengo que buscar en mi cuaderno... Por ejemplo: «Tengo unas ganas enormes de orinar. Siento mi vejiga llena. En una bañera blanca, orino un grueso chorro de sangre. Me digo: "El líquido es rojo porque hago demasiado esfuerzo. No puedo parar de orinar; pero me relajo y, por mi voluntad, transformo el rojo en amarillo". En ningún momento me dejo dominar por la angustia. Poco a poco, transformo el color. Después, la pesadilla me domina nuevamente y otra vez orino sangre. Retomo el control del sueño, sin perder la serenidad, y el chorro adquiere definitivamente su color ámbar».

Otro sueño: «Me encuentro en un café, en una plaza pú­blica, sentado en un rincón entre otros clientes. De pronto, en medio de la terraza, un muchacho barbudo, loco y agresivo, sa­ca una pistola. Con una carcajada estremecedora, apoya el ar­ma en la sien de un camarada. Furioso, me levanto y le grito que debería ser más delicado. Le recuerdo que, hace poco, su amigo ha intentado suicidarse disparándose a la cabeza y que, por esa razón, su pesada broma podría traumatizarlo. Me mira entonces y me apunta, murmurando en tono sádico: "Muy bien, ¿y ahora qué?". Él espera que yo comience a temblar, pe­ro no siento miedo. Da una vuelta a mi alrededor pero yo no me inmuto. Sé que no disparará y se lo digo: "Sé que no lo ha­rás." "¿Y por qué no?", me pregunta. "Porque soy muy peque­ño para tus delirios de grandeza", le digo. Y      efectivamente, sé que este loco, ofuscado, absorto en su propio espíritu, no podrá interesarse verdaderamente en mí lo bastante como para aniquilarme. Despierto feliz: lo que podría haber sido una pe­sadilla no me ha causado miedo».

Otro sueño en el que domestico a mi monstruo: «Camino por un descampado y llego a un agujero circular parecido a una inmensa boca de alcantarillado. De él surge un monstruo gigantesco, espantoso, de unos veinte metros de altura. Con­trolo rápidamente mi sentimiento de repugnancia porque en­tiendo que esa criatura horrible es una parte de mí, una os­cura energía de mi espíritu. Decido no destruirla sino transformarla. Entonces, en ese mismo instante, se cubre de plumas blancas, se hace luminosa, abre seis alas y se eleva. Convertido en una bellísima entidad angélica, se ofrece a lle­varme consigo al Cosmos. Pero controlo igualmente esa ten­tación. El ángel es una energía luminosa de mi espíritu que tengo que absorber. Hago que me cubra y lo aspiro por todos los poros de la piel. Ahora soy yo el que, convertido en un ser pleno de energía y luz, se eleva tranquilamente. Despierto, di­choso».

Ahora voy a leer un sueño muy poético en el que me veo en­trando con los ojos abiertos en el reino de los muertos: «Estoy en la antesala de la muerte. Sentado en un banco, frente a mí, está el cantante Carlos Gardel, muerto hace cuarenta años. Lo saludo diciendo: "Vamos, ten valor; decídete a morir...". Entra­mos en otra sala en la que diviso una puerta por la que se va di­rectamente a la muerte. Un tétrico portero nos palpa a todos los presentes y decide quiénes van a franquear o no la última puerta. Llegan antes que nosotros dos adolescentes. Después de cachearlos, el portero los rechaza y ellos se van, desolados por tener que seguir viviendo. Gardel es declarado muerto, ahora me toca a mí. El portero me palpa y me declara difunto. Carlos Gardel vacila, tiene miedo. Le digo: "¿Qué importa? ¡Mejor! ¡Ahora sabremos por fin qué hay detrás de esa puerta!". Con decisión y firmeza, lo empujo para que entre conmigo en esa otra dimensión. Al cruzar la puerta, el cantante desaparece en una explosión de luz. Apenas he cruzado la frontera de la muerte, me encuentro en un paisaje de colinas verdes. Estoy en compañía de personas muy agradables. Lanzo al aire sobres de papel vacíos que caen llenos de golosinas y objetos preciosos. Puedo hacer milagros, porque domino esta dimensión y sé que los sobres que lance al aire caerán siempre llenos. Hago rega­los a las personas que me rodean y despierto muy feliz».

Y veamos un último sueño en el que, como en tantos otros, me encuentro una vez más frente al monstruo: «Tengo que cru­zar un sótano lóbrego con suelo de tierra apisonada. Un des­conocido me espera para dejarme entrar. Siento en la penum­bra la presencia de un animal. Sé que se trata de una pantera negra y que el desconocido es su domador. Me indica con una seña que cruce en línea recta, sin temor. Le obedezco, pero la pantera salta sobre mí, me lanza al suelo... y, con las zarpas de­lanteras, me inmoviliza la cabeza. Me mordisquea el cráneo sin herirme, como un gato que juega con su ratón. Veo la cara des­compuesta del domador, que al verme a merced de su fiera se siente impotente. Sin embargo, no me abandono al miedo en ningún momento. Sin moverme, dejo que la pantera me acari­cie el pelo con sus fauces. Sé que tengo que entregarme, fundirme con ella, aceptar la situación con amor; disolverme en la pantera. Empiezo a vibrar de amor y me hago uno con ella. En ese instante, la pantera desaparece. Me levanto, cruzo el sótano y sigo mi camino. Me despierto lleno de gozo».

Si he comprendido bien, aplicó usted las enseñanzas recibidas en sueños a su vida diurna y, posteriormente, las incorporó a la práctica de la psicomagia...

Absolutamente. He hecho un gran esfuerzo por mantener­me fiel día a día a lo que me era permitido comprender en sueños. Porque ¿de qué sirve recibir enseñanzas si no las apli­cas cuando te encuentras ante las dificultades cotidianas? Una enseñanza no se hace operante, no adquiere toda su fuerza transformadora, hasta el momento en que es aplicada.

¿Podría dar un ejemplo de aplicación a la vida diaria de un prin­cipio recibido en sueños?

Bueno, como decía, el sueño lúcido me enseñó a enfren­tarme al monstruo. Está permitido huir mientras uno no sienta las fuerzas necesarias para hacerle frente; pero hay un mo­mento en que debes mirarlo a los ojos. Entonces frecuente­mente sucede que el monstruo así desafiado se convierte en aliado. Nuestro miedo alimenta la animosidad del adversario, mientras que nuestra voluntad de hacerle frente con amor lo desarma, es decir, le hace cambiar de orientación. Cuando es­taba en México rodando La montaña sagrada, se produjeron ru­mores escandalosos: como rodábamos delante de una cate­dral, se comenzó a decir que había celebrado misas negras allí mismo. También se murmuraba que ridiculizaba al ejército y a la policía mexicanos... Un día se presentaron dos policías diciéndome: «El ministro tal quiere verlo». Me llevaron al des­pacho de ese ministro, el cual, poco más o menos, me dijo: «Escuche, Jodorowsky, el presidente le conoce bien y admira su trabajo; tiene usted en él a un amigo. Pero tenga cuidado: un gobierno puede ser un gran amigo, pero, si se le contraría, puede convertirse en un enemigo temible... No haga aparecer ningún uniforme en la película, suprima todos los símbolos re­ligiosos y vivirá tranquilo».

En México, estas palabras, en boca de un ministro, equiva­lían a una amenaza de muerte. Aquella noche, al volver a casa, oí voces que gritaban en el jardín: «Jodorowsky, ten cuidado o te despellejamos...». Había en México un grupo paramilitar llamado Los Halcones que se encargaba de los trabajos sucios. Comprendí que aquello podía acabar mal y, al día siguiente, llevé a toda mi familia a Estados Unidos, decidido a terminar allí el rodaje. Sin embargo, me oponía a que ese ministro si­guiera siendo para mí un enemigo y que en mi inconsciente permaneciera el recuerdo de una amenaza de muerte. Una vez terminada la película, reuní todas las buenas críticas de La montaña sagrada publicadas en Europa y Estados Unidos, regresé a México y pedí una audiencia con el ministro, que para entonces resultó estar enojado conmigo porque me había mar­chado con todo mi equipo. Y, tendiéndole los recortes de prensa, le dije: «Mire lo que mi película hace por México; en todo el mundo se habla de este país». Al ver que me había atrevido a meterme otra vez en la boca del lobo, sonrió y me dio una palmada en la espalda: «Muy bien, Jodorowsky, eres valiente, te felicito». ¡No sólo no me puso más dificultades, sino que hasta me hizo regalos! Es una anécdota verídica que mues­tra en qué medida es saludable a veces atreverse a desafiar al monstruo. El principio esencial es, en la medida que puedas, no dejar nunca una cuenta pendiente con un enemigo. Por­que si quedan cosas larvadas, el odio se nutre de sí mismo, con peligro de proliferar. Una bomba con la mecha muy larga pue­de tardar años en explotar; pero el día en que se produce el descalabro los daños son cuantiosos. Por lo tanto, es mejor de­sarmar la bomba, no dejar amenazas de muerte sueltas a nues­tro alrededor o en nuestro inconsciente. Pero no hay que ma­tar al adversario: es mucho mejor convertirlo en un aliado.

Otro principio del sueño lúcido consiste en cambiar el contenido del sueño. ¿Cómo lo ha aplicado en el curso de su existencia diurna?

Ya te he contado cómo me gustaba cambiar de escenario en sueños, pasar de África a Estados Unidos, por ejemplo, trans­formar el entorno... También aprendí que en mi vida diaria no tenía por qué dejarme atrapar en un marco. La realidad coti­diana no es rígida, o no lo es más que en nuestra mente, en el concepto que tenemos de ella. Si nos sentimos atados, cansa­dos de movernos siempre dentro del mismo entorno, ¡tene­mos la facultad de cambiar! ¿Quién dice que es imposible? El sueño lúcido me enseñó a moverme por el interior de una rea­lidad dúctil en la que siempre puede producirse cualquier mu­tación, cualquier transformación. Ello no depende sino de mi intención: en el sueño lúcido, el solo deseo de encontrarme en África, entre las manadas de elefantes, era suficiente para transportarme hasta allí. En este otro modo de sueño que es la «rea­lidad», también es mi cerebro, la forma en que yo me repre­sento el mundo, lo que determina lo real. La «realidad» no existe por sí misma; instante a instante, creamos nuestra reali­dad, alegre o funesta, monótona o apasionante.

¿Por ejemplo?

El otro día, al entrar en mi casa, observaste que lo había cambiado todo. Estaba cansado de la vieja decoración. Com­pré muebles y dejé en la calle todo lo que tenía y ya no quería ver más. Aquella evacuación se convirtió en una especie de fiesta, la gente empezó a llevárselo todo... Días después, unos vecinos me gritaron: «¡Ya sabemos quién es usted!». «Vaya -res­pondí-, ¿y cómo lo saben? ¿Por mis historietas, por mis pelí­culas...?» «¡Por sus desperdicios! Recuperamos cosas increíbles frente a su casa.» Es decir, no sólo cambié mi decoración sino que, en cierta medida, transformé el ambiente del barrio.

De acuerdo, pero siempre es más fácil cambiar de muebles, si se dis­pone de dinero, que trasladarse a África junto a los elefantes...

No; el principio fundamental es el mismo, ello tiene lugar dentro de la mente, en nuestra concepción de la realidad. La realidad puede percibirse como una pesadilla, y bien sabe Dios que, en el orden de las fatalidades, cualquier cosa puede ocu­rrir. Pero es dentro de esa misma realidad donde uno puede agudizar su lucidez y realizar actos que transforman el campo negativo en contexto positivo.

Habrá quien piense que eso es un tema económico: si se tiene dine­ro, puedes tomar un avión y en unas horas estar en África o visitan­do Nueva York.

¡Sí, pero hay que atraer la vida! Tu vida corresponde a la idea que te haces de ella... Por ejemplo, yo nunca he sido millonario, ni siquiera muy rico, pero siempre he aplicado a mi vida diurna el principio del sueño lúcido: ¿por qué no trans­portarme a otro sitio? De modo que, cuando he experimenta­do una verdadera necesidad, he atraído las circunstancias fa­vorables para que mi necesidad se realizara. Hace pocos días sentía el deseo de hacer una pequeña escapada. Me habían in­vitado a un festival de cine de Chicago y allá me fui, en secre­to, tres días. Salí el viernes y regresé el domingo... Nadie se en­teró. (Risas.)

Recuerdo que un día un amigo multimillonario me pre­guntó: «¿Qué haces este fin de semana?». «Nada», contesté. «¿Quieres ir a Acapulco?» Y ¡ya está!, su reactor privado nos lle­vó a Acapulco, a pasar el fin de semana.

Oyéndole parece muy sencillo, pero no todo el mundo tiene amigos multimillonarios...

Ya veo que quieres tirarme de la lengua, pero sabes tan bien como yo, por tu propia experiencia, que cada cual crea su rea­lidad... Yo tenía verdaderamente la necesidad de irme a pasar el fin de semana al otro lado del mundo, estaba íntimamente convencido de la maleabilidad de la vida y ésta me envió a un multimillonario con avión privado, eso es todo.

En tu caso, por ejemplo: a ti lo que más te gustaba de la vi­da era conocer a sabios y escuchar rock'n'roll. Deseabas viva­mente conciliar estos dos aspectos de tu existencia, aparente­mente dispares. Y bueno, como no tenías una idea rígida de la realidad, favoreciste las circunstancias más propicias y, final­mente, las encontraste en Arizona cuando conociste a un ver­dadero sabio que, no satisfecho con haber fundado un ashram, además lideraba un grupo de rock'n'roll. Es muy probable que no haya otra persona en el planeta que combine estas dos ac­tividades. Hasta entonces, ese hombre era muy poco conocido en Estados Unidos y desconocido por completo en Europa, pe­ro a pesar de eso la magia de la vida te lo envió. También, de adolescente, ibas a ver todas mis películas y coleccionabas los artículos que hablaban de mí; y ahora somos amigos y disfru­tamos haciendo libros juntos. Con inocencia y determinación, se pueden promover circunstancias estadísticamente po­co  probables.

De acuerdo...

Te contaré otra historia: en 1957, antes de teorizar sobre to­das estas cosas, un día le pregunté a mi mujer:

-¿Adonde te gustaría ir de vacaciones?

-Me gustaría mucho ir a Grecia -respondió.

-Muy bien -le dije-. ¡Iremos a Grecia!

-Pero ¿cómo? No tenemos ni un céntimo...

-¡Iremos a Grecia!

En aquel momento, llamaron a la puerta de la buhardilla donde vivíamos. Era un amigo que formaba parte de un grupo de música sudamericana muy conocido en aquel entonces, Los Guaranís de Francisco Marín, y me dijo:

-Dentro de tres días nos vamos de gira a Grecia con un es­pectáculo folklórico, y uno de nuestros bailarines se ha puesto enfermo. ¿Quieres sustituirlo?

-Pero no conozco los bailes...

-No importa, mi mujer te los enseñará.

Aprendí inmediatamente dos, Bailecito y Carnavalito, y nos fuimos a Grecia. Después de vivir aquello, ¿cómo no conside­rar la realidad un sueño que vamos creando sobre la marcha?

Estoy de acuerdo por lo que respecta al principio, pero me parece que sus anécdotas y su planteamiento pueden prestarse a confusión. Des­pués de todo, el mundo está lleno de personas que no piden sino reali­zar sus sueños sin esforzarse demasiado... La experiencia enseña que no basta con desear, hay que merecer.

Lo que acabas de señalar me parece muy importante. Pero estas cosas que explico me han sucedido realmente, y puedo afirmar que mi vida está en consonancia con mis sueños más fantásticos. Creo verdaderamente en la magia de la vida. Aho­ra bien, para que esta magia sea efectiva, cada cual debe culti­var en sí mismo cierta cantidad de virtudes que pueden pare­cer contradictorias en principio: inocencia, autodominio, fe, valentía... Poner en movimiento esta magia exige mucha au­dacia, también pureza y un profundo trabajo con uno mismo. Tengo que insistir en que yo he consagrado mi existencia a perfeccionarme, a conocerme, a hacerme accesible interior­mente. Es imprescindible no abandonar en ningún momento la disciplina, sin la cual este enfoque de la realidad no sería más que una ilusión. ¡La vida no está ahí para satisfacer los de­seos del primer perezoso que se presente! La vida no te co­rresponde sino en la medida en que te entregas a ella y te es­fuerzas en superar tu egocentrismo.

¿Podría verse, entonces, este trabajo de ascesis como la aplicación de las enseñanzas recibidas del sueño lúcido? Lo digo porque la asce­sis requiere esfuerzo, frente al sueño lúcido, en el que basta con formu­lar un propósito para que éste se realice...

En realidad mantenerse consciente durante el sueño lúcido requiere un esfuerzo muy considerable. Por otra parte, las emociones que se experimentan durante el sueño son reales. Si estás aterrado, lo sientes de verdad, experimentas terror; y es difícil hacerle frente. En el fondo, la gran enseñanza del sueño lúcido está menos en el descubrimiento de la magia co­tidiana que en esta exigencia de lucidez, porque no hay que ol­vidar que sin lucidez nada es posible. Como digo, desde el mo­mento en que te dejas llevar por la experiencia que estás viviendo, el sueño te absorbe y pierdes la lucidez, que es lo úni­co que sostiene la dimensión mágica. La magia que hemos evo­cado no opera sino gracias al distanciamiento. Lo que permite el juego es la lucidez del testigo, por el contrario, la identifica­ción empequeñece la existencia, limita el campo de posibilida­des. En el sueño rigen las mismas leyes que en la vida cotidia­na: cuanto más te distancias, más puedes gozar de la existencia y sentirla como un gran patio de recreo. Si no consigues dis­tanciarte, la vida puede convertirse en un callejón sin salida. Así pues, paradójicamente, el sueño me ha enseñado a velar, a mantener el hilo de la existencia, una corriente de lucidez, in­cluso a costa de grandes esfuerzos. ¡Porque bien sabe Dios lo maravillosa que puede ser la vida a veces, sobre todo si te abres un poco a su magia! Sin embargo, al mismo tiempo que te vas abriendo, aumenta la tentación de dejarte absorber, el peligro de identificarte. Por otro lado, la lucidez se refuerza también con la práctica.

Otra enseñanza del sueño lúcido a la que ya hemos aludido, otra faceta de la magia, es el descubrimiento de la flexibilidad de la reali­dad. No sólo no se concibe la vida como un proceso rígido, sino que uno mismo adquiere flexibilidad.

Así es. Intento no autodefinirme excesivamente, no ence­rrarme en una visión estrecha de mí mismo. En el sueño pue­do percibirme como un hombre de sesenta años, pero tam­bién como un muchacho joven o un anciano, incluso como una mujer, ¿por qué no? En el sueño se expresan diversas fa­cetas de mi ser. En la realidad, trato de dejar que estas facetas se expresen e intento responder a las exigencias de la situación sin aferrarme a una idea preconcebida de lo que soy o debería ser. Cuando viajo, mucha gente se interesa por mi nacionali­dad. Si en un avión alguien me dice: «¿Es usted italiano?», con­testo: «Sí». Si me toman por griego, francés, ruso, israelí, etcé­tera, siempre respondo afirmativamente. Mi interlocutor, encantado de haber acertado, me trata entonces como a un italiano, un ruso, un griego, un chileno, y esto no cambia na­da... ¿Recuerdas lo que nos sucedió hace poco en la Mejora­na?, pues eso constituye un buen ejemplo de esta actitud. Cuando llegamos, el público no me esperaba a mí sino que ha­bía ido a escuchar al doctor Westphaler.

Bueno, al doctor Woestlandt...

»Ellos se sitúan cada uno debajo de una de mis axilas, a mo­do de muletas humanas, para ayudarme a avanzar hacia una escalera de piedra negra de veintidós peldaños que se levanta en el centro del patio, como un pedestal. "Ya me siento capaz de afrontar solo a la Divinidad", les digo entonces a mis ami­gos. Y como sé que los dos son parte del sueño, los hago desa­parecer de un empujón y empiezo a subir la escalera. Otra vez soy presa del terror: quizá vea surgir ante mí una imagen ho­rrible... Los peldaños están mojados y tengo que hacer enor­mes esfuerzos para no resbalar. De pronto, aparece frente a mí una fotografía animada en la que un actor gigantesco hace muecas de payaso. Me cuesta creerlo: "¿Una foto, un actor, la Divinidad...? ¡No es posible!". El actor desaparece y en su lugar aparezco yo. Tengo sesenta años y aspecto de viejo profesor de universidad. Llevo americana de cachemir y unas gafas en la punta de la nariz. Pienso que esta imagen inmensa de mí mis­mo es una pantalla necesaria, la proyección de ideales anti­guos, que me permitirá vivir sin angustia mi primer encuentro con la Divinidad. La foto se anima y empieza a hablarme con simpatía. Me comunica un mensaje, una lección. Retengo po­co, apenas cinco o seis palabras: "El tesoro de la humani­dad...". Me alegra mucho esta pequeña experiencia, que me permite dar un primer paso en la búsqueda del Dios interior, del guía, del maestro íntimo, del yo impersonal, poco importa el nombre que se le dé; y, además, sin sentir miedo. Reúno to­das mis fuerzas, me apoyo en el aire y empiezo a flotar: con una embestida de carnero, atravieso la pantalla y me lanzo al firmamento, inmensidad cuajada de estrellas. Otra vez deseo contemplar mi Dios interior. Frente a mí aparecen dos pirá­mides imbricadas, tan grandes como la de Keops, similares a una estrella de David en relieve. Me digo que no debo confor­marme con mirarlas -una es negra y la otra blanca- sino que debo fundirme con ellas. Penetro en su centro y estallo como un universo en llamas».

Éste es el sueño tal como lo anoté. Basándome en esta vivi­da experiencia, escribí el guión de El Incal.

Entonces, la práctica del sueño lúcido consiste en montar un acto dentro del contenido onírico. ¿Se puede ir más allá del sueño lúcido?

Sí. Es posible pasar a lo que yo llamo «el sueño terapéutico», dentro del cual la lucidez es utilizada para curar una herida o consolar de una carencia que se experimenta en el estado de vi­gilia. Citaré cuatro ejemplos sacados de mi cuaderno:

Me encuentro en compañía de Teresa, mi abuela paterna, a la que, por desavenencias familiares, no tuve ocasión de conocer. Es una mujercita algo gruesa y con la frente ancha. En el sueño, me doy cuenta de que, en realidad, no nos conocemos, que nunca nos he­mos hablado, que no hemos paseado juntos ni una sola vez. Le digo: «¿Cómo es posible que tú, mi abuela, nunca me hayas tenido en bra­zos?». Comprendo que esto es una falta de delicadeza y rectifico: «Mejor dicho, ¿cómo es posible, abuela, que yo, tu nieto, nunca te haya dado un beso?». Le propongo dárselo ahora y ella acepta. Nos abrazamos y nos besamos. Despierto con un nítido recuerdo del sue­ño, contento de haber encontrado este arquetipo familiar.

Estoy en mi dormitorio, tal como es en realidad, de pie frente a mi padre. Le digo: «En toda mi vida, no me has besado como hace un padre. Hiciste que te temiera y nada más. Pero ahora que soy ma­yor voy a darte un abrazo». Y, sin temor, lo abrazo, lo beso y lo mezo. Y al mecerlo siento la fortaleza sorprendente de su espalda. Y excla­mo, contento: «¡Tienes noventa años y aún eres tan fuerte!». Sigo meciéndolo, con audacia y ternura, y le digo: «Como tú nunca te co­municaste conmigo por el tacto, yo también le he negado todo con­tacto corporal a mi hijo Axel». Y aparece Axel, con la edad que tiene hoy, 26 años. Lo abrazo y le pido que me meza, como acabo de me­cer yo a mi padre. Me despierto. Durante el día, charlo con Axel y le explico el sueño alegremente. Le pido que me abrace y que me me­za. Al comienzo, él está tímido, lo hace de mala gana, pero poco a poco se conmueve y acabamos por establecer un contacto que nos ofrece una sensación de bienestar y de paz para ambos. De esta for­ma, en sueños, realicé algo que había faltado en mi relación con mi padre y, en la realidad, le permití a mi hijo subsanar esa falta en su relación conmigo.

Tengo problemas económicos y sueño que van a contratarme co­mo actor en una compañía teatral. Me dirijo al empresario para ha­blar de mi sueldo. Le explico que tiene que pagarme muy bien por­que, conociéndome como me conozco, no me contentaré con interpretar, sino que procuraré que el espectáculo en su conjunto marche a la perfección. Supervisaré las luces, la música, el vestuario, el trabajo de mis compañeros, etcétera. En suma, me ocuparé de to­do. El empresario me comprende y me fija un buen sueldo, el que merezco. Me despierto tranquilo y habiendo recuperado la confian­za en mí mismo. Sé que las dificultades económicas se resolverán.

Hace tres días que sufro de fuertes dolores de estómago, proba­blemente a causa de una infección intestinal. Duermo mal y no quie­ro tomar antibióticos. Me acuesto y sueño: estoy en mi cama, su­friendo los mismos dolores que tengo cuando estoy despierto. Llega Pachita, la curandera. Se acuesta encima de mí y chupa el lado de­recho de mi cuello diciendo: «Voy a curarte, hermanito». Haciendo un esfuerzo supremo, desliza su mano izquierda entre nuestros cuer­pos y la apoya en mi vientre. Después, se eleva en el aire sin separar­se de mí. Levitamos un rato horizontalmente, y luego bajamos a la ca­ma. Ella se desvanece lentamente. Me despierto curado, sin sentir dolor alguno. Me parece que, por decirlo de algún modo, he asumi­do a la curandera y por fin puedo acceder a un médico interior, una especie de Divinidad. Recuerdo que en México, antes de morir, Pa­chita hizo aparecer un anillo en la palma de su mano, lo puso en mi anular izquierdo y me dijo: «Vendré a visitarte en sueños».

Como podrás imaginar, este tipo de sueños resulta tremen­damente positivo. Son sueños reparadores en todo el sentido de la palabra y en los que el inconsciente canaliza su fuerza pa­ra curar.

Si es posible utilizar ese conocimiento adquirido en la práctica del sueño lúcido para llegar al sueño terapéutico, ¿se podría llegar aún más lejos, alcanzar a través del sueño una dimensión de sabiduría?

Es lo que yo llamo «el sueño humilde». Un día dejé de pro­ponerme actos, a fin de asistir al sueño en calidad de simple observador. En esos casos dejo que el sueño se desarrolle, que siga su curso, pero sin ser absorbido por él, permaneciendo lú­cido. Soy espectador de mi sueño y me abstengo de toda intervención. Es más, creo que últimamente he alcanzado un ni­vel aún más sutil, que llamo «sueño sabio». El protagonista del sueño al que asisto en calidad de espectador es un sabio. Pro­nuncia frases que yo anoto al despertar: frases que, por lo de­más, no tienen nada de original y podrían ser extraídas de cualquier texto sagrado. Pero surgen desde lo más hondo del inconsciente, tal como observo lúcidamente durante el sueño.

¿Puede contar alguno de esos sueños sabios?

Sí, pero con reticencias...

¿Por qué? ¿Se trata quizá de pudor?

¡No, no se trata de eso! Temo, sencillamente, que no se me crea, (Jodorowsky saca de su biblioteca un cuaderno enorme que pare­ce un libro de oro.) En este otro cuaderno anoto mis sueños más positivos. Puedo abrirlo y leer un ejemplo de sueño sabio; pe­ro ¿aceptarán nuestros lectores que un hombre pueda tener sueños semejantes? Quizá debería antes dar mi palabra de ho­nor...

¿Por qué no? Sería casi surrealista: «Declaro por mi honor haber so­ñado sabiamente...».

¡De acuerdo, entonces certifico por mi honor haber tenido estos sueños! Cada cual es libre de creerme o no.

¿Tan inauditos son esos sueños?

No; en realidad son muy simples. Lo que tienen de inaudi­to es precisamente ese elemento que los hace sueños sabios. Todo está en el clima interior del sueño. (Jodorowsky lee de su gran cuaderno.) «Me encuentro en una clase de artes marciales. El maestro me dice: "Déjate caer en mis brazos relajado". En­tonces me viene el pensamiento: "Vaya, voy a conseguir una re­lajación total", y me dejo caer sin reservas. El maestro me sos­tiene y me tiende en el suelo. Entonces intenta hacerme una llave. Es tal mi abandono que no lo consigue. Entonces dice a su ayudante: "Imposible luchar con él. Está como muerto, y contra un muerto no se puede hacer nada"». Éste es un ejem­plo de sueño sabio en el que conseguí la relajación total.

Otro ejemplo: «Salgo a la calle con un traje muy estrecho que me da un aspecto enclenque. Entonces pienso: "Es bueno que la gente me vea débil, porque me sé y me siento muy fuer­te por dentro"». O este otro sueño: «Asisto a la clase de un pro­fesor de filosofía que declara: "El secreto es ser con el pensamiento". A lo que yo respondo: "Si no has aceptado que tienes que morir, no has conseguido nada. Sólo la aceptación del se­pulcro nos libra del pensamiento de la muerte"».

Otros dos más: «Unos gitanos me llevan a su almacén, en el que guardan toda clase de muebles. Quieren consultarme y me enseñan, en una caja de cartón, una copa grande, pareci­da a la del as del tarot de Marsella. Piensan utilizarla en sus ex­perimentos de alquimia para descubrir el disolvente universal, la sustancia capaz de disolver todas las demás materias. Yo les pregunto sonriendo: "¿Saben cuál es el disolvente universal?". Al ver que no conocen la respuesta, les digo: "Es la sangre de Cristo. Una gota de la sangre de Cristo en el corazón disuelve todos los demás sentimientos. Después de eso sólo queda el amor"». Y por último: «Un niño triste me dice: "Soy muy poca cosa. No valgo nada. Dios no me ve, está ocupado en cosas más importantes". Yo le contesto: "Imagina la superficie de una es­fera compuesta por infinidad de puntos. Ahora imagina el centro de esa esfera: es un solo punto que se comunica con todos los demás"».

Esperaba unos sueños más delirantes, una proliferación de símbolos mágicos, como en sus películas o en sus historietas. Los sueños que relata son de una sobriedad inusual en usted...

Bueno, mis historietas y mis películas corresponden más al sueño lúcido. Como puedes apreciar, la mayoría de estos sue­ños son muy cortos. Lo especial en ellos está en su impacto y en cómo me veo en ellos: en el sueño, soy sabio, sereno y feliz, sensación que subsiste durante un tiempo al despertar.

Ahora me gustaría que diera ejemplos de «sueño humilde»...

Éste es otro tipo de sueño, en el que admiro el valor ajeno. Por ejemplo: «Estoy en casa de amigos. En la casa hay una mu­jer de pueblo pero de porte distinguido. No tiene más de 58 años. La considero muy educada, simpática y humana. Al cabo de un momento me pregunta: "¿Sabes quién soy?". Contesto negativamente. Me dice entonces: "Soy Cristina. Yo te cuidaba cuando eras pequeño". Entonces descubro que estoy en pre­sencia de mi primera niñera. Digo a mis amigos: "¿Os dais cuenta? ¡Es la primera mujer a la que he amado en mi vida!". Saber que aún vive y comprobar el grado de refinamiento que ha conseguido me produce gran alegría. Cristina y yo nos be­samos y luego ella se va. Mis amigos me dicen entonces, en to­no de admiración: "¡Tiene 80 años y, a pesar de ello, qué joven se la ve!". Despierto lleno de alegría».

Otro más: «Una revuelta estudiantil me sorprende en plena calle. Los jóvenes queman coches y hay policías por todas par­tes. Suenan ráfagas de metralleta y yo me lanzo al suelo pero sin sentir miedo. Me detiene un policía y me lleva a la comisa­ría. Allí me interrogan. Conservo la sangre fría. Tengo los bol­sillos llenos de panfletos antimilitaristas y de recortes de pren­sa con sucesos en los que policías y militares hacen un papel ridículo. Explico que soy profesor de tarot y me sueltan. Voy por la calle, tengo el traje hecho jirones y hasta he perdido los zapatos. Me calzo una funda de gafas a modo de chancleta. En­tro en un café a preguntar por mi calle. Entre los clientes hay una mujer de pueblo gordita y con cara bondadosa que me mi­ra con lástima, como si fuera un vagabundo. Y murmura: "Hay que ver cómo está ese pobre hombre, tenemos que hacer al­go". Me toma por mendigo. Me parece tan buena y me con­mueve tanto su compasión que decido no sacarla de su error y aceptar el papel que me atribuye, a fin de no decepcionarla y permitirle ejercitar tan buenos sentimientos. Abro mi maletín negro y busco un pequeño juego de tarot para regalárselo. En­tre los tarots hay frascos de píldoras. Son vitaminas, pero la mujer está convencida de que transporto droga, lo que hace aumentar su compasión. Sin saber nada de tarot, echa una car­ta, el Mago. "Malo", dice. "No debería llevar esta carta. Mire, este hombre tiene una píldora entre los dedos..." Ella cree que el círculo amarillo que el mago tiene entre los dedos es algu­na droga. Le doy las gracias por sus buenas intenciones, le pro­meto no volver a drogarme y salgo del café. En ningún mo­mento he sentido la tentación de darme importancia. Al contrario, me he humillado gozoso».

¿Distingue aún más formas de sueños?

¡Por supuesto! Es posible lograr el «sueño generoso», en el que compartes con el resto de la humanidad lo que has apren­dido. Por ejemplo: «Me encuentro en un espacio inmenso, so­brevolando una marcha por la paz a la que asisten miles de ma­nifestantes. Al percibir que estoy soñando, comienzo a girar en el aire para llamar la atención. La gente, admirada, observa có­mo levito. Entonces les pido que se den las manos y formen una cadena, a fin de volar conmigo. Al tocarlos, los hago ele­varse y trato de hacerlos volar por la fuerza de mi pensamien­to, pero ellos no se mueven. Tengo que tomarlos con ternura y no soltarlos. Entonces, ellos vuelan hacia mí y empezamos a evolucionar por el aire formando figuras, todos en cadena, hasta que despierto».

Aprender no solamente a dar sino también a recibir, acep­tar el favor que pueda hacernos el otro es también una forma de generosidad, como comprendí en el siguiente sueño: «Es­toy en París. Los periódicos tienen un problema con el go­bierno, que no les suministra la materia prima para imprimir. France-Soir tiene que salir con la primera plana escrita a mano e impresa por un procedimiento primitivo, a base de azúcar. Al lado del quiosco de revistas, sentada a una mesa de madera, es­tá Bernadette, la difunta madre de Brontis, mi hijo mayor. Me siento frente a ella y la veo bella y feliz como pocas veces en la vida. Ahora siento confianza, sé que puedo contar con ella. Dándome cuenta de que estoy soñando, me digo: "Bernadette murió, pero en el sueño vive. No me da miedo hablar con una muerta. Confío en ella. Es un arquetipo que puede servirme porque ella conoce bien los asuntos políticos que yo ignoro por completo, y siempre estará disponible cuando quiera con­sultarle sobre esto". Bernadette comienza a explicarme por qué la situación es tan tensa y por qué el presidente se equivo­ca al confiar en el ministro que acaba de nombrar. Después me habla del futuro: "Vivimos con la idea de que el futuro no nos pertenece -me dice-, que no es para nosotros... Y sin embar­go, estamos ligados a él. En el futuro seremos muy activos". Pienso que se refiere al futuro en general, a los millones de años que aún ha de conocer el universo».

Después de este sueño, plenamente lúcido, me alegré de haberme reconciliado con la madre de mi hijo, especialmente des­pués de todos los conflictos que vivimos. Bernadette se ha convertido en una aliada que se ofrece a colaborar con lo mejor demisma en el perfeccionamiento de mi espíritu. Así pues, gra­cias al sueño, acepté una nueva presencia suya en mi vida.

Sueño lúcido, sueño terapéutico, sueño sabio, sueño humilde, sueño generoso... ¿Qué es para usted lo último del sueño, el nec plus ul­tra onírico?

El sueño mágico, creativo. Durante todos estos años de ex­ploración onírica no he conocido más que uno, a saber: «Es­toy en mi dormitorio. Apoyándome en el aire con las palmas de las manos, alzo el vuelo. Entonces, decido sentir toda la po­tencia de mi voz. Dejando que el canto brote de mí, emito con una fuerza casi ilimitada unos sonidos que van mucho más allá de la ópera. No he de esforzarme en emitir la voz, la invoco y viene. Solamente debo dejar que me salga por la boca para descubrirla, viva y mágica... Profundamente emocionado, sien­to que me abro a una dimensión de mí desconocida hasta aho­ra. Con plena lucidez, abro los ojos y despierto. Siento mi co­razón latir con fuerza. Sin moverme, rememoro todos los detalles del sueño. De pronto, llega a mis oídos un canto que no es cercano ni lejano. No es emitido por una voz humana, pero no por ello deja de tener sonoridad humana, es como si todo un barrio de la ciudad cantara. Me parece que el canto llega desde otra dimensión. Pienso que todavía estoy medio dormido y tengo que observar más lúcidamente lo que ocurre. El fenómeno se repite y me abandono a la escucha, a pesar de que el carácter totalmente nuevo de la experiencia modifica mi ritmo cardíaco. Por un lado, me siento víctima de una alu­cinación; por otro, me parece que se abre una puertecita ha­cia lo que podríamos llamar el tercer oído, no el tercer ojo, el oído de la "clariaudición". Me duermo profundamente y, en sueños, me veo en una calle de Montmartre. Camino murmu­rando: "Era una voz divina, la voz de una diosa. No salía de una garganta, sino que era exhalada por la realidad misma. Prove­nía de las calles, de las casas y del aire"».

Formidable. Pero ahora volvamos a ese sueño que se llama realidad. ¿Podemos, como afirman algunos sabios, ver nuestra vida como un sueño del que habría que despertarse?

Yo diría más bien que de este sueño inconsciente que suele ser nuestra vida hay que hacer un sueño lúcido. Hubo un tiem­po en que, antes de dormir, tenía la costumbre de pasar revista a todos los sucesos del día. Visualizaba la película de mi jor­nada, primero de principio a fin y, después, a la inversa, según el consejo de un viejo libro de magia. Esta práctica de la «mar­cha atrás» tenía el efecto de permitir ubicarme a cierta distan­cia de los sucesos del día. Después de haber analizado, juzga­do y tomado partido en el primer examen, volvía a repasar el día en sentido inverso y entonces me encontraba distanciado. La realidad así captada presentaba las mismas características que un sueño lúcido. ¡Entonces me di cuenta de que, al igual que todo el mundo, en buena medida yo soñaba mi vida! El ac­to de pasar revista a la jornada por la noche equivalía a la prác­tica de rememorar mis sueños por la mañana.

El solo hecho de acordarme de un sueño es ya como organizarlo. Yo no veo el sueño completo, sino aquello que he se­leccionado de él. Análogamente, al repasar las últimas veinti­cuatro horas, no tengo acceso a todos los actos del día, sino a los que he retenido. Esta selección constituye ya una interpre­tación sobre la cual baso luego mis juicios y apreciaciones. Pa­ra hacernos más conscientes, podemos empezar por distinguir nuestra percepción subjetiva del día de aquello que constitu­ye su realidad objetiva. Cuando ya hemos dejado de confun­dirlas, somos capaces de asistir como espectadores al desarro­llo de la    jornada, sin dejarnos influir por juicios y apreciaciones. Desde esta actitud de testigo se puede interpretar la vida como se interpreta un sueño. Por ejemplo: un día Guy Mauchamp, un alumno mío, me pidió consejo; no sabía qué hacer para que unos inquilinos jóvenes y desaprensivos desalojaran una casa que era de su propiedad. Después de expresar mi extrañeza porque no hubiera acudido a la policía, puesto que la ley estaba de su parte, le dije: «En cierto modo, esta situación te conviene. Gracias a ella, expresas una vieja angustia. Te pro­pongo este planteamiento: considera esta situación como un sueño que hubieras tenido y trata de interpretarla como in­terpretarías un sueño de la noche anterior. ¿Tienes un her­mano menor?». Me contestó que sí, y entonces le pregunté si, de niño, no se sentía postergado cuando ese nene captaba toda la atención de sus padres, y él respondió que así era, efec­tivamente. Después le interrogué sobre las relaciones que aho­ra mantenía con su hermano. Como yo imaginaba, Guy me confesó que no mantenían buenas relaciones ni se veían nun­ca. Entonces le expliqué que era él mismo quien propiciaba la invasión de los inquilinos, a fin de exteriorizar la angustia que en su niñez le causaba la presencia de su hermano. Añadí que, si quería que se resolviera la situación, era preciso que perdo­nara a su hermano, que lo tratara bien e hicieran las paces. Le di un consejo de psicomagia y, al cabo de una semana, recibí una postal de Estrasburgo («Fuegos artificiales en la catedral, explosión de sagrada alegría») con el siguiente mensaje: «En respuesta a mi consulta, me prescribió un acto de psicomagia y, para concluirlo, le doy el resultado. Tenía que ofrecer un ra­mo de flores a mi hermano y almorzar con él, a fin de esta­blecer una relación fraternal y dejar a un lado el pasado en el que me sentía desplazado por su causa. El objetivo era conse­guir la marcha de los inquilinos ilegales de mi casa. Envié las flores a mi hermano y hablé con él el viernes a mediodía. El viernes por la noche los dos inquilinos se marchaban... ¡lle­vándose mis muebles! Pero, en fin, se fueron, y pude recupe­rar mi casa. Gracias». Interesante, ¿no? Llevarse los muebles era como llevarse una parte de su pasado.

Es decir, usted indujo a ese joven a interpretar una situación real como si se tratara de un sueño lleno de símbolos que descifrar...

Exactamente. Puesto que soñamos nuestra vida, vamos a interpretarla y descubrir lo que trata de decirnos, los mensa­jes que quiere transmitirnos, hasta transformarla en sueño lúcido. Una vez conseguida la lucidez, tendremos libertad pa­ra actuar sobre la realidad, sabiendo que si sólo tratamos de satisfacer nuestros deseos egoístas seremos arrastrados, per­deremos la ecuanimidad, el control y, por lo tanto, la posi­bilidad de hacer un acto verdadero. Para lograr divertirnos actuando, tanto en el sueño nocturno como en este sueño diurno que llamamos vida, hemos de estar cada vez menos implicados.

Ese distanciamiento que no impide ni la acción ni la compasión, pero no autoriza ni la codicia ni la sensiblería, se parece mucho a la sabiduría.

¡Desde luego! ¿De qué puede servirte vivir con tus sueños y hacer un esfuerzo para conseguir la lucidez sino para encon­trar la sabiduría? La realidad es un sueño en el que debemos trabajar a fin de pasar progresivamente del sueño inconscien­te, carente de toda lucidez, y que puede ser una pesadilla, a lo que yo llamo el sueño sabio.

¿Y el Despertar? Las tradiciones espirituales hablan de los que han despertado...

Despertar es dejar de soñar, desaparecer de ese universo onírico para convertirse en aquel que lo sueña.


 

 

El acto mágico

Para empezar, ¿qué es el acto mágico según Jodorowsky? ¿Cómo pa­sar del acto onírico al acto mágico?

Bueno, como ya he dicho, fue en México donde adquirí cierto dominio del acto onírico. Si Chile era un país poético, México es un país totalmente onírico en el que el inconscien­te no cesa de aflorar. Cualquier persona un poco sensible per­cibirá allí esta dimensión, sentirá la presencia del sueño en la textura misma de la realidad mexicana. Aunque también se puede vivir diez años allí sin captar siquiera el México mágico. En la misma ciudad de México hay todo un mundo de brujos al que a los extranjeros desinformados les cuesta mucho entrar. Cuando la gente no se encuentra bien, o tiene dificulta­des en los negocios, acude a una bruja que realiza una especie de limpieza purificadora. Con ese fin, te frota todo el cuerpo con hierbas empapadas en agua bendita. Es una práctica muy corriente, y no solamente entre gentes del pueblo. Intelectua­les y políticos no dudan en entregarse a ella, puesto que la bru­jería forma parte de la vida mexicana. Entre estos brujos pue­den encontrarse, desde luego, curanderos expertos en hongos alucinógenos y plantas medicinales. Los hay que conocen has­ta tres mil hierbas. Otros utilizan exclusivamente excrementos de animales. Existen también criaturas extrañas que provocan fenómenos tan peculiares que no se sabe si son magia o su­perchería. Por ejemplo, recuerdo a una mujer de un pueblecito remoto que se presenta siempre apenas cubierta con una camiseta, mostrando unas puntas de acero que brotan de todo su cuerpo. También se practica la magia negra y hay muchos brujos que hacen maleficios. Si quieres echar una maldición a tu enemigo, puedes recurrir a ellos. He sido testigo de cosas curiosas. Por ejemplo, en una función, me burlé de una mujer muy influyente a la que todos llamaban la Tigresa y que, según se afirmaba, era amante del presidente. Los artistas de mi com­pañía no querían salir a escena pues estaban convencidos de que la Tigresa había echado una maldición contra el teatro. Entonces me fui a buscar al ayudante de una bruja para que deshiciera el maleficio. Confieso que me reía al verle rociar to­do el teatro con agua bendita. Pero, después, mientras tomá­bamos café, el hombre empezó a quejarse, porque le estaba sa­liendo un furúnculo inmenso en el ano. Aquella erupción repentina adquirió tales proporciones que el hombre tuvo que ir al hospital. Él no tenía la menor duda de que su cuerpo ha­bía absorbido el maleficio lanzado contra el teatro.

¿Puede haber sido una reacción psicosomática?

Es posible. Pero, de todos modos, a veces ocurren cosas ex­trañas... Un día, el director de una escuela de Bellas Artes con el que acababa de firmar un contrato me dijo: «Eres un inge­nuo. Estás enamorado de México, todo te parece maravilloso. Pero si te atreves a mirar en este cajón descubrirás otro aspec­to del país». Me acerqué al cajón, lo abrí e inmediatamente sentí un dolor de cabeza atroz.

¿Qué contenía ese cajón infernal?

Horribles figuritas de cera, utilizadas por las brujas para tor­turar a distancia a las víctimas indicadas por sus consultantes. Eran tan espantosas que sólo verlas me produjo malestar. Si las expusieran en el Centro Pompidou o en el Louvre, el público descubriría cuál puede ser el poder benéfico o maléfico de una obra de arte. Un objeto tan cargado de energía afecta di­rectamente al organismo de quien lo contempla. Aunque en sí misma la experiencia fue desagradable, tuvo la virtud de ha­cerme reflexionar. Me preguntaba dónde estaría el artista bienhechor; el mago bueno cuyas obras estuvieran cargadas de una fuerza positiva tan grande que llevara al éxtasis al especta­dor. Es un principio del que me he servido después en psicomagia.

¿Podría citar un ejemplo?

Un día recibí la visita de una mujer que tenía un hijo ho­mosexual. Aquella mujer no había podido superar el hecho de que su hijo fuera diferente. Aunque seguía manteniendo hacia él un gran cariño, al mismo tiempo sentía una profunda ver­güenza. El hijo quería ser pianista, pero, cada vez que se pre­sentaba a un examen o daba un concierto, su madre sentía pá­nico de que fracasara. El pobre muchacho lo notaba, y eso lo afectaba a tal punto que finalmente fracasaba. Enseguida com­prendí que la carrera de pianista representaba para aquella mujer una actividad afeminada, de carácter homosexual. En­tonces le indiqué un ejercicio. Los brujos que hacen maleficios confeccionan figuritas con la efigie de la víctima que después acribillan con alfileres. Pedí a aquella madre que utilizara el mismo procedimiento. Fabricó una figura a imagen de su hijo y le puso trocitos de uña, cabellos y retales de ropa del mu­chacho, a fin de que el objeto estuviera realmente impregna­do de su energía. Siguiendo mis instrucciones, la mujer pegó un luis de oro debajo de cada pie y vertió una gotita de oro so­bre cada uno de los siete chakras o centros vitales del cuerpo. Después roció la figura con agua bendita, la puso al lado de un piano que tenía las teclas untadas de miel -símbolo de dulzu­ra y suavidad-, dejó en la habitación una vela encendida y re­zó allí una hora cada día por el éxito de su hijo. El concierto siguiente fue un éxito, y las relaciones entre madre e hijo cam­biaron positivamente.

¿Magia blanca?

¡No, psicomagia! Más adelante volveremos sobre los princi­pios de la psicomagia; si he dado ahora este ejemplo es para mostrar que me he inspirado en las prácticas de magia negra tan comunes en México. Pero decidí invertir el proceso: si se puede hacer el mal a distancia, ¿por qué no se ha de poder ha­cer el bien?

Sí, pero no basta con tener buenas intenciones ni con invertir los maleficios populares. ¿Cómo es posible que semejantes prácticas resul­ten eficaces?

Madre e hijo están conectados psíquicamente. Si la madre da aunque tan sólo sea un paso encaminado a adoptar otra ac­titud interior, y el acto en sí en cierto modo denota el cambio, dicho acto cobra una solidez y una materialidad que de otra forma no tendría; el hijo, por su parte, tiene que percibirlo ne­cesariamente, aunque en ese momento se encuentre muy le­jos. Y tiene que reaccionar. Como la madre no podía aceptar racionalmente la homosexualidad de su hijo ni perdonársela, le di la posibilidad concreta de dar un paso en este sentido, ajustándose a un ceremonial minuciosamente prefijado de an­temano. Éste es un lenguaje que el inconsciente comprende. En el análisis tradicional se trata de descifrar e interpretar en lenguaje corriente los mensajes enviados por el inconsciente. Yo actúo a la inversa: envío mensajes al inconsciente utilizando el lenguaje simbólico que le es propio. En psicomagia, corres­ponde al inconsciente descifrar la información transmitida por el consciente.

Si le he entendido bien, en psicomagia hay que aprender a hablar el lenguaje del inconsciente para luego, conscientemente, enviarle mensajes.

Exactamente. Y si te diriges al inconsciente en su propio lenguaje, en principio te responderá. Pero ya volveremos so­bre esto. Por el momento, me gustaría explicar cómo el acto mágico ha contribuido al advenimiento de la psicomagia. Cuando, en México, descubrí el poder de la brujería maléfica, naturalmente, me planteé la posibilidad de la brujería benéfi­ca. Si unas fuerzas semejantes pueden movilizarse al servicio del mal, ¿no podrían ser utilizadas al servicio del bien? Me pu­se a buscar a un brujo bienhechor. Un amigo me habló en esos días de la famosa Pachita, una anciana de 80 años a la que mu­cha gente venía a ver desde lejos, con la esperanza de encon­trar curación. Me sentía muy inquieto ante la perspectiva de conocer a aquella bruja famosa, así que me preparé para ello.

¿Por qué se sentía «inquieto»?

Estaba receloso. Al fin y al cabo, nada me garantizaba que aquella mujer no fuera también maléfica. Porque en México hay brujos muy peligrosos que pueden entrar subrepticiamen­te en el inconsciente de un paciente sensible y echarle un ma­leficio de efecto retardado. Vas a verlos, al principio no sientes nada raro, pero al cabo de tres o de seis meses, empiezas a ago­nizar... De modo que me protegí bien antes de visitar a Pachi­ta. Porque no era una bruja cualquiera: en los días de consul­ta podía atraer fácilmente a tres mil visitantes. Te diré que a veces había incluso que evacuarla en helicóptero... Por lo tan­to, convenía tomar precauciones...

¿Qué hizo usted? ¿Cómo se protege uno de la influencia de una bruja?

En cierta forma puede decirse que ése fue mi primer acto psicomágico. Al principio sentí que lo más urgente era borrar mi identidad. Ir a su encuentro con mi vieja identidad era ex­ponerme a lo peor. Así pues, empecé por vestirme y calzarme con prendas nuevas. Era importante que aquellas prendas no las hubiera elegido yo, de modo que pedí a un amigo que me comprara toda la ropa variada que quisiera, para extremar la despersonalización y que el atuendo obtenido no reflejara el gusto de un individuo en particular. Calcetines, ropa interior, todo tenía que ser absolutamente nuevo. No me puse mi ropa nueva hasta el momento de salir hacia la casa de Pachita. Ade­más, yo mismo me hice un documento de identidad falso: otro nombre, otra fecha de nacimiento, otra foto... Compré una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsillo a modo de recordatorio. Así, cada vez que metiera la mano en el bolsillo, el contacto insólito de la carne me re­cordaría que me hallaba ante una situación especial y que no debía dejarme atrapar de ninguna manera. Cuando llegué al piso en el que Pachita operaba ese día, me encontré en pre­sencia de unas treinta personas, algunas de buena posición so­cial. Debo decir que las circunstancias en las que iba a produ­cirse mi encuentro con Pachita eran un verdadero privilegio, lejos de las multitudes que se agolpaban a su alrededor cuan­do operaba en un lugar público. Porque yo formaba parte de la intelectualidad. Aunque Pachita no iba al cine, sabía que yo era director y que había hecho una película de la que se había hablado mucho, El Topo. Me acerqué finalmente y vi a una viejecita enjuta y con una nube en un ojo. La frente abombada, la nariz ganchuda acababan de darle un aspecto de monstruo. Apenas atravesé el umbral, ella me taladró con la mirada y me llamó: «¡Muchacho, tú, muchacho!». Me pareció raro oír que me llamaran «muchacho» teniendo yo más de 40 años. «¿De qué tienes miedo?», dijo. «¡Acércate a esta pobre vieja!» Len­tamente, fui hacia ella, estupefacto. Aquella mujer había encontrado la palabra justa para dirigirse a mí pues yo no había madurado aún. Aunque no era un niño, mi grado de madurez no era el que corresponde a un hombre de mi edad. Interior­mente seguía siendo un adolescente.

«¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de esta pobre vieja?», me preguntó. «Eres sanadora, ¿verdad?», le pregunté. «Me gustaría verte las manos.» Ante el estupor de todos, que se preguntaban por qué me concedía aquella preferencia, ella puso su mano en la mía. Y aquella mano de vieja tenía una suavidad, una pureza... ¡Parecía la de una niña de 15 años! No podía creer a mis sentidos. «¡Oh, tienes mano de muchacha, de mu­chacha bonita!» En ese momento, me invadió una sensación difícil de describir. Frente a esa anciana deforme, creía encon­trarme ante la adolescente ideal que el hombre joven que aún habitaba dentro mí había buscado siempre. Ella tenía la mano levantada, con la palma hacia mí, y yo comprendía claramente que iba a recibir alguna cosa. Me sentía desorientado, no sabía qué hacer. Un murmullo se elevó de entre los asistentes: me decían que aceptara el don. Yo pensé rápidamente que el don de Pachita era de naturaleza inefable, pero yo quería hacer un gesto que denotara que aceptaba el regalo invisible. Así que hi­ce ademán de tomar algo de su mano. Al acercarme vi que al­go brillaba entre su anular y su dedo corazón. Tomé el objeto metálico, era un ojo dentro de un triángulo, precisamente el símbolo de El Topo... Empecé a hacer deducciones de aquella experiencia inaudita: «Esta mujer es una prestidigitadora ex­traordinaria. Al poner su mano sobre la mía yo no había nota­do que escondiera ningún objeto. El golpe estaría preparado de antemano, pero ¿cómo se las había ingeniado para hacer salir ese ojo de la nada? ¿Y cómo sabía ella que ése era el sím­bolo de mi película?». Entonces le pregunté si podía servirle de ayudante y ella aceptó inmediatamente. «Sí», me dijo, «hoy me leerás tú la poesía que me hará entrar en trance». Empecé a recitarle un poema consagrado a Cuauhtémoc, héroe mexi­cano divinizado. En ese instante, aquella vieja arrugada emitió un grito tremendo, como un rugido de león, y comenzó a ha­blar con voz de hombre: «¡Amigos, me alegro de estar entre vosotros! ¡Traedme al primer enfermo!». Empezaron a desfilar los pacientes, cada uno con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo rompía y examina­ba yema y clara, para descubrir el mal... Si no hallaba nada gra­ve, recomendaba infusiones o, a veces, cosas más extrañas co­mo lavativas de café con leche. También aconsejaba comer huevos de termita o aplicar cataplasmas de patata cocida y ex­crementos humanos. Cuando el problema le parecía grave, proponía una «operación quirúrgica». Yo fui testigo de estas intervenciones y vi cosas irrepetibles; comparadas con ellas, las operaciones de los curanderos filipinos parecen manipulacio­nes anodinas.

¿Por ejemplo?

Podría relatar cientos de operaciones, pues seguí ejercien­do de ayudante durante algún tiempo. Quería estar en prime­ra fila, para estudiar lo que allí sucedía, y fui testigo de cosas increíbles. Por ejemplo el ambiente: casi siempre, Pachita ope­raba en su casa, una o dos veces por semana. El piso estaba im­pregnado de un olor pestilente, debido a que Pachita acogía a todos los animales enfermos del barrio, que vivían con ella temporalmente y hacían sus necesidades por todas partes. Era un suplicio esperarla oliendo caca de perro, de gato, de loro... A pesar de todo, en cuanto ella entraba en la sala para operar, el olor parecía esfumarse por efecto de su sola presencia. Sin duda, era su prestancia increíble, su porte de reina, lo que nos hacía olvidar aquellos vapores nauseabundos. Aquella viejecita tenía el aura de un gran lama reencarnado.

¿Qué cree que la hacía tan impresionante?

Muchas veces me he hecho esa misma pregunta. ¡Y es que Pachita impresionaba tanto a sus seguidores como a los incré­dulos! Lo cierto es que disponía de una energía superior a la normal. Un día, la esposa del presidente de la República de México la invitó a una recepción que se daba en el patio del Palacio del Gobierno, en el que había numerosas jaulas con pájaros de distintas especies. Cuando Pachita llegó, aquellos pájaros que dormitaban hasta entonces despertaron y se pu­sieron a trinar como si saludaran al alba. Muchos testigos con­firmaron el incidente. Pero ella no sólo utilizaba su carisma, sabía crear a su alrededor el ambiente adecuado para cautivar tanto al visitante como al enfermo. Su casa estaba en penum­bra, unas gruesas cortinas impedían que se filtrara la luz, de modo que, al llegar de la calle, tenías la sensación de entrar en un mundo de tinieblas. Varios ayudantes, todos convencidos de la existencia real del Hermano, como llamaba Pachita al es­píritu con el que al parecer contactaba y que, según ella, reali­zaba las curaciones, conducían al recién llegado por un itine­rario que éste tenía que hacer a ciegas. Creo que aquellos ayudantes desempeñaban un papel clave en el desarrollo de las «operaciones».

¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?

Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gen­tes, esto era lo que importaba. Pachita no era sino una exce­lente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un ins­trumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desen­carnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita gene­raba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al en­fermo de sus posibilidades de sanarse.

¿Cómo se desarrollaba una consulta «normal» en casa de Pachita?

La gente, sentada en una sala en penumbra, esperaba su turno para entrar en la habitación en la que operaba la bruja. Todos los ayudantes hablaban en voz baja, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía de la «sala de opera­ciones» escondiendo en las manos un paquete misterioso. En­traba en el baño y, a través de la puerta semiabierta, se percibía el fulgor del objeto que se quemaba en el fuego. El ayu­dante salía y nos advertía en un murmullo: «No entren hasta que el daño se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podrían pillarlo...». ¿Qué era realmente ese «daño»? No lo sabíamos, pero el mero hecho de tener que abstenerse de orinar mientras se producía una de aquellas in­molaciones con fuego provocaba una impresión extraña. Poco a poco, uno abandonaba la realidad habitual para dejarse arrastrar hacia un mundo paralelo totalmente irracional. Des­pués, de pronto, salían de la sala de operaciones cuatro ayu­dantes portando un cuerpo inerte envuelto en un lienzo en­sangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, una vez terminada la operación y colocados los vendajes, Pachita exigía del paciente inmovilidad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea. Los ope­rados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas superiores, no hacían ni el menor gesto. Inmóviles, petrificados, parecían realmente muertos. No es necesario agregar el efecto que ejer­cía esa escenografía sobre el candidato. Cuando Pachita lo lla­maba en voz baja, utilizando siempre la misma fórmula, «Aho­ra te toca a ti, hijito de mi alma», el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia. Por eso tal vez se puede decir que esta bruja no atendía a adultos sino a niños, porque así los trataba, cualquiera que fuera su edad. Re­cuerdo haberla visto dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, mi niño?». La gente se abandonaba a ella en cuerpo y alma, to­mándola como antídoto de su terror.

Acaba de describir el ambiente, los preliminares, muy importantes, sin duda. Pero me gustaría saber cómo se desarrollaba en general la operación misma... Como «ayudante», usted tuvo que ser un testigo privilegiado.

¡No sé hasta qué punto, porque al igual que todos estaba bajo el poder de la magia del ambiente! Pachita hacía tenderse al paciente en un catre, siempre a la luz de una vela, ya que, según ella, la luz eléctrica podía dañar los órganos internos. Luego, señalaba el lugar del cuerpo que iba a «operar», lo ro­deaba de algodón y derramaba un litro de alcohol encima. El olor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de sala de operaciones. Ella siempre estaba acompa­ñada por dos ayudantes -con frecuencia, yo era uno de ellos-y media docena de discípulos que tenían terminantemente prohibido cruzar las piernas, los brazos o los dedos, para faci­litar la libre circulación de la energía. De pie, a su lado, yo mis­mo vi cómo hundía el dedo casi por completo en el ojo de un ciego, o cómo «cambiaba el corazón» a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la san­gre... Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo pal­paba la carne desgarrada y retiraba ensangrentados los dedos. De un tarro de cristal que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a «implantar» en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más ser colocado sobre el pecho, el cora­zón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente. Este fenómeno de «aspiración» era común a to­dos sus «implantes»: por ejemplo, Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el «operado» y en ese mismo ins­tante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podías sentir el olor de los huesos chamuscados, oías ruido de líquido... La operación no estaba exenta de vio­lencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexica­na, pero al mismo tiempo Pachita mostraba una dulzura ex­traordinaria.

¿Qué papel desempeñaban los adeptos presentes?

La bruja contaba mucho con ellos. A veces, parecía que la operación se complicaba, entonces Pachita y el propio enfer­mo pedían la ayuda activa de todos los presentes.

¿Podría dar un ejemplo?

Recuerdo operaciones durante las cuales el Hermano ex­clamaba de pronto por boca de Pachita: «El niño se enfría, pronto, calentad el aire o lo perderemos...». Todos corríamos inmediatamente, histéricos, en busca de un radiador eléctri­co... Al conectarlo, ¡comprobábamos que habían cortado la electricidad! «¡Hagan algo o el niño entrará en la agonía!», bramaba el Hermano mientras el enfermo, al borde de la cri­sis cardíaca, viéndose sin duda con el vientre abierto y las tri­pas al aire, gemía, helado de terror: «¡Hermanos, os lo suplico, ayudadme!». Y todos arrimábamos la boca a su cuerpo y soplá­bamos con todas nuestras fuerzas, angustiados, olvidándonos de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo con nuestro aliento. «Muy bien, queridos hijos», decía de pronto la voz del Hermano, «ya sube la temperatura, ya pasó el peligro, ahora puedo continuar».

¿Nunca se les murió alguien?

No. Que yo sepa, nadie murió debido a las intervenciones de Pachita, a pesar de que muchas de ellas implicaban mo­mentos críticos. En cierto modo, eso parecía formar parte del proceso.

¿Quienes eran operados sufrían?

Yo diría que sí. La operación podía ser bastante dolorosa. Cuando murió Pachita, el don pasó a su hijo Enrique, que em­pezó a operar como su madre. Asistí a una de sus operaciones y observé que el Hermano hablaba con más dulzura y que el cuchillo ya no hacía daño. Así lo hice observar a uno de los ayudantes, que me respondió: «De encarnación en encarna­ción, el Hermano va progresando. Últimamente ha aprendido a no hacer sufrir a los pacientes».

Dice que Pachita mostraba mucha dulzura, a pesar de su gran cu­chillo. Usted fue atendido por ella, ¿verdad?

Sí, me dolía el hígado y sentía curiosidad por experimentar en mí mismo la operación. Pachita me dijo que tenía un tumor en el hígado y aceptó atenderme. Yo me presté al juego, diciéndome que no podía matarme. Porque, con toda la gente a la que había operado, si hubiera ocurrido un percance a algu­no de sus pacientes, ya haría tiempo que habría estado en la cárcel.

¿No tenía miedo a sufrir, al dolor?

No, porque, para mí, aquello era teatro. Yo quería someter­me a la operación para ver qué ocurría, y así lo hice. Pero cuando me vi en la cama, frente a Pachita, que tenía en la ma­no un gran cuchillo y estaba rodeada de fieles que rezaban, empecé a sentir miedo. Me hubiera gustado marcharme pero ya era tarde. Noté que me cortaba con sus tijeras...

¡Sentí el dolor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corría la sangre y pensé que me moría. Después, me dio una cuchillada en el vientre y tuve la sensa­ción de que me abrían las tripas... En mi vida me había senti­do tan mal. Durante unos ocho minutos sufrí atrozmente y me quedé blanco. Pachita me hizo una infusión y sentí cómo la sangre volvía a correrme por el cuerpo. Después ella hizo co­mo si me arrancara el hígado... Finalmente, me pasó las manos por el vientre para cerrar la herida ¡y al momento desapareció el dolor! Si fue prestidigitación, la ilusión era perfecta: no só­lo los presentes vieron correr la sangre y abrirse el vientre sino que el mismo paciente sintió el dolor. Desde entonces, el hí­gado no ha vuelto a molestarme. Dejando aparte la curación, aquélla fue una de las grandes experiencias de mi vida. Aque­lla mujer era una montaña, tan impresionante como un míti­co lama tibetano. Nunca sentí tanto pánico, ni tanta gratitud, como en el momento en que ella me dijo que estaba curado y que podía marcharme. En aquel instante, vi en ella a la Madre universal. ¡Qué shock psicológico! Pachita era una gran psicóloga, conocía el alma humana.

¿Llegó a sentir miedo con Pachita?

¡Oh, sí! Ella sabía muy bien cómo utilizar una terapia del te­rror. A este respecto, me gustaría citar un testimonio redacta­do por Valérie Trumblay, mi ex esposa, que fue ayudante de la curandera en ese mismo tiempo:

Después de sufrir un aborto —había perdido a la criatura por bai­lar demasiado durante un ensayo teatral—, tenía dolores de ovarios. Los médicos no hallaban la causa y veían en los síntomas los efectos psicosomáticos de un sentimiento de culpa. Fuera lo que fuere, el do­lor era real, insoportable, y hacía meses que duraba... Decidí consul­tar a Pachita. Ella me tocó el vientre, sin hacerme desnudar siquiera, y me dijo: «Estabas embarazada de gemelos. Aún llevas dentro un fe­to muerto. Tendré que operarte. Ven el viernes por la tarde en ayu­nas con un paquete de algodón, una venda y un litro de alcohol. To­ma esta infusión durante los tres días que precedan a la operación». El viernes, Pachita, en trance, me hizo asistir a una operación antes de intervenirme. El Hermano abre un cuerpo, saca el corazón que palpita, mete otro que dice haber comprado en un hospital, me ha­ce tocar las vísceras, cierra la herida con una sola imposición de la mano y ordena a los ayudantes que lleven al operado a la sala de recuperación. «Ahora tú», me dice entonces la bruja. Yo me pongo a temblar de pies a cabeza, me castañetean los dientes, sudo. Cuando la veo levantar el cuchillo ensangrentado, me caigo al suelo y me que­do sentada, aterrada. Entonces el Hermano me dijo severamente por boca de Pachita, que de repente adquirió una voz ronca de hombre: «Cálmate y échate aquí, si no, no podré hacer nada y se te gangrenarán los ovarios». Me levanté con la boca seca, con mucha dificul­tad, y me tendí en el catre. Mientras un ayudante me bajaba la falda para descubrir el vientre, los otros se pusieron a rezar bajo el retrato de Cuauhtémoc, el emperador venerado que, según ellos, no era otro que el espíritu que poseía a la bruja. Ésta empapó en alcohol unos algodones y me los puso sobre el vientre alrededor de la zona que se disponía a cortar. Después, muy rápidamente, con un golpe frío de cirujano, me abrió el vientre. Sentí un vivo dolor, oí ruidos de líquidos, percibí el olor de la sangre y me creí muerta. Los tres mi­nutos de la operación me parecieron interminables; mi corazón latía a mil por hora, tenía las tripas al aire y todo el cuerpo helado. Pero ella, o mejor dicho el Hermano, estaba imperturbable: ni una pala­bra, ni un gesto inútil, una precisión impresionante. De pronto sen­tí un dolor agudo, como si me arrancaran un trozo de víscera, y Pa­chita me enseñó una cosa negra y viscosa parecida a un pequeño pulpo. «Esto es el feto, está podrido.» El olor era insoportable. «Traedme una bolsa», ordenó. Los ayudantes corrieron a la cocina y volvieron con una bolsa de plástico de supermercado. Pachita hizo un paquete con cuidado, lo ató con una cinta roja y lo dio a su hijo diciendo: «Esta noche lo tirarás al canal, a las aguas oscuras, dándo­le la espalda, y te irás sin volver la cara. Las cosas malignas se pren­den de la mirada...». Luego cerró la herida con sus manos, y el dolor desapareció en un instante, al mismo tiempo que el miedo. Me ven­dó el vientre y me ordenó que guardara reposo durante tres días y que tomara un agua preparada especialmente para mí. Como yo era la última paciente del día, a esa hora Pachita debía recuperar su pro­pio cuerpo y hacer que el Hermano volviera a su reino. Yo me puse a llorar, tan fuerte que mis sollozos parecían sobrepasar la pequeña habitación. Mientras los ayudantes rezaban para que Pachita volviera a ser mujer, escuché una vocecita que gritaba llorando en el pasillo: «Mamá, mamá...». Me parecía que únicamente podía oírla yo, y ex­clamé: «Ahí fuera hay un niño que llama a su madre». Me ordenaron severamente callar y dejar irse al vampiro. Después de un mes pude caminar normalmente. Un dolor muy agudo me perforaba el vientre al menor movimiento brusco. Pero el resultado de la operación fue tajante: nunca más volví a padecer dolor de ovarios, después de tan­to sufrir. Desde entonces, me convertí en una incondicional de Pa­chita, y, en compañía de Alejandro, he asistido a muchas operaciones. No podría afirmar categóricamente si lo que vi era real o ilusión, pero sin embargo vi que esa mujer curaba a los que tenían fe en ella y, sobre todo, en el Hermano. Pachita consagró su vida entera a los que sufrían. Si aquello era trampa, tenía que ser una «trampa sagra­da», como diría Alejandro.

Ahora me gustaría relatar un fracaso que, me parece, se debió a la falta de fe o a la mala fe del paciente. Yo conocía a una mujer nor­teamericana, rica y divorciada, que sufría manía persecutoria. Ella es­taba convencida de que la muerte la perseguía, que circulaba a tra­vés de ella utilizándola a modo de canal. Su asistenta se había ahogado en la piscina, su madre había muerto en un accidente aé­reo cuando iba a visitarla, un amigo suyo se había suicidado, etcéte­ra. La llevé a casa de Pachita, después de haber avisado a ésta de que iba a presentarle a una posesa. La norteamericana llegó a casa de la bruja en un estado de ánimo ambiguo. Yo intentaba persuadirla pa­ra que creyera, pero ella se cerraba en la desconfianza de la mujer blanca que visita un poblado indio. Entró en la sala de operaciones con aire de repugnancia y desprecio. Al verla entrar, el Hermano en­carnado en Pachita enrojeció y, echando espuma por la boca y blan­diendo el cuchillo con expresión asesina, se lanzó sobre ella, decidi­do a matarla. Entre los ocho que estábamos allí presentes sujetamos a la bruja, que luchaba con una fuerza tan grande que parecía casi imposible reducirla. Entonamos un encantamiento y, al cabo de va­rios minutos de completo pánico y crisis de cólera rayana en la epi­lepsia, el Hermano se calmó. Se puso a acariciar la cabeza de la nor­teamericana, que de pronto estaba muy sumisa, como una niña amedrentada. «Ya lo ves, hijita», murmuraba el Hermano por boca de Pachita, «estás poseída por un demonio criminal. Sin saberlo, tú das la muerte. Tú deseas matar. No te engañes, sé sincera y date cuenta de que, por miedo al mundo y por rencor, estás llena de una sed de destrucción. Si quieres liberarte, debes seguir mis instruccio­nes al pie de la letra». El Hermano le ordenó que fuera al mercado de hierbas medicinales y mágicas y comprara siete cintas de colores diferentes y un trozo de coral. Durante veintiún días, al acostarse, de­bía envolverse el cuerpo con las siete cintas y dormir cubierta como una momia, con el coral en el pecho, como un medallón. Para mí, el mensaje estaba claro: debía dormir cada noche envuelta en el arco iris, símbolo de la alianza con Dios, y purificada por la belleza hu­milde del coral. Pero la paciente no lo veía así. Terminada la con­sulta, volvió a asumir su antigua personalidad y creó todos los obs­táculos imaginables para no seguir las instrucciones de ir al mercado. Primero se rompió un dedo del pie, después propuso comprar las cintas en una tienda del centro, ya que el mercado le parecía un lu­gar sucio, lleno de indios piojosos... Al cabo de dos o tres semanas, la convencí para que me acompañara al mercado. Una vez allí, demos­tró una cicatería absurda, regateó en el precio del coral y de las cin­tas hasta llegar a enojarse por unos cuantos céntimos. Finalmente de­jamos el mercado llevando el paquete en la mano, pero estuvo a punto de olvidarlo en el taxi sin demostrar el más mínimo interés por recuperarlo. Ya hastiada, decidí cortar nuestro vínculo y nunca más volví a verla, la dejé en su mundo sin fe ni amor, víctima de sí misma... Años más tarde me enteré por la prensa de que había asesi­nado a su amante. Tenía razón Pachita: aquella mujer era una asesi­na. El Hermano, al tratar de abalanzarse sobre ella para matarla, ac­tuaba como un espejo. Ella se aferraba a sus sufrimientos, no quería cambiar, por lo que no pudo beneficiarse de la sabiduría transmitida por Pachita, a la que fue a consultar únicamente porque yo se lo pe­dí, sin tener fe verdadera en su poder. Con todo esto quiero decir que era necesario colaborar con la hechicera. El Hermano no podía curar a quien no lo deseara profundamente y se negara a colaborar.

Podía ocurrir que una persona tuviera fe pero no deseara reco­brar la salud. Recuerdo, por ejemplo, a una mujer llamada Henriette, paciente de un médico amigo nuestro a la que no le daban más de dos años de vida. Henriette estaba enferma de cáncer y ya le ha­bían extirpado los dos pechos. A instancias de su médico, que era partidario de intentarlo todo, me acompañó a México. Aunque muy deprimida, se declaró dispuesta a dejarse operar por Pachita. Ésta le propuso purificarle la sangre inyectándole dos litros de plasma pro­cedentes de otra dimensión, materializados por el Hermano. Llegó el día y, tras el consiguiente ceremonial, Henriette se encontró ten­dida en la cama. El Hermano le clavó el cuchillo en el brazo y oímos caer la sangre en un cubo metálico, era un chorro espeso y maloliente. Después, el Hermano introdujo en la herida el extremo de un tubo de plástico de un metro de largo, levantando en el aire el otro extremo para conectarlo con lo invisible. Pudimos oír el sonido de un líquido que manaba suavemente desde un lugar incierto, y en ese momento el Hermano dijo: «Recibe el plasma santo, hijita, no lo re­chaces». Al día siguiente de la operación, Henriette estaba triste. No creía en los efectos de la «transfusión» y se sentía abatida. Intenté ha­cerla reaccionar, pero fue imposible. Estaba petulante como una ni­ña, arisca y egoísta. Me culpaba de querer sustraerla de su calvario. Dos días después, le salió en el brazo un gran absceso purulento. Muy asustada, llamé a Enrique, el hijo de Pachita, quien, después de consultar a su madre, me dijo: «Tu amiga tiene fe en la medicina, pero la rechaza. Quiere deshacerse del plasma santo. Que esta noche haga sus necesidades en un orinal y mañana por la mañana se apli­que el excremento en el brazo, para que explote el foco de la infec­ción». Transmití el mensaje a Henriette, que se encerró en su habi­tación. No sé si siguió el consejo o no, pero la verdad es que el absceso reventó dejando un agujero muy grande, tan profundo que se veía el hueso. Inmediatamente la llevé a casa de Pachita, que, con­vertida en el Hermano, dijo a la enferma con su voz de hombre: «Te esperaba, hijita, voy a darte lo que deseas. Ven...». La curandera la to­mó de la mano como a una niña, la llevó a la cama y, sorprendente­mente, se puso a tararear una vieja canción francesa, mientras ba­lanceaba el cuchillo ante los ojos muy abiertos de la enferma. Tuve la impresión de que la hipnotizaba. Entonces le preguntó:

-Dime, ¿por qué quisiste que te cortaran los pechos?

A lo que Henriette, con su voz de niña, contestó:

-Para no ser madre.

-Y ahora, mi querida niña, ¿qué quieres que te corten?

-Los ganglios que se me hinchan en el cuello.

-¿Por qué?

-Para no tener que hablar con la gente.

-¿Y después, hijita?

-Me cortarán los ganglios que se me hinchan debajo de los brazos.

-¿Por qué?

-Para no tener que trabajar.

-¿Y después?

-Me cortarán los que se me hinchan cerca del sexo, para que pue­da estar sola conmigo misma.

-¿Y después?

-Los ganglios de las piernas, para que no puedan obligarme a ir a ningún sitio.

-¿Y qué quieres después?

-Morirme...

-Muy bien, hijita, ahora ya conoces el camino que seguirá tu en­fermedad. Elige: o seguir ese camino o curarte.

Pachita le puso un emplasto en el brazo, y a los tres días la herida había cicatrizado. Henriette decidió regresar a París, y murió dos se­manas después. Cuando di la triste noticia a Pachita, me respondió: «El Hermano no viene sólo a curar. También ayuda a morir a quie­nes lo desean. El cáncer y las otras enfermedades graves se presentan como guerreros, siguiendo un plan de conquista preciso. Cuando le muestras a un enfermo que busca aniquilarse a sí mismo el camino que lleva su enfermedad, se apresura a seguirlo. Por esta razón, la francesa, en lugar de estar dos años sufriendo, dejó de luchar. Se rindió a su enfermedad y la ayudó a realizar su plan en dos semanas». Aprendí la lección: antes yo creía que, para salvar a una persona, bas­taba con hacerla consciente de su impulso de autodestrucción. Este caso me hizo comprender que ese descubrimiento también podía acelerar su muerte.

En efecto, el testimonio de Valérie es muy interesante, en concreto por lo que se refiere a la relación entre la curación y la fe, y a la importan­cia del deseo de vivir. ¿Qué opina usted? ¿Había que tener fe para cu­rarse?

No necesariamente. Todo lo que cuenta Valérie es riguro­samente cierto, pero no se puede extraer de ello un principio general. Sin duda, era preferible tener fe, pero no era una con­dición sine qua non. Por otra parte, Pachita parecía saber bien cómo convencer a los escépticos, tal como hizo cuando me pu­so en la mano el emblema de mi película. Un día le llevé a Jean-Pierre Vignau, un especialista de cine. Era un coloso, cam­peón de karate, no creía en estas cosas y no pretendía dejarse embaucar por una vieja mexicana. Tenía una lesión en una pierna y le aconsejé que fuera con mi mujer a casa de Pachita. Él se mostraba reacio pero, como yo lo acusaba de tener mie­do, finalmente aceptó, aunque jurando que no se dejaría to­mar el pelo.

¿Y cuál fue el resultado del enfrentamiento entre la anciana hechi­cera y este héroe de película?

Resulta que Vignau quedó tan impresionado con la historia que él mismo la cuenta en sus memorias Corps d'acier, publica­das en 1984 por Robert Laffont. Leeré el pasaje. Este testimo­nio de un escéptico confirma lo que he dicho sobre Pachita:

Durante aquella estancia en México, en casa de Alejandro, cono­cí a la persona más insólita de toda mi existencia. La más insólita y, al mismo tiempo, la más real. Hacía meses que yo padecía un desga­rro en el muslo. Y no era pequeño sino un bulto como de dos puños, con un orificio en el centro. En París, había estado semanas visitan­do médicos y especialistas para que me lo arreglaran. Pero no había forma. Lisa y llanamente me decían que dejara el karate, porque aquello no tenía remedio. Una noche, Jodorowsky dijo a Valérie, su esposa, que tal vez podrían llevarme a visitar a Pachita, una vieja cu­randera de México. Aquí la llamaríamos bruja. Y una mañana temprano salgo rumbo a casa de Pachita con Valérie, que lleva en la ma­no un huevo crudo, imprescindible para el tratamiento.

Llegamos a una callecita no muy ancha. Un portalón de madera. Valérie llama. La puerta se entreabre y se asoma un buen hombre al que mi amiga explica el motivo de nuestra visita. El hombre nos de­ja entrar. El patio está lleno. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, sobre todo pobres, indios, mestizos, mexicanos típicos con capazos, comida y críos colgados a la espalda, gente que conver­sa, discute, vocifera. Al fondo del patio, sobre un montón de leña, un aguilucho contempla la escena con mirada penetrante y tranquila.

Esperamos. Pasados unos veinte minutos, se abre una puerta de la casa que rodea el patio. Sale una viejita, una señora anciana. Se pa­rece a muchas de las mujeres que están en el patio. Es muy bajita, gruesa, encorvada, tiene una nube en un ojo, con el que parece ver mejor que con el otro, ver lo que no ve con el bueno. Imposible cal­cular su edad. Podrían ser cien años o cincuenta. Mira a los que es­tamos en el patio, elige a un hombre, le tiende la mano. Tú... El hombre se levanta y la sigue a la casa. Después de un rato, un buen rato, sale. Ella vuelve a mirar a los reunidos y me señala con el dedo. Tú... Es a mí. Noto que adopto una actitud mental de apertura fren­te a esta persona insólita. Me digo: «No conozco nada ni sé nada. Por lo tanto, me abro. De todos modos, peor no va a quedar mi pierna».

Algo sorprendido por pasar antes que otros -Alejandro luego me explicó que Pachita considera que los hombres deben pasar antes que las mujeres, porque soportan peor el dolor y las mujeres pueden esperar-, fui tras ella, acompañado de Valérie, que le explicaba mi caso en español.

De pronto, la viejita se vuelve hacia mí y me hace dos o tres mo­vimientos de karate muy rápidos, mirándome con su ojo blanco. En aquel momento, si me hubiesen preguntado su edad, yo habría di­cho veinte años. Luego, toma el huevo crudo que ha traído Valérie, lo casca y me lo frota por todo el cuerpo: la cara, las mangas, la ca­misa, el pantalón. A continuación, hace lo mismo con un líquido blanco que saca de una botella enorme que tiene detrás. Estoy em­badurnado de pies a cabeza. Me toca la pierna, los bultos del desga­rro. Luego se vuelve, se acerca a una especie de altarcito, como un pequeño nacimiento, con figuritas y velas, y se pone a rezar en voz baja. Yo escucho; no comprendo nada, pero escucho. La habitación está en penumbra, iluminada por tres o cuatro velas. Una mesa en la que los pacientes se acuestan para ser operados, dos o tres ayudantes que están allí para aprender o para que ella les transmita su don. Y Pachita que reza. Luego deja de rezar, se vuelve hacia sus ayudantes y les dicta una lista de productos, hierbas, plantas. Dan la lista para mí a Valérie. Yo la miro.

-Y a todo esto, ¿cuánto tengo que darle?

-Dale lo que quieras, un peso, dos...

Metí la mano en mi bolsillo y saqué lo primero que encontré, un billete que equivalía a no sé cuántos pesos, lo he olvidado, y volvimos a salir al patio. Nos fuimos a uno de esos grandes mercados mexica­nos en los que todo es color, griterío y movimiento, y donde al ver la vitalidad de la gente uno piensa, al igual que en África, que no sien­ten el calor. En aquel mercado un poco demencial, compramos lo que necesitábamos. Cuando volvimos a casa de Alejandro, Valérie co­cinó un potaje con todo e hizo una cataplasma que me puso en el muslo. La llevé puesta durante tres semanas. Con ella hacía mi vida normal e incluso entrenaba. Después de tres semanas, me la quité. ¡Había desaparecido completamente! No sentí más dolor que el ti­rón al quitar la cataplasma, que me arrancó el vello. El desgarro es­taba curado. Y nunca más he vuelto a sentirlo. Evidentemente, aque­llos que no han vivido una situación similar pueden cuestionar la veracidad de la minoría que sí lo ha hecho. Pero yo afirmo que Pachita me había curado realmente.

Éste es el testimonio de Jean-Pierre. Interesante, ¿no te pa­rece?

¡Por supuesto! ¿Y qué puede deducirse de todo ello?

Yo nunca diría que las manipulaciones de Pachita fueran verdaderas operaciones; pero tampoco diría lo contrario. Y fi­nalmente, saqué la conclusión de que eso no era importante. En realidad, lo que hace que estas cosas nos intranquilicen es nuestra creencia en un mundo «objetivo», nuestra mentalidad moderna autodenominada racional. Siempre pretendemos si­tuarnos como observadores distantes de un fenómeno supues­tamente externo cuyos mecanismos deben ser nítidamente de­lineados. En la mentalidad «chamánica», por el contrario, este problema ni se plantea. No hay ni sujeto observador ni objeto observado, sólo está el mundo, sueño hormigueante de signos y símbolos, campo de interacción en el que confluyen fuerzas e influencias múltiples. En ese contexto, saber si las operacio­nes de Pachita son «reales» o no resulta incongruente. ¿Qué realidad? Desde el momento en que entras en el campo ener­gético de la bruja, te integras en su realidad y ella a su vez en­tra en la tuya, ambos evolucionan en una realidad donde las prácticas de curación son operantes. ¡Y el hecho es que mu­chas personas se han curado realmente! Por otro lado, ate­niéndome al punto de vista llamado «objetivo», nunca pude descubrir el «truco», a pesar de haber estado a su lado semana tras semana durante horas... En cualquier caso, no se puede si­no reconocer el genio de Pachita. ¡Si lo suyo era teatro, qué gran actriz! ¡Si era ilusionismo, esta buena mujer fue la ilusio­nista más grande de todos los tiempos! Y qué psicóloga...

¿Qué le enseñó? ¿Qué ha rescatado de todo ello para integrarlo lue­go en la práctica de la psicomagia?

En primer lugar aprendí a tratar a las personas. Gracias a ella, comprendí que todos -o casi todos- somos niños, a veces adolescentes. Lo primero que hacía Pachita era tocar con sus manos a todo el que acudía a ella, con lo que establecía una re­lación sensorial e infundía confianza a las personas. Se produ­cía un fenómeno extraño: desde el momento en que sentías en ti sus manos, se transformaba para ti en una especie de ma­dre universal y no podías resistirte. Así me sucedió también a mí, a pesar de que, por entonces, yo rechazaba a los maestros y me negaba a someterme. Sin embargo, al tocarla mi resis­tencia se derretía como la nieve al sol. Pachita sabía encontrar en el adulto, incluso en el más seguro, un niño dormido, an­sioso de amor, y el contacto era más eficaz que las palabras para establecer confianza y abrir su estado receptivo. Este con­tacto también parecía permitirle hacer el diagnóstico. Recuer­do, por ejemplo, la ocasión en que le llevé a un amigo francés. Hacía tiempo que sentía dolores, y los médicos franceses ha­bían necesitado seis meses para diagnosticarle un pólipo en el intestino. Pachita le pasó las manos por el cuerpo e inmedia­tamente detectó la presencia de un bulto en el intestino. ¡Mi amigo se quedó atónito!

Pero, aparte de manifestar estas facultades casi adivinato­rias, aquella bruja practicaba a veces lo que hoy me parecen ac­tos psicomágicos maravillosos: un día recibió a un hombre que estaba al borde del suicidio porque no soportaba la idea de quedarse calvo a los 30 años. Había probado todos los trata­mientos posibles sin éxito. El Hermano le preguntó por boca de la anciana: «¿Crees en mí?». El hombre respondió afirmati­vamente, y de hecho, tenía fe en Pachita. El espíritu le dio en­tonces estas instrucciones: «Consigue un kilo de excrementos de rata, orina encima y mézclalo bien hasta obtener una pasta que te aplicarás en la cabeza. Este remedio te hará crecer el pe­lo». El hombre se quejó suavemente pero Pachita insistió, di­ciendo que, si quería evitar la calvicie no había más remedio. Él decidió entonces someterse a este insólito tratamiento. Tres meses más tarde volvió a visitarla y le dijo: «Es muy difícil en­contrar excrementos de rata, pero al fin localicé un laborato­rio en el que crían ratas blancas. Convencí a un empleado pa­ra que me guardara los excrementos. Cuando reuní el kilo, oriné encima, hice la pasta y entonces me di cuenta de que me daba lo mismo no tener pelo. Por lo tanto, no usé el ungüen­to y decidí aceptar mi suerte».

Yo vi en aquello un acto de psicomagia elemental. Pachita le pidió un precio que él no estaba dispuesto a pagar. Cuando se encontró ante la acción misma, comprendió que podía per­fectamente aceptar su destino. Ante la exigencia real, prefirió seguir siendo calvo. Salió de su mundo imaginario para mirar de frente al mundo real. Estas instrucciones, absurdas a pri­mera vista, le dieron ocasión de madurar, le hicieron pasar por todo un proceso al final del cual le fue posible aceptarse tal co­mo era. Así concibo yo la psicomagia. Muchas veces, Pachita inducía a las personas a realizar un acto insólito que, a fin de cuentas, se orientaba a reconciliarlos con un aspecto de ellos mismos. Recuerdo a una persona para quien el dinero repre­sentaba un gran problema, una persona incapaz de ganarse la vida. La vieja le impuso un extraño ceremonial: el «paciente» debía orinar todas las noches en un orinal, hasta que estuviera lleno. Después, tenía que dejar el orinal debajo de la cama y dormir treinta días encima de su orina. Yo fui testigo de la con­sulta y, por supuesto, me pregunté cuál sería su significado. Po­co a poco fui encontrando su sentido: si una persona que no sufre ninguna disminución física ni intelectual no consigue ga­narse la vida es porque no lo quiere. Una parte de sí misma se opone a ello y se encuentra en conflicto con el dinero. Ahora bien, seguir las instrucciones de Pachita podía implicar expo­nerse a un verdadero suplicio: no hace falta mucho tiempo pa­ra que la orina conservada día tras día bajo la cama apeste. El paciente que es obligado a dormir encima del orinal queda im­pregnado de sus propios efluvios, descansa junto a la maceración de sus desperdicios. Por otra parte, este ejercicio requie­re un espíritu de sacrificio y desarrolla la fuerza de voluntad. Porque es necesario tenerlos para soportar todas las noches el encuentro con la propia orina...

Sin duda, pero ¿qué relación tiene eso con el dinero?

En primer lugar una relación simbólica: la orina es de color amarillo, como el oro. Pero, al mismo tiempo, es un desecho... Producir desechos es una necesidad fisiológica, y la necesidad de orinar o defecar es en sí misma producto de otra necesidad, la de comer y beber. Ahora bien, para atender a esas necesida­des, hay que ganar dinero. El dinero, en la medida en que representa energía, tiene que circular..., y aquella persona no se ganaba la vida porque sentía repulsión por el dinero, que con­sideraba sucio, vil... En esa persona, el concepto del dinero co­mo energía estaba bloqueado. Lo necesitaba, pero no quería verse activa en su manipulación. Una parte de ella se negaba a intervenir en el movimiento que hace que el dinero entre y sal­ga, se transforme en alimentos... Le asqueaba reconocer el le­gítimo lugar del «oro» en esta red que constituye toda existen­cia. Pachita le obligó a dominar ese miedo. Al encontrarse cada noche solo con su orina estancada, el paciente tuvo la visión de que el oro-excremento no es «sucio» si circula. Si uno se niega a verlo y lo mete debajo de la cama, empiezan los problemas... El «oro» hedía porque esa persona le había asignado un lugar vergonzoso. Finalmente, como te decía, el solo hecho de prac­ticar el ejercicio hasta el fin le obligó a ejercer su voluntad, cua­lidad imprescindible para ganarse la vida normalmente.

A propósito, ¿Pachita requería algún pago a sus pacientes?

No; no exigía honorarios, pero la gente le hacía donativos. Cuando operaba, siempre tenía cerca de ella un cesto con una gran bolsa en donde los pacientes ponían lo que querían. No se podía acusar a Pachita de estar al frente de un business. Aun­que, por supuesto, los que tenían dinero le pagaban bien; por­que, sin duda, era una experiencia impagable hacerse atender por esa mujer... Ella no curaba para ganar dinero, ganaba di­nero porque curaba.

Volvamos a su experiencia y a lo que supuso para usted ese en­cuentro con ella, en cuanto a la psicomagia.

Su contribución a la psicomagia es tan simple como esen­cial: observándola, descubrí que, cuando se simula una opera­ción, el cuerpo humano reacciona como si sufriera una verda­dera intervención. Si yo te comunico que abriré tu vientre para extirparte un trozo de hígado, si te obligo a tenderte en una mesa y reproduzco exactamente todos los sonidos, todos los olores y las manipulaciones, si sientes el cuchillo en la piel, si ves saltar la sangre, si tienes la sensación de que mis manos te revuelven las entrañas y extraen algo de ellas, estarás «opera­do». El cuerpo humano acepta directa e ingenuamente el len­guaje simbólico, al modo de los niños. Pachita lo sabía y era una maestra suprema en el arte de utilizar ese lenguaje de ma­nera operativa, nunca mejor dicho.

Así pues, ¿Pachita era ante todo una especialista en comunicación simbólica?

Absolutamente. Además, observaba con mucha atención los objetos, las joyas que llevabas. Recuerdo a una mujer con una pulsera ovalada, en la cual, en un orificio también ovalado, es­taba incrustado un reloj. Aquello tenía que ser, sin duda, un re­galo de su madre, y Pachita descubrió inmediatamente que esa mujer no resolvería sus problemas hasta que se librara de la in­fluencia de su madre. Era evidente además que aquel orificio simbolizaba a la madre, en el seno de la cual se mantenía aún la hija-reloj. Intuitivamente, Pachita descifró el mensaje simbó­lico y recomendó todo un ritual para deshacerse del objeto. Pa­ra ella nada era insignificante, el mundo era como un bosque de símbolos en relación permanente. Estando en contacto con ella me abrí al lenguaje de los objetos, al significado que encie­rran, por ejemplo, los regalos: todo obsequio tiene un sentido, se inscribe en una dinámica de posesión y comunicación. Olvidar una cosa en casa de un amigo, por ejemplo, o en un sitio público no tiene nada de gratuito. La brujería primitiva conoce el mecanismo de estas interacciones y las domina más o menos. Pero se trata, desde luego, de un conocimiento intuitivo, no in­telectual ni científico. El brujo o chamán probablemente sería incapaz de describir rigurosamente su propia práctica; para ello tendría que situarse en el exterior, verse actuar y descifrar su funcionamiento. Ahora bien, su poder está precisamente en el hecho de mantener con el mundo una relación interna.

Él no es espectador de un mundo «objetivo» inanimado, si­no parte integrante de un universo subjetivo en el que todo es­tá vivo. La misma Pachita entendía las enfermedades como se­res animados: el tumor era una criatura maléfica que merecía ser quemada viva, y de pronto oías como trinos de pájaros. A veces extirpaba del cuerpo enfermo una forma en movimien­to que veías agitarse en la penumbra como un títere. Ella ma­terializaba la enfermedad, que así perdía su poder como ene­migo invisible -y por ello tanto más amenazador-, y la encarnaba en una figura vagamente grotesca, que merecía re­cibir la muerte. Del vientre de un homosexual vi cómo sacaba un falo negro que resoplaba como un sapo...

Algo digno de uno de sus happenings... Lo que usted describe son realmente escenas «pánicas».

¡Digno de Goya! No sé cómo lo hacía para llevarnos a ese mundo barroco... ¿Trance, alucinación colectiva, prestidigitación genial? De todos modos, si había trampa, era una trampa sagrada. Quiero decir que sus actos mágicos resultaban efica­ces. Pachita aliviaba a la mayoría de los que iban a verla, por eso quise observarla y aprender de ella...

Pero situándose en una lógica un poco diferente: a diferencia de un Castaneda, que después de recibir el mensaje de don Juan se convierte él mismo en chamán, usted no pretende ser brujo. Usted se contenta con asimilar ciertos principios universales para transportarlos a una ac­tuación no mágica, sino «psicomágica».

Es cierto, porque yo no provengo de una cultura «primiti­va». En mi opinión, salvo excepciones -no me pronuncio so­bre el caso de Castaneda, a quien conocí en México en aque­lla época-, no puedes convertirte en chamán o brujo si no has nacido en un contexto primitivo. Con la mejor voluntad y la mayor amplitud de criterio del mundo, no se libera uno tan fá­cilmente de todo su bagaje occidental y racional.

Castaneda es un personaje inaprensible al que pocos pueden ufa­narse de haber visto. ¿En qué circunstancias lo conoció?

En aquel entonces, en los años setenta, yo era muy conoci­do en ciertos medios, gracias a mi película El Topo, que para muchos era una especie de referencia en materia de cine má­gico. Castaneda había visto El Topo dos veces, y le había gusta­do. Yo me encontraba en México en un restaurante en el que sirven unos filetes espléndidos y se bebe buen vino. Iba acom­pañado de una actriz mexicana que reconoció en el local a una amiga que estaba con un señor. Castaneda -que no era otro el señor-, al enterarse de quién era yo, envió a su amiga a nuestra mesa. La mujer me preguntó si quería conocer a Cas­taneda. «Desde luego», respondí. «¡Soy un gran admirador su­yo!» Ella dijo que él vendría a sentarse a mi mesa, pero yo insis­tí en ir a la suya.

Una coincidencia novelesca...

¡La vida es novelesca! Propuse a Castaneda ir a su casa, pe­ro él quiso venir a mi hotel. Éramos como dos chinos, rivali­zando en cumplidos. Él no paraba de darme la preferencia, y yo hacía otro tanto, por supuesto...

¿Y no dudó de si realmente estaba en presencia de Castaneda?

Ni un instante. Más adelante, en Estados Unidos se publicó un libro en el que aparece un retrato suyo, un dibujo. Y es el retrato del hombre al que conocí.

¿Cuál fue su primera impresión?

En México, es fácil determinar la clase social a la que per­tenece un hombre sólo con verle el físico. Castaneda tiene as­pecto de camarero.

¡Cómo!

Sí, tiene aspecto de hombre del pueblo; no es grueso, pero sí fornido, con el pelo crespo y la nariz un poco achatada: un mexicano de las clases populares. Pero, en cuanto abre la bo­ca, se transforma en príncipe; detrás de cada palabra suya se percibe una gran cultura.

¿Da impresión de sabiduría?

Más que de sabiduría, de simpatía. Enseguida nos hicimos amigos. Vestía con sencillez y estaba despachando un buen filete, regado con Beaujolais... No se parecía a don Juan sino al Castaneda que se manifiesta en los libros. Yo volvía a encon­trarme con su tono, con su voz, por así decirlo...

Según usted, ¿sus libros narran hechos reales o son ficción?

Me es difícil pronunciarme. Mi impresión es que se funda sobre una experiencia real a partir de la cual elabora e intro­duce conceptos extraídos de la literatura esotérica universal. En sus libros encuentras el zen, las Upanishads, los tarots, el trabajo sobre los sueños... Una cosa es segura: que recorre real­mente México para hacer sus investigaciones.

¿Cree en la existencia de don Juan?

No; creo que este personaje es un invento genial de Casta­neda, que desde luego ha conocido a varios brujos yaquis.

¿Cómo se desarrolló su conversación en la habitación del hotel?

En primer lugar, llamó para avisarme de que llegaría con cinco minutos de adelanto. Me conmovió tanta delicadeza. Luego, cuando llegó, le dije: «No sé si eres un loco, un genio, un granuja o si dices la verdad». Él me aseguró que no decía más que la verdad, y a renglón seguido me contó una historia increíble, de cómo don Juan, con una simple palmada en la es­palda, lo había proyectado a cuarenta kilómetros de distan­cia... porque se había dejado distraer por una mujer que pasa­ba por allí... También me habló de la vida sexual de don Juan, que era capaz de eyacular quince veces seguidas. Por otra par­te, me parece que al propio Castaneda le gustan mucho las mujeres. Me preguntó si no podríamos hacer una película los dos juntos. Hollywood le había ofrecido mucho dinero, pero él no quería que don Juan fuera Anthony Quinn... Entonces empezó a tener diarrea, con mucho dolor en el vientre, algo que, me dijo, no le ocurría nunca. También yo sentía fuertes dolores, en el hígado y en la pierna derecha. Era extraño que nos vinieran aquellos dolores cuando empezábamos a plantearnos un proyecto. El dolor hacía que nos arrastráramos por la habitación. Llamé a un taxi y lo acompañé al hotel. Después, fui a hacerme operar por Pachita. Había instado a Castaneda a que fuera a conocer a aquella mujer excepcional, pero no com­pareció. Tuve que guardar cama durante tres días. Una vez res­tablecido, lo llamé al hotel, pero ya se había marchado. No he vuelto a verlo, la vida nos separó. Un guerrero no deja huella.

Es decir, que le parece a la vez un tramposo y una persona muy in­teresante...

Me contó sus historias de don Juan con tanta convicción... Yo estoy acostumbrado al teatro, a los actores, y no me pareció que mintiera. ¿Quizá esté loco y sea un genio?

Según usted, ¿cuál ha sido la aportación de Castaneda?

Su aportación ha sido inmensa: él creó una fuente de co­nocimiento diferente, la fuente sudamericana. Hizo revivir el concepto del guerrero espiritual... Volvió a poner de actuali­dad el trabajo sobre el sueño despierto. Sin duda, ha publica­do demasiado, pero los editores norteamericanos hacen fir­mar contratos por una decena de libros. Y siempre, a pesar de todo, tiene algo nuevo que decir, sus libros revelan muchas co­sas olvidadas. De manera que, verdad o mentira, poco impor­ta. Si es trampa, es una trampa sagrada...

En tanto que chileno de origen ruso con largos años de vida en Mé­xico, ciertamente no es usted el prototipo del occidental adorador de la diosa Razón...

Es verdad, soy un poco loco, como tú sabes... Pero mi locu­ra, mi desmesura, permanecen enraizadas en una cultura, pe­se a todo, moderna. Queriéndolo o no, soy el producto de una sociedad materialista que pretende mantener con el mundo una relación objetiva. Mis audacias más extremas se sitúan siempre dentro de ese contexto del que no podemos salir. Tal vez lo expanden, hacen salir a flote sus contradicciones y ca­llejones sin salida, pero no los anulan. Para ser brujo o cha­mán, hay que habitar un mundo chamánico. En lo que a mí respecta no creo lo suficiente en la magia primitiva como para hacerme mago yo mismo. Por eso si bien quise aprender de Pachita, nunca aspiré a recibir su don para convertirme en sana­dor a mi vez. Es más, diría que siempre me resistí a ello.

Será que no cree en la magia lo suficiente como para hacerse mago, pero cree en ella a pesar de todo...

Lo cierto es que no puedo decir que sea verdad ni que sea mentira. Pero enseguida comprendí que, si quería aprender de Pachita, tenía que adoptar una actitud inequívoca y hacer como si no creyera en absoluto.

¿Por qué?

Si hubiera partido del principio de que todo aquello podía ser verdad, de que la magia como tal podía ser una realidad, pronto habría llegado a un callejón sin salida. Me habría es­forzado en seguirla por su vereda mágica, en convertirme yo mismo en mago para conseguir unos resultados sólo parciales o mediocres, ya que, repito, uno no puede cambiar de piel y convertirse en chamán porque se diga que todo esto podría ser verdad. De modo que me obligué a hacer como si no pudiera ser más que falso. Por «falso» no quiero decir inexistente -ha­bía que reconocer las curaciones y los fenómenos extraños que se producían en torno a ella-, sino más bien que pueda ser explicado por un conjunto de leyes psicofisiológicas. De es­te modo, me encontraba en disposición de aprender de esta mujer algo que después yo podría utilizar en mi propio con­texto.

¿Como por ejemplo el qué?

La forma de manejar el lenguaje de los objetos y el vocabu­lario simbólico, a fin de producir ciertos efectos en la gente; en síntesis, el modo de dirigirse directamente al inconsciente en su propio lenguaje, ya fuera a través de palabras, de objetos o de actos. Eso aprendí de Pachita.

Pachita era excepcional, sin duda, pero se inscribía en una tradi­ción...

Desde luego. Por ello, después de conocerla, descubrí el lu­gar que ocupa la magia en todas las culturas primitivas. Leí centenares de libros sobre el tema, para intentar extraer los elementos universales dignos de ser utilizados de manera cons­ciente en mi propia práctica. No voy a extenderme sobre eso, pero daré algunos ejemplos. En todas las culturas se encuentra la idea del poder de la palabra, la certeza de que el deseo ex­presado en la forma adecuada provoca su realización. Pero con frecuencia el nombre de Dios o del espíritu se refuerza por su asociación a una imagen. Los antiguos sabían intuitiva­mente que el inconsciente no sólo es receptivo al lenguaje oral, sino también a las formas, a las imágenes, a los objetos. Por otra parte, los egipcios concedían importancia capital a la palabra escrita. Más que decir había que escribir. En psicomagia, yo acostumbro pedir a la gente que escriba cartas, no tan­to por lo que digan en ellas cuanto porque el solo hecho de escribir y enviar la misiva posee efectos terapéuticos. Otra prác­tica universal es la de la purificación, las abluciones rituales.

En Babilonia, durante las ceremonias de curación, los exorcistas ordenaban al paciente que se desnudara, que tirara todas sus ropas viejas, símbolos del yo antiguo, y se pusiera vestidu­ras nuevas. Los egipcios consideraban la purificación requisito preliminar para recitar las fórmulas mágicas, tal como atesti­gua este texto antiguo, del que he olvidado su procedencia, pe­ro que me ha servido de inspiración: «Si un hombre pronuncia esta fórmula para uso propio, debe untarse de óleos y un­güentos y tener en la mano el incensario lleno; debe tener na­trón de cierta calidad detrás de las orejas y una calidad diferente de natrón en la boca; debe vestir dos prendas nuevas después de haberse lavado en las aguas de la crecida, calzar sandalias blancas y haberse pintado la imagen de la diosa Maat en la lengua con tinta fresca». También yo pido a muchos de los que vienen a consultarme que tomen baños y procedan a ciertos lavatorios, porque sé que este acto, ingenuo en apa­riencia, influirá notablemente en su psicología, los situará en una disposición distinta. Si alguien teme ir a hablar con su madre, le recomiendo que antes de la entrevista se enjuague la boca siete veces y que se llene los bolsillos de lavanda. Bastarán esos detalles para que aborde la entrevista de diferente manera. Los antiguos atribuían también un papel benefactor a nu­merosos objetos simbólicos: los textos mágicos se recitaban so­bre un insecto, un animal pequeño o, incluso, un collar. Tam­bién se utilizaban bandas de lino, figuritas de cera, plumas, cabellos... Después de encontrar en los textos antiguos refe­rencias a estas prácticas, me entregué a una reflexión acerca de las proyecciones que las personas hacen sobre los objetos y me pregunté cómo usarlas de modo positivo. Los magos gra­baban el nombre de sus enemigos en vasijas que luego rom­pían y enterraban, destrucción y desaparición que debían aca­rrear las de tales adversarios... En las suelas de las sandalias reales se pintaban las efigies de los «malvados», para que el rey pisoteara a diario a los posibles invasores. En psicomagia, yo recurro a los mismos principios «primitivos», pero con fines exclusivamente positivos. Aconsejo a la gente que «cargue» un objeto, que inscriba un nombre... En este mismo orden de co­sas, los brujos hititas me hicieron descubrir los conceptos de sustitución e identificación: en realidad, el mago no destruye el mal, sino que se apodera de él descubriendo sus orígenes y lo extirpa del cuerpo o del espíritu de la víctima para devol­verlo a los infiernos. Según un antiguo texto, «se atará un ob­jeto a la mano derecha y al pie derecho del oferente, después se desatará y se atará a un ratón, mientras el oficiante dice: 'Yo te he extirpado el mal y lo he atado a este ratón"; y entonces se liberará al ratón». Así extirpaba Pachita el mal para instilar­lo en una planta, un árbol o un cactus, eso hacía que la planta muriera ante nuestros ojos. También se puede sustituir a la víc­tima por un cordero o una cabra: es el viejo método del sacrificio de sustitución, en el que el animal ocupa el lugar del en­fermo: se amarra el turbante de éste a la cabeza de la cabra, a la que se le corta el cuello con un cuchillo que antes habrá to­cado el cuello del enfermo. Según la magia judía es posible en­gañar, burlar e inducir a error a las fuerzas del mal. Para ello se disfraza a la persona en la que éstas se ensañan, se le cam­bia el nombre... Yo mismo he tenido ocasión de comprobar los benéficos resultados que se obtienen con la modificación del nombre, aunque sólo sea la ortografía. Aplico la misma idea a una carta del tarot: la Torre («la Casa de Dios» /La Maison Dieu/ en francés) en principio indica una catástrofe, pero ¿por qué no ver en ella «el Alma y su Dios» /L'Âme et son Dieu/ (que sue­na igual en francés) y darle así una carga positiva? Estos viejos rituales me han enseñado también a sugerir sepultar algo en la tierra cuando se quiere purificarlo.

Estos no son sino ejemplos de principios universales del ac­to mágico que he recuperado para utilizarlos en el acto psicomágico o, en otras palabras, en una acción terapéutica.


 

 

El acto psicomágico

¿En el contexto mágico que rodea a una bruja como Pachita, la fe juega un papel esencial?

Bueno, en vez de hablar de «fe» utilicemos la palabra «obe­diencia». Quiero decir sencillamente que, aunque no se crea en el poder de la bruja, es conveniente permanecer imparcial y darle todas las posibilidades de actuar. Dicho de otra mane­ra, tengas o no tengas fe, debes ser lo bastante honesto como para seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Si acu­des a un médico y al salir de su consulta no te molestas en com­prar ni tomar los medicamentos que te ha recetado, ¿cómo po­drás pronunciarte después sobre la eficacia de su tratamiento? Si Pachita recomienda un acto, la persona cree en él y lo cum­ple sin tratar de comprender. Obedece, eso es todo, por mis­teriosa que pueda ser la práctica recomendada. Como ya hemos indicado, todo esto forma parte de una cultura radicalmente distinta de la nuestra. El director de una importante revista mensual parisiense, afectado por un cáncer, me preguntó en aquellos años si podía presentarle a Pachita. Lo llevé a su casa, ella lo operó y le dijo: «Estás curado, pero cuidado: no se lo di­gas a nadie hasta que hayan transcurrido seis meses». Él no obedeció. Apenas regresó a Francia, se hizo examinar por una serie de médicos, con la esperanza de que le confirmaran el veredicto de la bruja. Éstos le dijeron que no estaba curado, y murió tres meses después. Por el contrario, un amigo francés, secretario de prensa de una gran compañía cinematográfica, que había tenido varios infartos, a instancias mías fue a ver a Pachita para que le «cambiara el corazón». Terminada la ope­ración, la bruja le pidió que esperara tres meses, y él así lo hi­zo. Al cabo de ese período, se sometió a varios exámenes, y el electrocardiograma reveló una gran mejoría. Han transcurri­do años y él sigue vivo... También podría citarte el caso de la asistente del cineasta François Reichenbach. A consecuencia de un accidente de tráfico, parecía condenada a la parálisis. Pachita la operó y volvió a andar. Hace un tiempo vino a ver­me para darme las gracias por haberle presentado a la bruja. Aproveché la ocasión para pedirle que testificara en una con­ferencia que yo daría en la Sorbona ante un auditorio de unas quinientas personas. Permíteme que te lea parte de su testi­monio, tal como fue grabado y transcrito:

-(Jodorowsky:) Así pues, voy a interrogarte. ¿Cómo te llamas?

-Claudie.

-¿De qué director francés eras asistente?

-Era asistente de Reichenbach.

-¿Tuviste un accidente?

-Sí, en Belice. Tenía la columna vertebral hecha migas, nervios seccionados en la espalda y nueve vértebras rotas. Estuve tres meses en coma. Cuando recobré el conocimiento, me dijeron que estaba paralítica y que no podría volver a andar. Entonces me llamó Rei­chenbach y me dijo: «Estoy con Alejandro Jodorowsky, te lo paso». Para mí, en aquel entonces, Jodorowsky era una persona que había hecho una película completamente delirante. Me pregunta: «¿Qué te pasa?», y yo le contesto: «Estoy paralítica». «No es grave», me dice entonces. «Tienes que ir a México a ver a la bruja Pachita.» Fui a ope­rarme, a pesar de que no creía. No creía en su cuchillo, ni creía en nada. Me hizo un daño de mil demonios. Aquello dolía mucho. Me abrió desde la nuca hasta el cóccix. Yo le había dado cien francos de la época para que comprara vértebras.

-(Alguien del público:) ¿Cómo?

-(Jodorowsky:) Sí, deben saber que Pachita compraba vértebras en el hospital o en el depósito de cadáveres, no sé muy bien... A veces, aparecía con un corazón en un frasco...

-¡Sí, así fue! Pero he de decirles algo: yo estaba segura de que un día me levantaría y volvería a andar. No creía en Pachita y me parecía que Alejandro estaba loco, pero estaba segura de que volvería a an­dar, y lo conseguí a través de ella. Pero ante todo creía en mí misma.

-¡Cuenta tu operación!

-Bien, con el cuchillo me abrió de arriba abajo la columna verte­bral. Lo sentí perfectamente. Después, sentí como si golpeara con un martillo. Luego, me dio la vuelta... Ah, no, antes me puso alcohol de noventa grados. Había un olor inmundo a sangre caliente. El alcohol me escocía de un modo horrible. ¡La mordí! ¡Sí, la mordí! Me pasó por delante un brazo y, desde luego, no desperdicié la ocasión. En aquel momento estaba a punto de desmayarme. En realidad, no era tanto por el dolor como por el olor a sangre, no lo soportaba. Me pu­so boca arriba. Yo me dije: «Pero ¿qué hace?», y dejé de verle las ma­nos. Ya no había manos. Estaban dentro de mi vientre, y yo no sentía nada.

-Esto es lo que vio...

-Eso es lo que vi.

-¡Eso es! A veces, amigos, esto es como la transferencia. No sé si han visto ustedes una emisión sobre aikido2: llega el maestro y, con el ki, parece invencible. No lo es porque ante una persona que no sea discípulo suyo no puede hacer nada. Es necesario que haya una transferencia. Es decir, que transferimos a ciertos arquetipos fuerzas que llevamos dentro y, en virtud de esta transferencia, hacemos de esa persona un maestro, un gurú, alguien que posee una fuerza in­mensa. Alguien invencible. Ello se debe a nuestra transferencia. Es completamente útil y necesario, pero se trata de una transferencia. Con Pachita lo curioso era que todo el que iba a verla hacía esa transferencia.

 

Interesante... Claudie no creía, pero se sometió plenamente, a dife­rencia del director de la revista, que hizo lo que se le antojó.

Sí. Para que la práctica funcionara, ante todo había que prestarse al juego sin tratar de comprender. No obstante, por lo que a mí respecta, me esforcé en descubrir algunos de los mecanismos que actuaban en el proceso de curación, a fin de poder reutilizarlos después. Recuerdo, por ejemplo, a un ami­go que se sentía muy débil. Pachita le dijo que no tomara más vitaminas. Le ordenó que entrara en una carnicería, robara un trozo de carne y se lo comiera.

2 Arte marcial de origen japonés utilizado como defensa personal. Con­siste en usar la energía del atacante para así vencerlo. (N. del E.)

 

Debía proceder a este ritual una vez a la semana. Por supuesto, el hombre recuperó toda su energía y, a mi modo de ver, por una razón muy simple: co­meter un robo semanal era para aquel pobre hombre tímido un acto de una audacia inaudita. Tenía que movilizar todas sus energías. Entonces descubrió que era más fuerte y decidido de lo que creía y, desde el momento en que tuvo otra percepción de sí mismo, su vida cambió. Al menos, así es como yo me lo explico.

Entre captar algunos de los sutiles mecanismos psicológicos presen­tes en la brujería practicada por Pachita y recomendar actos uno mis­mo, media una gran distancia. ¿Cómo salvó usted esa distancia? ¿Cómo pasó de una reflexión sobre el acto mágico a la práctica de la psicomagia?

Como sabes, he estudiado a fondo el tarot y gozo de cierta reputación como tarotista. Pero yo soy autor de historietas pa­ra cómic y director de teatro y de cine, por lo que nunca he tratado de ganarme la vida con las cartas. Sin embargo, en un momento determinado, quise profundizar en mi estudio del tarot. Para ello tenía que comunicarme con los demás, practi­car la lectura de las cartas. Me fui entonces a una librería de la rué des Lombards que se llama Arcane 22 y que está especiali­zada en tarot. Como los dueños me respetaban, les propuse que me acondicionaran un cuartito en la trastienda, comprometiéndome, a cambio, a recibir a dos personas al día duran­te seis meses, para echarles las cartas de forma profesional. Los dueños de la librería pusieron un cartelito y empezaron a lle­gar consultantes. No voy a extenderme aquí sobre mi concep­to del tarot. Sólo diré que yo no leo el futuro, sino que me con­formo con el presente y centro la lectura en el conocimiento de uno mismo, partiendo del principio de que es inútil cono­cer el futuro cuando se ignora quién es uno aquí y ahora. En suma, aquellas sesiones suscitaron en mí ciertas reflexiones. Cuanto más avanzaba, constataba con más fuerza que todos los problemas desembocaban en el árbol genealógico.

¿Qué quiere decir con eso?

Acceder a las dificultades de una persona es acceder a su fa­milia, penetrar en la atmósfera psicológica de su medio fami­liar. Todos estamos marcados, por no decir contaminados, por el universo psicomental de los nuestros. Así, muchas personas asumen una personalidad que no es la suya, sino que proviene de uno o de varios miembros de su entorno afectivo. Nacer en una familia es, por decirlo así, estar poseído.

Esta posesión suele ser transmitida de generación en gene­ración: el embrujado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él... a no ser que una toma de conciencia logre romper el círculo vicioso. Al ca­bo de una consulta de dos horas, muchos exclamaban: «¡No había descubierto tantas cosas ni en dos años de psicoanáli­sis!». Esto me dejaba muy satisfecho y convencido de que bas­taba con ser consciente de una situación problemática para re­solverla. Sin embargo, no era verdad. Para superar una dificultad no basta con identificarla claramente. Una toma de conciencia que no es seguida de un acto resulta completa­mente estéril. Poco a poco, fui dándome cuenta de eso y llegué a la conclusión de que tenía que aconsejar a la gente. Pero me resistía a hacerlo. ¿Con qué derecho podía entrometerme en la vida de los demás, ejercer una influencia en su comportamiento? ¡Yo no quería convertirme a mi vez en embrujador! Era una posición difícil, ya que las personas que venían a con­sultarme no pedían otra cosa: habría tenido que convertirme en padre, madre, hijo, marido, esposa... Pero no estaba dis­puesto a convertirme en director espiritual de nadie, a inmiscuirme en la existencia de los demás. Entonces se me ocurrió una idea: para que las tomas de conciencia fueran eficaces, yo debía hacer actuar al otro, inducirle a cometer un acto muy preciso, sin por ello asumir la tutela ni el papel de guía res­pecto a la totalidad de la vida de esa persona. Así nació el acto psicomágico, en el que se conjugan todas las influencias asi­miladas en el transcurso de los años y de las que hemos habla­do en nuestras charlas.

¿Cómo procedía usted?

Ante todo, estudiaba a la persona, exigía que me lo contara absolutamente todo. En lugar de tratar de adivinar por el tarot lo que pudiera ocultarme, simplemente la sometía a un inte­rrogatorio. Preguntaba a mi consultante por su nacimiento, sus padres, sus abuelos, sus hermanos, su vida sexual, su rela­ción con el dinero, su vida sentimental, su vida intelectual, su salud...

En suma, una verdadera confesión.

¡Absolutamente! Y pronto fui depositario de unos secretos terribles: robos, violaciones, incestos... Un hombre me confesó que, siendo niño, al finalizar el año escolar, esperó encima de un muro a un profesor al que detestaba para arrojarle una gran piedra sobre la cabeza. Quizá el profesor se murió, pero el chico no se quedó allí para comprobarlo... Un día recibí a un padre de familia belga, y enseguida noté que era homose­xual. «Sí», me confiesa, «y tengo relaciones sexuales con diez personas al día en las saunas, cada vez que vengo a París. ¿Sa­be cuál es mi problema? Que me gustaría hacerlo con catorce, como mi amigo...». Empezaron a salir los trapos sucios. Reci­bía las confidencias más oscuras y extravagantes. El incesto es­taba a la orden del día: una mujer me confesó que el padre de su hija no era otro que su propio padre; un chico seducido por su madre me contó todos los detalles... Sadomasoquismo, fijaciones homosexuales, obsesión por el placer solitario... ¡Por allí aparecía de todo! La gente se desahogaba porque sentía confianza y me juzgaba capaz de proponerles una terapia adaptada a su herencia social y cultural.

¿Por qué era importante para usted que fuera tan detallada la con­fesión?

Porque, antes de emprender cualquier cosa, es imprescin­dible conocer el terreno. Aprendí ese principio de Miyamoto Musashi, el autor del Libro de los cinco anillos. Antes del comba­te, dice, hay que ir al terreno muy temprano y adquirir de él un perfecto conocimiento. También hay médicos que aplican este método. La familiarización con el terreno psicoafectivo de la persona me parecía un requisito previo para la recomenda­ción de cualquier acto psicomágico.

¿Y qué función cumple el tarot en todo esto ? Si una persona se con­fiesa, ya no es necesario adivinar nada.

Las personas suelen hacer sólo medias confesiones. Se guar­dan lo mejor para después, por decirlo así... El tarot me ayu­daba a sacar a la luz secretos inconfesables en un primer mo­mento. De ese modo, disponiendo de todos los elementos, estabas en condiciones de proponer un acto a la vez irracional y racional: irracional en apariencia, pero racional en la medi­da en que la persona sabía por qué tenía que realizarlo. Por otra parte, todo acto psicomágico tiene efectos perversos, es decir, incontrolados, que constituyen precisamente su riqueza.

Explíquelo, por favor.

Daré un ejemplo: un día recibí la visita de una señora suiza cuyo padre había muerto en Perú cuando ella tenía 8 años. Su madre hizo desaparecer todo rastro de aquel hombre, que­mando cartas y fotos, por lo que mi consultante seguía siendo, en el plano emocional, una niña de 8 años. Con más de cua­renta de vida, hablaba como una niña y tenía graves proble­mas. Le prescribí un acto: debía ir a Perú, a los sitios en que había vivido su padre, y traerse algo, un recuerdo, una prueba palpable de su existencia. Cuando regresara a Europa, debía colocar el o los recuerdos en su habitación, encender una ve­la y después ir a la casa de su madre y darle una bofetada. Es preciso decir que su madre la maltrataba e insultaba. Como puedes ver, el cumplimiento de este acto exigía un compromi­so. La mujer se fue a Perú, encontró la pensión en que había vivido su padre y, por una de esas sincronías que emanan de lo que yo llamo «danza de la realidad», encontró cartas y fotos. El padre las había entregado a la dueña de la pensión, confiando en que un día su hija iría a buscarlas. Varios decenios después, mi paciente encontró unos recuerdos en virtud de los cuales su progenitor, por así decirlo resucitaba. Al leer aquellas cartas y contemplar aquellas fotografías, la mujer dejó de ver en su padre una especie de fantasma y sintió por fin que había sido un ser de carne y hueso. Cuando regresó a su casa, puso las cartas y las fotos en su habitación, encendió una vela y se fue a ver a su madre, con intención de darle una buena bofetada. Madre e hija tenían una relación muy difícil. Pero mi pacien­te se llevó una sorpresa al comprobar que su madre -a la que había anunciado su visita- estaba esperándola y, por una vez, le había preparado una comida. Asombrada al verla tan ama­ble, se sintió muy turbada por tener que abofetearla, ya que por una vez su madre no le daba motivo para hacerlo. Pero el acto psicomágico constituye un contrato ineludible que ella sa­bía que debía respetar. Durante el postre, mi paciente abofe­teó a su madre por sorpresa y sin razón aparente, temiendo una reacción violenta de la madre, a quien siempre había te­mido. En cambio, ésta se limitó a preguntarle: «¿Por qué lo has hecho?». Ante tanta ecuanimidad, la hija por fin encontró pa­labras para expresar todas las quejas que tenía de ella. Y ésta fue la sorprendente respuesta de su madre: «Me has dado una bofetada... ¡Pues deberías haberme dado otra más!». Por fin, entre las dos mujeres nació la amistad.

Parece casi un milagro...

Podría darte pruebas de la veracidad de esta historia. La he contado para que se vea que el acto sigue su propia lógica. No se puede prever cómo va a desarrollarse ni cuáles serán sus efectos. Pero si está prescrito sobre la base de un buen cono­cimiento del terreno, sus efectos, cualesquiera que sean, no pueden ser sino positivos.

Así que pasó de leer el tarot a prescribir actos psicomágicos...

Enseguida tuve que hacer frente a una fuerte demanda: es­taban mis consultantes del tarot, los que habían seguido mis cursos de masaje, los que asistían a mis conferencias semanales en el Cabaret Místico... Una multitud. Eso me impulsó a adop­tar tres fórmulas de trabajo: una individual, otra en grupos de treinta a cuarenta, y otra en el marco del Cabaret, donde so­mos unas cuatrocientas o quinientas personas. De todos mo­dos, el procedimiento esencial no varía: alguien me expone una dificultad y yo le recomiendo un acto. Ahora bien, la ma­yoría de los actos han sido prescritos en el curso de conversa­ciones privadas.

Al recomendar un acto establece un contrato con la persona...

Sí, y este acuerdo mutuo tiene mucha importancia. En pri­mer lugar, la persona se compromete a realizar el acto tal y co­mo yo se lo prescribo, sin cambiar nada en absoluto. Siempre en esa línea, y para evitar deformaciones debidas a fallos de la memoria, la persona debe tomar nota inmediatamente del acto y del procedimiento a seguir. Una vez realizado el acto, de­be enviarme una carta en la que, en primer lugar, transcribe las instrucciones recibidas de mí; en segundo lugar, me cuen­ta con todo detalle la forma en que las ha ejecutado y las cir­cunstancias e incidentes ocurridos durante el proceso; y en ter­cer lugar, describe los resultados obtenidos. El envío de esta carta constituye mis únicos honorarios por la prescripción del acto.

¿Eso significa que no percibe dinero en calidad de psicomago?

Siempre he querido dispensar los actos gratuitamente por lo menos desde el punto de vista estrictamente financiero, ya que la escritura y el envío de la carta son también una forma de retribución. Al realizar el esfuerzo de escribirme extensa­mente, la persona paga un precio, que yo percibo.

¿Cómo reaccionan sus consultantes a estas particulares exigencias?

Hay tantas reacciones como consultantes, desde luego, pero es posible distinguir ciertos tipos de actitud. Hay personas que tardan un año en enviarme la carta; otras discuten, no quieren hacer exactamente lo que les digo y regatean..., encuentran to­da clase de excusas para no seguir las instrucciones al pie de la letra. Ahora bien, cuando se cambia algo, por mínimo que sea, ya no se respetan las condiciones indispensables para el logro del acto, y los efectos pueden ser incluso negativos. Hay que de­cir que hablar de forma tan directa al inconsciente supone ejer­cer en él una presión: uno trata de hacerle obedecer. Ahora bien, sólo tenemos los problemas que queremos tener. Estamos amarrados a nuestras dificultades. No tiene nada de asombro­so, pues, que algunos traten de tergiversar y sabotear el acto: en realidad, no quieren curarse. Salir de nuestras dificultades im­plica modificar en profundidad nuestra relación con nosotros mismos y con todo nuestro pasado. En estas condiciones, ¿quién está realmente dispuesto a cambiar? La gente quiere dejar de sufrir, pero no está dispuesta a pagar el precio, o sea a cambiar, a no seguir definiéndose en función de sus preciados sufrimientos. En mi calidad de consejero, cuanto menos acep­to el regateo más beneficio obtienen los demás. A ellos corres­ponde aceptar o rechazar mis condiciones.

Que el sí sea sí, que el no sea no...

 ¡Exactamente!

Es sabido que el psicoterapeuta se autoriza a sí mismo a tomar pa­cientes. ¿Qué sucede con el psicomago? ¿Cómo puede autorizarse a sí mismo a prescribir actos que atañen directamente al inconsciente?

Daré una respuesta irracional: en el momento en que pres­cribo el acto, si no dudo, soy justo.

Sin duda usted actúa con justicia, pero ¿cómo puede estar seguro de ello? Al fin y al cabo, es mucho lo que está en juego...

A ese respecto sólo cabe una pregunta: ¿quién prescribe el acto? He trabajado tanto para dejar de identificarme con mi yo que, cuando dispenso un consejo psicomágico, no soy yo el que habla sino mi inconsciente.

¡Todo el mundo es así! Unos y otros reaccionan como títeres, movi­dos por impulsos inconscientes...

Cierto, pero el hombre que es movido por sus automatis­mos nunca deja de identificarse consigo mismo. Yo no pre­tendo haber alcanzado la sabiduría, porque no estoy «desi­dentificado» las veinticuatro horas del día; pero cuando prescribo un acto, cuando desempeño mi papel de psicomago y me encuentro en trance o en autohipnosis, o como quieras llamarlo, el que habla no es mi pequeño yo. Siento que lo que hay que decir brota de las profundidades. Considero que he trabajado en mí mismo lo suficiente como para ser capaz de conseguir esta puntual disociación de mí mismo. Por supues­to, nos movemos en un medio sutil y subjetivo que no tiene re­lación con el razonamiento sino con la fe. Un santo sabe que hace el bien; en lo más profundo de sí, se sabe sincero y ani­mado de una fuerza positiva, aunque algunos lo critiquen y vean en él a un ser con malos instintos. Cada vez que doy un consejo psicomágico, estoy convencido de que se trata de la respuesta apropiada para el problema de esa persona. Es sólo en una segunda fase cuando ya se lo expongo y explico de manera racional. El consejo brota sin mediación de mi incons­ciente, en conexión directa con el inconsciente de aquel o aquella que me consulta.

Esta aptitud para hablar desde la profundidad no ha sido dada a todo el mundo.

¡En mi caso, es fruto del trabajo de toda una vida! He pasa­do buena parte de mi existencia meditando y estudiando las enseñanzas tradicionales para encontrar en mí, poco a poco, un espacio impersonal. No hablemos de santidad, sino más bien de impersonalidad, de un estado situado más allá o más acá del pequeño yo. Por lo tanto, el acto no lo prescribe Ale­jandro sino la no-persona que hay en mí. Entonces me siento animado de un sentimiento totalmente positivo y desinteresa­do: en mi calidad de «psicomago», no busco sino hacer el bien. No pido dinero a mis pacientes, sino esfuerzo. Su volun­tad de cambiar constituye mi retribución, y por ello la psicomagia no se ha convertido en un negocio. Créeme: es tan fuerte la demanda que me habría sido muy fácil vivir holgadamente con mis consultas. La gente prefiere pagar, sacar el monedero, antes que dar un poco de sí misma. Pero yo puedo mantener a mi familia con el cine y las historietas de cómic, y prefiero que por mis servicios de psicomago no se me retribuya en fran­cos ni en dólares, sino de otro modo.

¿No es gratificante esta actividad? Por lo menos, hace que se sien­ta reconocido.

¡No utilizo la psicomagia para obtener reconocimiento!

Entonces, ¿por qué ha querido que se publique un libro consagrado a esta disciplina?

Mi motivación es muy diferente: aunque escriba novelas y guiones de películas e historietas, no me parece que deba re­dactar yo mismo un tratado de psicomagia; por otra parte, se­ría una lástima que esta particular disciplina desapareciera después de mi muerte, que no quedara huella. Además, me pa­rece que ha llegado el momento de fijar las cosas por escrito y difundir esta actividad. Son cada vez más las personas que ha­blan de Pachita, que escriben, con más o menos talento y sen­sibilidad, libros y artículos relacionados con lo que fue mi ins­piración, esas energías con las que me encontré en contacto directo. Y he sentido la necesidad de puntualizar, de explicar cómo llegué a la psicomagia pasando por el acto poético, el ac­to teatral, el acto onírico y el acto mágico -en primer lugar, pa­ra dar testimonio de cierto enfoque de la realidad del que se deriva la práctica psicomágica y, en segundo lugar, para proporcionar a las personas interesadas unas coordenadas, un tex­to que les sirva de referencia. Al concebir este libro contigo no me mueve sino un espíritu de servicio.

En suma, la psicomagia es un ejercicio puramente espiritual...

Así es. Me concentro en la acción, en el mero hecho de dar, de aliviar el dolor prescribiendo un acto, no me preocupo de lo que pueda conseguir a título personal. Por esta razón, la psi­comagia no podría limitarse a parámetros médicos o paramédicos. Reposa sobre todo en el desprendimiento del que la practica.

¿Le será posible mantener siempre ese desprendimiento? Son muchos los terapeutas que caen en la trampa: cuando ya logran vivir de su consultorio, la necesidad material los induce a tomar más y más pa­cientes, sin mostrar siempre prueba de discernimiento...

Aunque la demanda me impulsara a hacer de la psicomagia una práctica profesional, nunca me encontraría en una situa­ción de dependencia económica de ella, por la simple razón de que las historietas y el cine me permiten vivir bien. ¡Ade­más, no tengo la menor intención de abandonar la creación artística! Desde el punto de vista material, el desprendimiento consiste en ejercer sabiendo que uno puede dejarlo en cual­quier momento sin por ello encontrarse sin recursos.

¿Podría precisar qué entiende por «desprendimiento», no sólo desde el punto de vista material, sino en la práctica de la psicomagia en sí?

Para estar en condiciones de ayudar a una persona, no hay que esperar nada de ella y se tiene que entrar en todos los as­pectos de su intimidad sin sentirse uno involucrado ni deses­tabilizado. Un ejemplo: una participante en uno de mis cursos de masaje no soportaba que nadie le tocara el pecho. En cuan­to un hombre, incluso aunque ella deseara mantener relacio­nes sexuales con él, hacía ademán de rozarle los senos, se po­nía a gritar. Esta situación la hacía sufrir mucho, y ella ansiaba librarse de su pánico irracional. Le propuse que se descubrie­ra el pecho, y así lo hizo, mostrando unos hermosos senos que no tenían nada de monstruoso o insólito. Luego le pregunté si confiaba en mí y me respondió que sí. Entonces le dije: «Me gustaría tocarte de un modo particular que en nada se parece ni a las caricias de un hombre deseoso de gozar de tu cuerpo ni al tacto de un médico que te examinara fríamente. Me gus­taría tocarte con mi espíritu. ¿Crees que podría tocarte, esta­blecer contigo un contacto íntimo que no tenga nada de se­xual?». Me respondió que «quizá» y entonces puse mis manos a tres metros de sus senos y le dije suavemente: «Mira mis manos. Voy a acercarme lentamente, milímetro a milímetro. En cuanto te sientas agredida o incómoda, di que me detenga y dejaré de avanzar».

Acerqué mis manos con mucha lentitud. Cuando estaba a diez centímetros de sus senos me pidió que me detuviera. Obe­decí y, al cabo de un largo rato, pasé muy cerca de la zona dolorosa, despacio, muy despacio, y volví a acercarme muy atento a su reacción. Ella, tranquilizada por la ternura de la atención que le dedicaba, percibiendo que actuaba con toda delicade­za, no emitió la menor protesta. Por fin, mis manos se posaron en sus senos, sin que ella sintiera dolor alguno, lo que le pro­dujo un vivo asombro. Esta anécdota es un ejemplo de ese distanciamiento que, a mi modo de ver, es indispensable para quien desee realmente ayudar a los demás. Pude tocar, palpar los senos de aquella mujer situándome fuera de mi yo sexual, sin pensar ni un momento en obtener placer. En realidad, la toqué con el espíritu. En aquel momento yo no era un hom­bre, sino una entidad. Hay que ser capaz de tocar el cuerpo del otro, de entrar en contacto con su espíritu, sin que esta proxi­midad despierte en nosotros problemas aún no resueltos. He citado el caso de esta mujer hermosa, pero tal vez debería pre­cisar que he tocado a toda clase de gente, viejos, jóvenes, gua­pos, feos, a veces deformes o enfermos... Lo importante es si­tuarse en un estado interior que excluya toda tentación de aprovecharse del otro, de abusar del poder que uno tiene so­bre él... Porque, a fin de cuentas, se trate de tarot, de masajes o de psicomagia nada adquiere sentido sino por una fuerza única: la energía desinteresada que a veces impulsa a un ser humano a acudir en ayuda de otro ser humano. Se trata de una energía pura, simple y sutil. Desde el momento en que in­terfiere la voluntad personal, el deseo o los temores, la relación de ayuda pierde su justificación y se convierte en una masca­rada. No digo que en mí no puedan surgir estas manifestacio­nes del ego cuando actúo, pero las reconozco inmediatamen­te por lo que son y las dejo pasar, como se deja pasar a los sentimientos en la meditación zen, se desvanecen al instante y en nada influyen en mi relación con la persona que me ha da­do la oportunidad de ayudarla. Soy consciente de la necesidad de una purificación interior, de esas abluciones rituales preco­nizadas por muchas tradiciones y que no sólo atañen al aseo corporal sino, ante todo, a la limpieza del corazón y del espíri­tu. Pero, por otra parte, ¿de qué me sirve romperme la cabeza preguntándome si estaré ya lo bastante purificado, lo bastante transparente? Recuerdo una historia zen acerca de esto: du­rante un paseo por un paisaje nevado un discípulo dice «Maes­tro, los tejados están blancos, ¿cuándo dejarán de estarlo?». El maestro tarda en contestar. Se concentra en su hara y al fin le dice con voz grave: «¡Cuando los tejados están blancos, están blancos. Cuando no están blancos, no están blancos!». ¡Es ge­nial! Lo importante es aceptarse uno mismo. Si mi condición actual me produce malestar, es señal de que la rechazo. En­tonces, más o menos conscientemente, trato de ser distinto del que soy; en definitiva, no soy yo. Si por el contrario acepto ple­namente mi estado de este momento, estoy en paz. No me la­mento por creer que debería ser más santo, más bello, más pu­ro de lo que soy aquí y ahora. Cuando soy blanco, soy blanco; cuando soy oscuro, soy oscuro, y punto. Ello no impide que trabaje en mí, que trate de ser un instrumento mejor; esta aceptación de uno mismo no limita las aspiraciones sino que las sustenta. Porque sólo se puede avanzar a partir de lo que se es realmente.

Lo que dice nos conduce a contemplar posibles riesgos de tergiver­sación; si he entendido bien, sólo puede dispensar consejos psicomágicos una persona que haya trabajado mucho sobre si misma. Incluso di­ría que este tratamiento es, esencialmente, de usted y que por ser fruto de su trayectoria particular, difícilmente podría ser aplicado por otros, aunque sí que podría servirles de inspiración; de hecho usted tiene se­guidores que pretenden emularlo. Sus veladas del Cabaret Místico atraen a toda clase de personas, algunas de las cuales, creyéndose mu­cho más preparadas de lo que están, utilizan sus palabras y sus ense­ñanzas por su cuenta...

Desgraciadamente, es verdad. Sólo citaré un caso: después de haberme oído hablar de psicomagia, cierto individuo se sin­tió autorizado para ponerse a practicarla inmediatamente. Or­ganizó un cursillo y, con gran aplomo, prescribió a todas las mujeres asistentes el mismo acto: ¡cada una debía comprar unas tijeras grandes y enviarlas como regalo a su madre! ¡Ca­tastrófico! Tiene que haber tantos consejos como personas, además los actos no se pueden prescribir «al por mayor». El su­permercado psicomágico es una aberración. Cada acto se pres­cribe «a medida», después de una atenta escucha y, como he explicado, de un contacto espontáneo con el propio incons­ciente, lo cual sólo es posible merced a una disociación del yo, que a su vez es fruto de un largo trabajo espiritual. Prescribir el mismo acto a todo un grupo, sin escuchar a la persona y sin un amor verdadero, me parece pernicioso. Imagina la reac­ción de las madres al recibir unas tijeras por correo... El efec­to tuvo que ser negativo a la fuerza. Yo prescribo un acto apa­rentemente agresivo sólo cuando tengo la certeza de que las consecuencias serán positivas. Siempre se trata de actos esen­cialmente creativos. Por el contrario, este hombre ejerció una influencia destructiva.

El mismo individuo pidió a sus víctimas que se identificaran con una muñeca, que vertieran en ella todos sus dolores, toda su carga negativa y la depositaran en la casa de él, en un saco. Después vino a verme una mujer muy angustiada, presa de una psicosis, convencida de que ahora aquel hombre detentaba un poder sobre ella... Además, ni siquiera podía devolverle la mu­ñeca para tranquilizarla porque, una vez que se marcharon sus consultantes, lo tiró todo a la basura. En resumen, se trataba de un comerciante que se dedicó a ganar dinero explotando mi trabajo y la credulidad de un grupo de mujeres. Se ha de denunciar públicamente a aquellos que se sirvan mal de mi nombre para practicar con otros la psicomagia.

Esto es un gran escollo. Pero ¿cómo evitar esa clase de adulteraciones?

La solución consiste en formar a unas cuantas personas en las que yo tenga verdadera confianza y a las que conozca des­de hace tiempo, como ya hago en mis cursos de masaje, tarot o psicogenealogía, a los que suelen acudir psicólogos y psicoa­nalistas. Pero formar psicomagos es más delicado. Para ejercer esta disciplina es preciso haber realizado un profundo trabajo espiritual, haberse desprendido de las pasiones o, por lo me­nos, no ser ya presa de ellas... Vuelvo a insistir en que esto es el trabajo de toda una vida.


 

Algunos actos psicomágicos

Me gustaría que la última parte de nuestra conversación fuese más distendida y la dediquemos a la descripción de algunos actos psicomá­gicos.

No tengo inconveniente, pero debo hacer una advertencia: describir un acto psicomágico equivale a penetrar directamen­te en el lenguaje del inconsciente. Y no es éste un proceso ano­dino. Es posible que tú u otras personas os sintáis turbados al escucharlo o leerlo. No es que con estos actos yo trate de re­solver enigmas extraordinarios, me conformo con atender pe­queños problemas humanos, pues ¿qué hay más misterioso e irracional que los pequeños problemas de unos y otros? Nues­tras dificultades cotidianas ocultan abismos, no son sino la punta de un enorme iceberg.

De acuerdo. Denos algunos ejemplos...

Por ejemplo, una bailarina amiga mía tuvo una hija con un hombre que tenía el mismo nombre de pila que el padre de ella. Esto es ya muy significativo. Pero es que, además, ¡la bai­larina se llamaba igual que la madre de su amante!

Es como si cada uno buscara en el otro, respectivamente, a su pa­dre y su madre...

Curioso, ¿no? En realidad, muchas veces la gente se ena­mora de un nombre o de una profesión que les recuerda a los del padre o la madre. Siendo aún niña, esta bailarina se quedó sola con su madre, totalmente apartada del padre. No sólo tu­vo que encontrar posteriormente a un hombre que se llamara como su padre, sino que también se las ingenió para que éste la abandonara y desapareciera, a fin de que su hija tuviera una infancia parecida a la de ella. Por supuesto, todo esto no fue urdido conscientemente por ella; se trata de una estrategia in­consciente y, no obstante, de lo más burda. Cuando empezó a darse cuenta de los daños causados, vino a verme para pedir­me que le prescribiera un acto que le permitiera perdonar a su padre y vencer así su odio a los hombres. Le rogué que me di­jera en qué momento su padre había roto toda relación con ella. «Poco después de mi primera regla», me respondió. Es frecuente que un padre se aparte de su hija cuando ésta se ha­ce mujer. Le parece haber perdido a la niña que sentaba en sus rodillas y le duele tener que renunciar a cierta forma de inti­midad, de contacto. Después le pregunté dónde estaba ente­rrado su padre, le propuse que fuera a su tumba y le dije: «Allí, lo más cerca posible del cadáver, entierra un algodón empa­pado en tu sangre menstrual y un tarro de miel».

Sangre y miel...

Miel para instilar dulzura, para indicar que no se trata de un acto agresivo sino de una aproximación amorosa, de un in­tento de comunicación. Es un ejemplo de acto psicomágico muy sencillo que permite reactivar una relación cortada bru­talmente y, al mismo tiempo, proseguir una evolución emotiva interrumpida traumáticamente. Aunque adulta, la mujer se­guía en el estadio de la adolescente que tuvo que afrontar sus primeras reglas y la separación de su padre.

Otro ejemplo, por favor.

La joven Chantal se encontró a los 4 años interna en un co­legio que dirigía la hermana de la madre de su madre...

Es decir, su tía-abuela...

Exactamente, una tía-abuela que tiranizaba sádicamente a esta niña. En su trabajo conmigo, Chantal descubrió todo el odio que sentía hacia aquella mujer. No podía perdonarla, pe­ro tampoco podía vengarse, puesto que su tirana ya había de­jado este mundo. Por lo tanto, le aconsejé que fuera a la tum­ba de aquella mujer y, una vez allí, diera rienda suelta a su odio: que pateara la tumba, que gritara, que orinara y defeca­ra, pero con la condición de que analizara minuciosamente las reacciones que provocaba la ejecución de su venganza. Chan­tal siguió mi consejo y, después de desahogarse sobre la tum­ba, sintió desde el fondo de sí misma el deseo de limpiarla y cubrirla de flores. Y, poco a poco, tuvo que rendirse a la evi­dencia de que en realidad sentía amor por su tía-abuela.

¿Y eso usted lo había adivinado?

Claro, era evidente que todo aquel odio no era sino la cara deformada de un afecto no correspondido. Yo sabía que Chan­tal, una vez que hubiera expresado su pulsión de odio, sentiría la necesidad de dejar que se manifestara el amor que durante tanto tiempo había contenido por una mujer que, en aquel si­niestro internado, representaba su único vínculo familiar.

Otro ejemplo, por favor.

Una señora padecía un mareo constante. Un simple charco de agua bastaba para hacerle sentir vértigo. Le aconsejé que pusiera los pies entre los muslos de una mujer y restregara la planta contra la vulva.

¿Y cuál fue el resultado de este tratamiento de choque?

Este acto le provocó una crisis de llanto, seguida de una re­velación salvadora. Brevemente, el significado simbólico de sus vértigos era miedo a ser engullida por su madre, pavor ante el sexo materno, etcétera.

¿Cómo se le ocurren semejantes ideas?

Se me ocurren, no olvides mi trayectoria como artista ni las diversas etapas creativas de mi existencia, que me han forma­do y han desarrollado mi imaginación.

¿Alguna vez se ha encontrado con la mente en blanco frente a un paciente?

Hasta el momento, nunca. Siempre se me ha ocurrido una respuesta. Supongo que mis consejos varían en calidad y en efi­cacia, pero esto no puedo decirlo yo. Son las personas que vie­nen a consultarme quienes han de realizar el acto y juzgar por sí mismas. En realidad, no me imagino a mí mismo mudo fren­te a una persona. ¡Al fin y al cabo, se es mago o no se es! Si vie­nes a consultarme, forzosamente tendré algo que decirte. Mis palabras siempre serán bienintencionadas y no carecerán de eficacia. En cuanto a su grado de acierto, eso es algo que no puedo precisar. Una cosa debe quedar clara: yo no me sitúo en un terreno científico, sino en un plano artístico. La psicomagia no pretende ser una ciencia, sino una forma de arte que posee virtudes terapéuticas, lo que es totalmente diferente. Pi­casso realizó más de diez mil dibujos. Todos son más o menos buenos, ninguno está totalmente desprovisto de valor; pero no todos son obras maestras. Sin embargo, cada uno de ellos es Pi­casso, es decir, producto del talento de un artista completo. «Yo no busco, yo encuentro», decía precisamente Picasso. En­contrar es un hábito, una segunda naturaleza. Quien no ha adquirido el hábito de encontrar no sabe lo que es ese chorro espontáneo que brota de la profundidad, pero quien está co­nectado con su fuente creativa la deja fluir, simplemente. ¿Es posible imaginar a un maestro zen que no aceptara el desafío que encierra la pregunta de un discípulo? Esta seguridad no proviene de la ciencia ni de la megalomanía, sino de la fe, de la evidencia.

Continuemos con nuevos ejemplos...

Un muchacho se lamenta de «vivir en las nubes», me expli­ca que no consigue «poner los pies en la realidad» ni «avan­zar» en pos de la autonomía financiera. Tomo sus palabras al pie de la letra y le propongo que consiga dos monedas de oro y se las pegue a las suelas de los zapatos, de manera que esté todo el día pisando oro. A partir de ese momento, él baja de las nubes, pone los pies en la realidad y avanza... En este caso, incluso me sirvo de las palabras utilizadas por el consultante. Para finalizar, me gustaría hablar de un acto que concierne a mi hijo mayor, Brontis.

Le escucho.

Cuando Brontis tenía 7 años intervino en mi película El To­po. Es necesario precisar que Bernadette, su madre, nunca vi­vió realmente conmigo. Cuando lo concebimos, yo me creía estéril. Mi padre detestaba a su propio padre y jamás firmaba «Jodorowsky». Como no tenía el menor deseo de reproducir este apellido, había conseguido convencerme, de manera sutil, de que yo nunca tendría hijos y que, por lo tanto, era el último Jodorowsky.

Un día, una actriz con la que yo trabajaba me dijo que es­taba convencida de mi fecundidad, a lo que respondí que en mi destino no estaba inscrita la procreación. Finalmente, tuvi­mos relaciones sexuales y, algún tiempo después, ella me anun­ció que estaba embarazada de mí. Como confiaba en ella, al saber que la criatura era mía, experimenté una especie de re­volución personal, tanto interna como externa. La mujer con la que vivía se fue y me encontré solo frente a esta responsabilidad para la que no estaba en absoluto preparado. Acepté la llegada del niño -para mí estaba excluido el recurso del abor­to-, pero me sentía desconcertado, en una disposición de áni­mo muy distinta de la de un padre. Además, era pobre y no po­día prestar ayuda económica a la madre y al niño, hasta el extremo de que cuando nació Brontis no pude regalarle más que un oso de peluche. Poco después, la actriz se fue a traba­jar a Europa, llevándose al niño. Transcurridos seis o siete años experimenté una profunda crisis de conciencia y volví a po­nerme en contacto con la madre de mi hijo para decirle que ahora sí tenía una mejor situación económica y que, si lo de­seaba, podía enviarme a Brontis. El niño llegó con su oso de peluche y una foto de su madre. Entonces decidí hacerlo par­ticipar en El Topo. La película empieza así: yo llego tocando la flauta, acompañado del niño, y le digo solemnemente: «Ahora ya tienes 7 años, eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre». El niño obedece, entierra el oso en la arena, mete la foto en el hoyo y luego ambos nos alejamos.

Pasaron los años, y me daba cuenta de que Brontis y yo te­níamos dificultades de comunicación en el plano espiritual. Tuve que reconocer que había cometido errores y traté de re­pararlos. Brontis había hablado varias veces del juguete que yo le había pedido que enterrara cuando vino a vivir conmigo. Aquel oso había sido su primer juguete, yo se lo había regala­do cuando nació, antes de que nos separáramos durante siete años. Cuando terminamos la película, no fuimos a recuperar el oso. Comprendí que lo había separado brutalmente de su infancia y de su madre: una vez que hubo enterrado el retrato al lado del juguete, no volvió a hablar de Bernadette y dejó de escribirle. Después me confesó: «No sufrí, porque imaginé que las hormigas irían a vivir dentro del oso, que él sería su casa». De este modo se había consolado el niño... Un día, mucho des­pués, cuando Brontis tenía 24 años, imaginé un acto nuevo pa­ra reparar el anterior. El día de su cumpleaños, me dije: ente­rraré un oso de peluche en el jardín de nuestra casa, lo cubriré de arena y a su lado pondré una foto de la madre. Después me pondré un sombrero negro, parecido al que llevaba en El To­po, pediré a Brontis que se desvista y que venga al jardín -en la película, el niño aparecía desnudo- para desenterrar el oso y la foto. Le diré: «Hoy cumples 7 años y tienes derecho a ser ni­ño. Ven a desenterrar tu primer juguete y el retrato de tu ma­dre». Y decidí pasar a la acción, pero tropecé con algunos imponderables: pensaba comprar un oso lo más parecido posible al otro, un juguete duro, relleno de paja. Pero la industria ha­bía progresado y todos los osos de peluche eran blandos. Por lo tanto, el viejo oso rígido se convirtió en un oso suave y fle­xible. En cuanto a la foto, la que Brontis había enterrado a los 7 años era en blanco y negro; cuando busqué un retrato de su madre para realizar el acto -Bernadette había muerto en un accidente de aviación-, sólo encontré una en color, por lo que mi hijo, que había enterrado una foto gris, sacaría ahora una imagen en color. En realidad, estas modificaciones debidas al «azar» contribuyeron en gran medida al éxito del acto. Lo que me lleva a decir que los imponderables, los elementos que no podemos controlar, también desempeñan un papel importan­te en la psicomagia. Es preciso esforzarse en cumplir el acto se­gún las instrucciones recibidas y en las mejores condiciones y, en esta disposición de ánimo, considerar los imprevistos y otros cambios ajenos a nuestra voluntad como si formaran parte del proceso. En El Topo, yo protegía a Brontis del sol abrasador del desierto con una sombrilla negra; pero el día en que reali­zamos el acto ya aquí en Francia, estaba lloviendo, y tuve que protegerlo con un paraguas negro. En realidad, él no sabía lo que yo iba a hacer, pero, al verme imitar el trote de un caballo como si cabalgara con él a la grupa, comprendió, se encaramó a mi espalda y fuimos, bajo la lluvia, al lugar en el que yo ha­bía enterrado el oso. Curiosamente, me dijo: «No he traído pa­raguas. Sabía que tú me esperarías y me cobijarías», como si presintiera lo que iba a ocurrir. Desenterró el oso y la foto en color de su mamá, nos abrazamos y lloró largamente, con la cabeza en mi hombro, lágrimas de gratitud, como un niño lle­no de ternura. Ese día decidió enviarme por correo un poema cada día, y desde entonces recibo diariamente un texto suyo. Guardo sus poesías en una caja especial. Sobra decir que la co­municación entre nosotros ha mejorado mucho y ahora man­tenemos una hermosa relación.

Es una historia muy bella. En ese acto usted reprodujo voluntaria­mente una situación ocurrida en la infancia...

Sí, pero haciéndola justa. Retomé los mismos elementos asociados a una carga sentimental negativa y les insuflé una carga positiva. De este modo pagué mi deuda psicológica.


 

Breve epistolario psicomágico

Una vez que la persona ha realizado el acto, dice que la única re­muneración que le pide es que le envíen una carta relatándole los pa­sos de la ejecución. Me gustaría que explicara algunos detalles acerca de ese correo psicomágico que se establece.

Exijo la carta, por dos motivos: ya que un acto psicomágico presenta todas las características de un sueño, si no se anota de inmediato se olvida rápidamente. Por otra parte, lo que se recibe debe compartirse. La mejor manera de retribuir a un terapeuta es demostrarle cómo, gracias a su ayuda, uno ha re­cuperado la salud. Saber dar las gracias es una señal de salud espiritual. Estas cartas son, pues, parte integrante del acto psi­comágico. Lo juzgan y lo completan, por decirlo de algún modo.

Esto aumenta mi curiosidad. ¿Podría mostrarme alguna?

Sí, claro. Como no es posible mostrar un acto, nos servire­mos de las cartas. Para que se pueda entender bien el proceso, comentaré la primera carta frase por frase. Después, cuando lea otras, dejaré que cada cual adivine las razones que hay de­trás de unos actos tan irracionales a primera vista.

¿Empezamos?

No hay que olvidar que en estas cartas no soy yo quien ha­bla sino la persona a quien he prescrito un acto, acto del que él o ella me da cuenta por este medio. Ésta es la primera e iré comentándola sobre la marcha3:

Soy psicólogo y fui a verle porque no lograba trabajar en mi pro­fesión. No ganaba ni un céntimo. Usted me impuso el siguiente acto de psicomagia: tomar un tiesto en forma de doble cuadrado... [Le di­je que tomara un tiesto en forma de cuadrado doble, como el de las cartas del tarot: doble cuadrado mágico, es decir, espíritu y cuerpo. Tenía que trabajar con los dos.] ...de un color significativo. [¿Qué co­lor? La persona debía elegir un color que tuviera para ella una fuer­za simbólica, a fin de que el objeto le

3 Los comentarios de Alejandro Jodorowsky están intercalados en el tex­to entre corchetes. Para facilitar su lectura, se han hecho en las cartas pe­queñas modificaciones gramaticales o de estilo. La mayoría de los originales están en poder de Jodorowsky, pudiéndose comprobar su autenticidad.

sugiriese algo.] Dividirlo en dos partes y plantar trigo. [Aquí había un juego de palabras: en francés hay un refrán que sugiere la idea de que cuando plantas trigo, te cre­ce trigo en el bolsillo, porque se llama blé, trigo, al dinero.] En uno de los lados, el trigo debía ser plantado en cuatro hileras, dos hileras pares y dos impares. [Para mí, hacer hileras pares e impares simboli­za el reconocimiento del hombre y de la mujer que todos llevamos dentro: en todos los ritos de iniciación, los números impares son masculinos y los pares, femeninos. Prestar la misma atención al hom­bre y a la mujer es reconocer a la pareja que hay dentro de nosotros.]

En el otro lado, el trigo sería plantado desordenadamente. [Por lo tanto, hay un lado ordenado que simboliza la necesidad del inte­lecto de trabajar con método, y otro lado en desorden, que indica la confianza dada al inconsciente. Esta disposición espacial manifiesta que el orden perfecto sólo existe junto al desorden.]

El 7 de febrero, al volver a casa después de haber permanecido dos días fuera, me doy cuenta de que el trigo germina. Pero el lado izquierdo de los dos cuadrados está casi yermo, sólo con uno o dos brotes. [Sólo ha crecido el trigo en el lado derecho... ¡Qué misterio! ¿Por qué en el derecho sí y en el izquierdo no? Sabemos que, en nuestra sociedad patriarcal, el lado izquierdo es el femenino: el lado pasivo del cuerpo está simbolizado por la izquierda. En la India, la mano derecha es la mano de Dios y la izquierda, la de la tierra, la que se utiliza para limpiarse el trasero, mientras que con la derecha se co­me. Y cuando uno escupe, siempre ha de hacerlo hacia la izquierda, nunca hacia la derecha. En este caso, debemos comprender el mensaje que se transmite a la mujer interior: ella niega su feminidad. Y la psicomagia, que opera a través de la sincronía o, si se prefiere, de la poesía, se lo manifiesta a través de estos cuadros de trigo: «Vigila tu feminidad, no descuides tu intuición, ¡atiende a tu mujer interior!». Es como si el trigo le dijera: «No crezco porque tú no amas la tierra. Y no amas la tierra porque no te amas a ti mismo en tu dimensión fe­menina».] Me dijo que pusiera arcilla en las zonas estériles y que las regara con agua bendita por la noche... [Para mí, la arcilla es el cuer­po humano. Se dice que Dios hizo a Adán tomando arcilla de los cua­tro puntos cardinales, y con esa arcilla procedente de los cuatro pun­tos de la tierra, hizo un hombre equilibrado. Estos cuatro lados están también en nosotros: si el ser humano no ha establecido un equili­brio entre sus necesidades corporales, sus deseos, sus emociones y su intelecto, no puede sentirse bien. En un ser humano bien desarro­llado, estas cuatro energías están en equilibrio. En cuanto al agua bendita, se prescribe a fin de que el cuerpo esté bendito. Es lo pri­mero que debe hacerse para reanudar el contacto con la dimensión femenina en uno mismo: al pedir a esta mujer interior que bendiga su cuerpo, la invito a que lo sacralice, a que deje de despreciarlo, a que vuelva a tomar posesión de él], y que hiciera pequeños corazo­nes de alambre y los pusiera en las cuatro esquinas de la habitación; después me pidió que rezara a mis antepasados femeninos. Compro arcilla verde. La pongo en los lados izquierdos y, por la noche, la rie­go con agua bendita, que previamente había dejado en mi altar, cer­ca del Buda. También conseguí alambre para fabricar los corazones. [Le impuse un trabajo, ya que para encontrar trabajo era necesario que aprendiera a trabajar. De ahí esas pequeñas tareas que debía realizar y que le decían: «Aprende a amar el trabajo o no trabajarás ja­más».]

El 20 de febrero hago los corazones y los pongo según me orde­nó usted. Pongo más arcilla, agua bendita y rezo a las mujeres de mi árbol genealógico para que vengan en mi ayuda. El día 24 sigo po­niendo arcilla, agua bendita y rezando. Aparece algún que otro bro­te, pero no como en el lado derecho. [Aquí él expresa su diferen­ciación entre izquierdo y derecho. Establece una competencia. Es como si dijera: «Una mujer no es como un hombre. Está disminuida, es inferior». Y cuando observa: «No es como el lado derecho», hay que contestarle: «¡Claro que no, puesto que es el lado izquierdo!».]

Hace un mes que no sucede nada... [En realidad ya ha sucedido todo.] Después de haber puesto arcilla y agua bendita de vez en cuando, vi que había crecido trigo. [Resulta curioso: dice que no pa­sa nada, pero en cambio ha crecido trigo.]

Los lados estériles están menos tupidos que los otros. [Siempre está la comparación... Pero aunque no hubiera crecido más que una sola planta minúscula, en un puñado de tierra robada de un cemen­terio, en pleno invierno, con unos granos comprados en una tienda de productos dietéticos, habría sido una maravilla. En su habitación crece trigo: ¡qué milagro!]

Tengo dos hileras de seis plantas y dos de cinco. [Eso suma 22... Recordemos que yo le dije que usara un tiesto que fuera un cuadra­do doble, a fin de que formara una carta del tarot. Y en este cuadra­do en forma de carta de tarot hay 22 plantas, tantas como arcanos mayores. ¡Milagro!]

Encontré trabajo el 2 de marzo y sigo trabajando. Gracias por su ayuda.

Consiguió su objetivo. Me gustaría conocer otra historia.

Ésta no voy a comentarla. Su autor, un escritor norteameri­cano llamado R. M. Koster, atravesaba una etapa de sequía creativa y se encaminaba hacia el alcoholismo. Su esposa co­nocía mi trabajo e intuyendo que yo podría ayudarle a recu­perar su creatividad le indujo a hacer el viaje desde Panamá, donde residían, hasta París, para que yo le impusiera un acto de psicomagia. Debo precisar que este hombre llevaba unos diez años sin escribir un libro. Te leo la carta que me escribió después de liberarse del alcoholismo y empezar a escribir de nuevo, ambas cosas tras haber realizado el acto.

Muy interesante el caso.

Koster escribe con un desenfado que no oculta la dimen­sión trágica de su vivencia, como veremos ahora.

Situación en marzo de 1987: durante los años setenta escribí tres novelas, las tres muy buenas, estaban ambientadas en un país cen­troamericano imaginario, metáfora del Panamá. Sin que yo lo sospe­chara, estas novelas prefiguraban la historia de la República de Pa­namá, porque, una vez que las hube escrito, Dios decidió plagiarme: lo imaginado se convirtió en realidad. Un artista predice el futuro, porque a diferencia de los demás conoce el presente. Mientras tra­bajaba en la tercera novela, perdí el valor, angustiado por los milita­res. Decidí no escribir más sobre aquel país imaginario que se llama­ba Tiniebla y, en las últimas páginas, lo destruí con un terremoto. Terminé aquella novela en septiembre de 1978 y no he vuelto a es­cribir desde entonces, he perdido confianza en mis aptitudes litera­rias y me he aficionado a la bebida. Cuando nos encontramos usted y yo, le dije: «Sin confianza no se puede trabajar. Escribir una nove­la es como arrojarse desde lo alto de un edificio. Escribes sin saber adonde irás a parar. Quizá te recojan los bomberos, quizá no. Pero, si buscas ante todo la seguridad, tienes que bajar por la escalera. Ahí estás seguro, pero no escribes una novela. Cuando uno pretende vi­vir la vida bajando por la escalera, no la vive. Llega un momento en el que hay que lanzarse».

Usted me contestó: «Estás poseído por un viejo yo. Cuando escri­bías ese libro, quien escribía era otro, los personajes que hablaban también eran otros. Pero esos personajes existen en tu inconsciente, son parte de ti. ¿Y qué has hecho tú? Has roto con ellos, los has ase­sinado. Por lo tanto, esos seres están enfadados contigo porque no llevaste tu novela a donde debía llegar. En la creatividad, hay que obedecerse. Cuando se crea, hay que entregarse, dejar que la crea­ción crezca como un hongo. Hay que obedecer a lo que crece en no­sotros, y tú no lo hiciste, y así cortaste tu creatividad».

Acepté su análisis, porque siempre estuve convencido de que es el libro el que busca al escritor, al igual que es la hembra la que bus­ca al macho y no a la inversa. Me recomendó:

1. Quemar mis cuatro proyectos posteriores a la tercera novela, los que no pude terminar. La quema debía realizarse en la habita­ción en la cual trabajo.

2. Utilizar una bebida alcohólica para encender el fuego, con ob­jeto de cortar mi consumo excesivo de alcohol.

3. Como la habitación está en el primer piso y, puesto que yo ha­bía utilizado la metáfora del escritor que se tira desde lo alto de un edificio, es decir, que se entrega por completo a su libro, me sugirió que, una vez terminado el rito, saliera por la ventana en lugar de ba­jar por la escalera.

Y precisó otros detalles que aparecerán a medida que describa mi acto. Reuní todo el material necesario y lo metí en un cubo de hie­rro: los cuatro manuscritos inacabados, un litro de vodka, el cordel verde para atar las hojas, un alfiler para pincharme en el dedo y de­rramar una gota de sangre sobre cada manuscrito... Le prendí fuego. Inmediatamente, una horrible humareda llenó la habitación. Cogí el cubo, a pesar de que ya estaba caliente, y lo llevé al baño para no tiz­nar la habitación. Por otra parte, no quería que alguien al ver el hu­mo llamara a los bomberos. Cerré la puerta del baño, puse el cubo en la taza y empecé a toser de asfixia. Salí rápidamente, cerré la puer­ta y, durante los quince minutos siguientes, volví de vez en cuando para asegurarme de que no se apagaba el fuego. Mientras tanto, em­pecé a preparar mi salida por la ventana. Al igual que todas las ven­tanas de este país tropical, ésta tiene una persiana de láminas de vi­drio y una mosquitera. En primer lugar desatornillé la mosquitera, y después desmonté parte de la persiana para poder pasar, operación delicada que exigió que retirara la pieza metálica que sostiene el vidrio. Una vez quemado el montón de manuscritos y abierta la puer­ta, me envolvió la humareda. No podía respirar y saqué el cubo por la ventana, puesto que me estaba prohibido utilizar la escalera. Lo dejé en un saliente que hay inmediatamente debajo de la ventana y corrí a cerrar la puerta del baño para evitar que el humo se espar­ciera por la casa. Por alguna misteriosa razón, encima de la tapa de la taza quedó una hoja. Salí por la ventana, crucé el tejado y bajé al patio. Tiré a la basura lo que quedaba de los manuscritos. Cuando al día siguiente entré en el baño, descubrí que todavía estaba lleno de humo y que las paredes, antes blancas, se habían puesto negras. Cuando levanté el papel que había quedado en la taza, vi que la par­te que estaba debajo seguía blanca. Mandé limpiar el baño, pero aún hoy, al cabo de seis meses, persiste el olor a humo y se observa la di­ferencia entre el rectángulo blanco y el resto, que ahora es gris.

Resultados de la psicomagia:

1. Escribí un artículo sobre Panamá que fue publicado por Harpers´ Magazine en su número de junio de 1988.

2. Busqué un agente literario. Este agente vendió en setenta mil dólares un proyecto de libro escrito por mí a partir del material pro­porcionado por G. Sánchez-Borbón, un exiliado.

3. Entre enero y abril de 1988, escribí las treinta y cinco mil so­berbias palabras de este libro.

Conclusiones: Hasta ahora, ningún libro de ficción ha tocado a mi puerta para pedirme que lo escriba, pero estoy escribiendo con mucho éxito sobre los acontecimientos panameños. Parece que a su magia le tiene sin cuidado el género y sólo se guía por el tema.

Ya ves... Escribí una postal a Koster para felicitarlo, ha­ciéndole observar que no había quemado la hoja que había quedado en la tapa. También le decía que, si quería escribir ficción, podía proponerle otro acto psicomágico. A lo que él me contestó: «Por el momento, no deseo más actos, porque tengo mucho trabajo. Me bullen en la cabeza muchas ideas: cine, etcétera. Uno sabe cuándo está vacío. Ahora estoy lleno. Gracias».

Se tenga o no se tenga fe en la psicomagia, es cierto que usted ex­pone hechos comprobables, lo cual es impresionante. ¿Todos sus con­sultantes le contestan con cartas tan prolijas como la de esta última persona?

En general, sí. Pero a veces me ocurre que, digamos por de­formación profesional, en el curso de una conversación amis­tosa propongo un acto sin que me lo hayan pedido. En esos ca­sos, prácticamente nunca recibo respuesta, sencillamente porque, en general, el acto no se realiza. La persona no lo ha solicitado, lo escucha con indiferencia, quizá entre divertida y curiosa, pero sin darle importancia.

De nuevo subraya la importancia que tiene la motivación, decisiva en toda terapia. Lo que importa es que la persona realmente desee cam­biar...

Por supuesto. Si existe verdadero deseo y también confian­za, todo es posible. Voy a leer una carta muy larga que ejem­plifica ese principio: un acto de lo más simple puede adquirir una dimensión milagrosa si se realiza con fe:

Me llamo Jacqueline. Ya le conté que mi padre se suicidó cuando yo tenía 12 años tomando cincuenta tabletas de optalidón. También le dije que, con tantos problemas de dinero arrastrados desde hace años, muchas veces he adoptado actitudes suicidas. Me explicó que mi padre se había suicidado de un modo suave (con tabletas) y que yo misma estaba suicidándome poco a poco, que en eso imitaba a mi padre.

También le dije que mi madre había muerto tres semanas des­pués que mi padre (padecía una degeneración cerebral desde hacía años). Yo necesitaba expresar con un acto algo que me asfixiaba des­de hacía tiempo. Necesitaba una liberación y creo en los milagros.

Me propuso el siguiente acto: ir a una residencia de ancianos, comprar una docena de hermosas naranjas (grandes), regalárselas a 12 personas y hablar 12 minutos con cada una de ellas. Enseguida, llamarle para contarle lo experimentado. Puesto que mi padre había muerto un sábado, me dijo que realizara el acto en sábado.

Traté de comprender qué me proponía. Pensé que la residencia me situaba en la edad de mi padre (en un principio, no se me ocu­rrió asociar el acto a mi madre), que las naranjas eran símbolo de fe­cundidad y que, al ir a ver a personas que tenían aproximadamente la misma edad que mi padre, yo dejaría de rechazarlo. Si en esta oca­sión le daba la vida, también yo misma me autorizaría a vivir y deja­ría de sentirme impulsada a reproducir su acto. Además, 12 naranjas, 12 personas, eso era para mí un símbolo del arcano del Ahorcado del tarot. Por lo tanto, tenía que ir hasta un extremo de mi árbol, hasta un extremo de mi dolor, para lograr encontrar la alegría; quizá fue­ra necesario que muriese de una vez para renacer y ocupar mi ver­dadero lugar. Los días que precedieron al acto no fueron muy agra­dables; me encontraba mal, tenía palpitaciones y sensación de angustia y ahogo. Busqué una residencia pública, porque pensé que tal vez sus ocupantes fueran personas más necesitadas, peor provistas que los ancianos de una institución privada. Tuve que desplazarme a una población situada a 43 kilómetros de la ciudad donde resido, una población que tiene el mismo nombre que mi marido (!), don­de se encuentra la residencia geriátrica comarcal. Por consejo de un amigo, antes llamé por teléfono a la directora y le expliqué que era psicóloga y que estaba haciendo un trabajo que trataba de la soledad de los ancianos, para lo que necesitaba cambiar impresiones con una docena de personas. Nada más llegar, descubrí que aquello era algo para lo que no me había preparado. Todas las personas presentes pa­recían tener un comportamiento curioso, anormal. La mayoría pa­decía trastornos mentales. Yo tenía razón en un punto, porque me reencontraba con un elemento de mi pasado que me había hecho sufrir mucho: mi madre también «se había visto trastornada» varios años antes de su muerte, algo que yo me había negado a reconocer siempre. Allí volví a enfrentarme con algo muy doloroso. No había elegido aquel lugar por casualidad. A pesar del dolor, no podía dar media vuelta, tenía que seguir adelante. El dolor me ahogaba, había tanto desvalimiento en aquellas personas... Tenía la impresión de que estaban pidiéndome ayuda. Sentí un gran amor por todos aquellos «viejos». Me resultaba difícil medir el tiempo que pasaba con ca­da persona. Sé que hay que respetar escrupulosamente hasta el me­nor detalle de un acto de psicomagia, para no «estropearlo». Usted me había indicado 12 minutos por persona; en mi consultorio paso unas cinco horas con la persona que viene a verme y nunca miro un reloj; allí tenía que concentrarme (lo mismo que un ahorcado), pe­ro era bueno, sin duda, incluso imprescindible para mí. Esto me for­zaba a situarme en un presente, a mantenerme vigilante, a darme cuenta de que el amor que uno da es percibido por el otro, que los mensajes transmitidos no tienen por qué ser más largos para ser más intensos.

Había personas sin dientes, por lo cual no podían comer la na­ranja y no querían aceptarla. Les decía entonces que la regalaran a quien quisieran. A otras no les gustaban las naranjas y también les de­cía que la regalasen. Esto debió de ocurrir cuatro o cinco veces. Hu­bo un momento en que sentí mucho miedo porque un hombre que estaba completamente trastornado se negó a tomar la naranja, in­cluso a regalarla. Como con aquel hombre había discutido, no sabía si podía contarlo como una de las 12 personas (puesto que me so­braba su naranja), lo cual complicaba mucho el acto y temía equivo­carme. El hombre me siguió mientras yo hablaba con otras personas y por fin pude convencerle de que se quedara con la naranja. De pronto, el hombre se cayó. Tenía las piernas deformes y para andar se ayudaba con un aparato. Todo el mundo miraba, pero nadie se movía. Como buenamente pude, le ayudé a incorporarse, pero se ne­gaba a quedarse sentado mientras yo iba en busca de una enferme­ra. Una vez erguido, se empeñaba en avanzar. Había personas que decían que quería ir a su habitación, que estaba en otro pabellón. Se­guí sosteniéndolo mientras subía una escalera para ir a donde él que­ría. Yo me mantenía detrás de él, para que no cayera hacia atrás y se desnucara. Quizá parezca raro, pero yo no temía que su cuerpo me cayera encima y me hiciera rodar por las escaleras. Sentía en torno a nosotros la fuerza de ese amor que nos envuelve a todos. Por fin, el hombre consiguió llegar a donde quería.

Ya era mediodía, la hora del almuerzo, y todavía me quedaba una naranja, es decir, tenía que hablar con otra persona. Otra vez tuve miedo de que mi acto no fuera válido. Debía interrumpirlo durante una hora y luego volver para hablar con la última persona y regalar­le la fruta. ¿Y si la interrupción lo echaba todo a perder?

Salí, me encontré con mi marido que me esperaba y hablamos de todo ello. Había dedicado 12 minutos a cada persona y tenía la im­presión de haber repartido felicidad, de haber contribuido a aliviar sufrimientos. ¡Pero cuánto me habían dado también a mí aquellas once personas! Quizá parezca curioso, tratándose de personas dis­minuidas psíquicamente, pero todas me agradecieron que hubiese ido a verlas. Cada vez que decía «adiós» me contestaban con un «gra­cias». Creo que aunque el intelecto pierda todo o parte de lo que se llama «sentido de la realidad», el corazón percibe igualmente el amor que se le ofrece. Por lo menos, eso sentí en ese lugar.

Al cabo de una hora, volví para ver a la duodécima persona con mi duodécima naranja. Era un hombre al que le habían amputado una pierna y que estaba sentado en una silla de ruedas. Después me mar­ché, sabiendo que aquel acto me había hecho consciente de que hay lugares en el mundo en los que habita un sufrimiento enorme que ca­da uno de nosotros podría contribuir a aliviar. En aquel asilo me en­contré frente a mi padre y mi madre. Al fin y al cabo, mis padres mu­rieron con tres semanas de intervalo cuando yo era todavía una niña y me sentí totalmente abandonada; tras mi visita a la residencia, tenía la impresión de haberles dado vida a los dos. Una vez realizado este acto, le llamé por teléfono a usted, tal como me había pedido, para decirle lo que había sentido. Después de escucharme, me propuso que hiciera lo siguiente: «Ve al sitio donde compraste las naranjas la primera vez, a mediodía -las 12, me puntualizó-, y compra una na­ranja, la más hermosa». Le pregunté qué día debía hacerlo y usted me dijo que qué día fui a la residencia. Era un sábado. Entonces me or­denó: «Hazlo un sábado. Siéntate a la puerta de una iglesia y cómete la naranja lentamente, durante 12 minutos. Eso es todo».

El sábado, 14 de julio, fui al mercado. La víspera había pregunta­do si habría venta a pesar de ser festivo. A las 12 en punto, elegí la na­ranja que me pareció más hermosa y la compré. Monté en mi bici­cleta y, acompañada de mi marido, busqué una iglesia a cuya puerta pudiera sentarme. Había una iglesia, llamada Nuestra Señora de la Paz, en la que nunca había estado porque no me atraía su arquitec­tura moderna. Está en las afueras y yo no tenía más que una preocu­pación: la de que pudiera estar cerrada con llave, como suelen estar las iglesias cuando no hay oficios. De modo que dejé la bicicleta y, ¡oh, milagro!, al empujar la puerta descubrí que no estaba cerrada. En su interior la iglesia forma un cuarto de círculo, hay muchas vi­drieras de colores -modernas, desde luego, pero me sentía a gusto-. Era una iglesia cálida. Me senté a rezar y a dar gracias antes de irme a comer la naranja. Entonces llegó el sacerdote, rezó y se puso a arre­glar la iglesia. Yo deseaba que se marchara porque no me atrevía a comerme la naranja en la puerta. Cogí la bicicleta y, junto con mi marido, que me esperaba fuera, nos apartamos un poco. Al salir, ha­bía dejado abierta la puerta. Tenía la sensación de que ese acto tenía que hacerse con la puerta abierta; sentía que, si no, me estaría veda­do el acceso a la felicidad.

Esperamos un poco y volvimos a la iglesia, donde vimos con alivio que ya no estaba el coche del sacerdote. Pero volví a sentir miedo de que la puerta estuviera cerrada con llave. No sólo no estaba cerrada con llave, sino que seguía abierta de par en par, tal como yo la había dejado. De modo que, con gran alivio y mucha alegría, me senté de­lante de la puerta abierta. A las 13:12 horas empecé a pelar la naran­ja. Durante la semana, me decía que 12 minutos era demasiado tiem­po para comerse una naranja. Y es que yo no saboreo la comida, sino que la engullo.

A las 13:12 empezaba para mí una hermosa revolución, la forma de terminar con aquella parte de mí misma para ir hacia una trans­formación total. Empecé degustando la primera cuarta parte. Lo que sentí entonces nunca lo olvidaré. Ahora, mientras escribo estas lí­neas, experimento la misma emoción. Iba comiendo aquella cuarta parte, despacio, a pequeños bocados.

Estaba conmovida, tenía ganas de llorar, pero de alegría. Esta vez comprendía que hacía un bien y, quizá por primera vez, me autori­zaba a vivir. Era la vida lo que estaba saboreando, lo que entraba por mí, se deslizaba dentro de mí. Sentía realmente que antes me había prohibido algo muy importante. La vida, sin duda... Allí comprendí que la puerta de Dios siempre había estado abierta para mí y que era yo quien la había cerrado. Me sentía en plena comunión con Dios. Fue una emoción intensa. Después de degustar la primera cuarta parte, miré el reloj: habían transcurrido cuatro minutos. El tiempo pasaba rápidamente, luego tuve que apurarme un poco. La emoción seguía siendo fuerte. Después de experimentar cierto dolor, seguía comiendo mi naranja con verdadero placer. Creo que hasta enton­ces no había descubierto el sabor de una naranja. Fue una revela­ción. En realidad, fue como si comiera por primera vez. Me hubiera gustado que el tiempo pasara más lento, para saborearla aún más. Pe­ro el acto es el acto y, a las 13:24, terminé mi naranja. Entonces volví a entrar en la iglesia y me quedé unos minutos, sin pensar en nada. En mí se había hecho el vacío, pero era un vacío agradable, indis­pensable, desde luego, para que se asentara una fuerza nueva. Des­pués me fui con mi marido, que me esperaba en un banco, muy cer­ca, porque necesitaba su compañía aquel día.

Y me doy cuenta de que, al pedirme que le escriba, sigue ayudán­dome. ¿Cómo lo diría? Cuando me comía la naranja, experimenté una sensación de aceptación de la vida en mí. Quizás correspondía al momento en que fui concebida, porque al escribirle -he redacta­do la carta varias veces—, he tenido la sensación de parirme a mí mis­ma. Tengo el deseo de sanarme de mi pasado y debo decirle que, por el momento, es mi hija, que tiene 12 años, quien me ayuda a avanzar en esa dirección. Ella es lo que más quiero, y deseo que sea feliz, pe­ro sé que no podrá encontrar la felicidad si no le ofrezco una buena imagen de alguien que desea vivir.

Es una carta conmovedora en muchos sentidos, sobre todo como tes­timonio de la fe de esa mujer en la psicomagia. El inconveniente que presenta la «dificultad de vivir» es que se trata de un mal muy difuso. Después de la lectura de esta larga misiva, me alegro de que esta per­sona pudiera sentirse renacer, pero me gustaría que encontrara una carta más breve donde se expusiera la resolución gracias a la psicoma­gia de una dificultad más concreta, más fácil de precisar.

Leeré la carta de Armelle, hija de una francesa y de un viet­namita. Muy acomplejada entre los franceses, vivía mal su feminidad porque no aceptaba sus rasgos orientales. Su padre, muy marcado por la guerra, rechazaba su país de origen. Aconsejé a esta joven que fuera a ese país en busca de sus raí­ces. Previamente, en Navidad, tenía que comerse un mango, guardar el hueso y hacerlo germinar en un vaso de agua para después plantarlo en un tiesto treinta y tres días. A continua­ción, tenía que llevarlo a Vietnam y plantarlo en un jardín de la familia paterna. Lo siguiente es lo que me escribió una vez realizado el acto:

Salí hacia Vietnam el 5 de agosto de 1986. El vuelo fue muy tran­quilo, pero apenas empezamos a sobrevolar Vietnam entramos en una zona de turbulencias que sacudía el avión. Entonces me sentí en­ferma y mientras estábamos sobre Vietnam no hice más que vomitar en el baño. Tenía la sensación de que una parte de mí rechazaba ese país (quizá a causa de la aversión de mi padre hacia su propia raza).

Cuando aterrizamos, me parecía reconocer a mi padre en todos los niños con los que me cruzaba (mi padre salió de Vietnam a los 14 años). Luego, curiosamente, me sentí angustiada de tener la regla, experimentaba la misma sensación que en mis primeras menstrua­ciones. Creo que entonces restablecí el contacto con mi feminidad. También tuve ocasión de observar la feminidad de las vietnamitas, su naturalidad, su fragilidad, su encanto.

Me sorprendió que no me tomaran por vietnamita, y entonces, por primera vez, advertí con claridad mis raíces francesas.

El 13 de agosto llegué a la ciudad natal de mi padre. Estaba muy emocionada y lloré durante casi toda la noche, sintiendo una in­mensa soledad y una fuerte indignación contra mi padre. Al día si­guiente fui a ver la casa de mi bisabuela; fue maravilloso, porque ha­cía años, un 14 de agosto, había muerto mi tatarabuela y ahora toda la familia se había reunido allí para celebrar el culto a los antepasa­dos. Quemamos incienso delante de los altares de todos los antepa­sados. Sentí una viva emoción ante la tumba de mi bisabuela, a la que por cierto no conocí. Después planté el mango en un jardín, con ayu­da de toda la familia.

Fue un momento extraordinario: cavar la tierra amarilla de Vietnam para plantar aquel arbolito que tenía las raíces impregnadas de tierra negra de Francia... El contraste entre las dos tierras era un sím­bolo maravilloso. Además, qué coincidencia, el jardín estaba lleno de mangos.

Aquel viaje fue muy importante. Me permitió reconocer mi femi­nidad, analizar y valorar la herencia de esta cultura, descubrir que había fundado mi complejo racial en una quimera. Gracias.

¿Por qué tenía Armelle que comerse el mango en Navidad y luego enterrar el hueso precisamente 33 días después?

Aquella muchacha no sólo tenía un complejo a causa de su doble origen, sino que además se encontraba entre dos reli­giones. Por lo tanto, yo debía convencer a su inconsciente de que aceptara como un don sus dos culturas, uniéndolas en ella. Cristo nació en Navidad y murió a los 33 años para des­pués resucitar. Y es este ciclo lo que transportó Armelle a Vietnam en forma de planta.

¿Ha tenido ocasión de «curar» otros complejos raciales?

Sí, por supuesto. Un día me visitó un hombre que era hijo de padre africano y madre francesa, y casi inmediatamente después recibí a una mujer que estaba en la misma situación. No se conocían, vinieron a consultarme cada cual por su lado. Ambos sentían una gran amargura a causa de su doble origen. Decidí unirlos en un acto psicomágico que realizarían juntos. Me dije que a través de aquel acto simultáneo, realizado por dos personas de distinto sexo, se encararían el hombre y la mujer interiores, animus y anima. No tenían la piel ni muy cla­ra ni muy oscura. Les pedí que se maquillaran uno de negro y el otro de blanco; que fueran en automóvil al Arco del Triunfo y bajaran a pie por los Campos Elíseos; que regresa­ran al punto de partida; que volvieran al lugar en el que se ha­bían maquillado e intercambiaran los papeles; que el negro se convirtiera en blanco y viceversa; y que finalmente hicieran el mismo recorrido. Leeré la carta del muchacho, que se llama­ba Sylvain:

Sábado por la mañana: ante mis ojos hay dos tubos de maquilla­je. Uno tiene la inscripción «carne», el otro, «negro». El cuarto de baño es pequeño y la muchacha que está a mi derecha me incomo­da. Le falta energía, flexibilidad, da la impresión de que va a poner­se a llorar. Ha elegido maquillarse primero de mujer blanca. Por lo tanto, yo me maquillo de negro. Tengo retortijones, hasta que me di­go: «No pasa nada, esto no es nada. Será divertido». En realidad, de divertido no tiene nada. Me acuerdo de lo que me ha impulsado a aceptar bajar por los Campos Elíseos disfrazado de negro y, después, de blanco. Me acuerdo de quince o veinte años de vida acomplejada por mi sensación de inferioridad racial, mi confusión, mi aversión a mí mismo, mi insatisfacción. Pienso en Laurence gritando de repug­nancia en un pasillo del colegio, hará veinte años por lo menos, al sa­ber que yo estaba enamorado de ella. Miro mi imagen en un espejo y me digo, finalmente, que me gusta la idea. El automóvil nos deja en la parte alta de los Campos. Llevo peluca y gorra de rasta. Mi acompañante es blanca y viste de negro. Avanzamos, al comienzo rá­pidamente, como con ganas de echarnos a correr, pero enseguida aflojamos el paso. Yo llamo la atención. Nadie parece fijarse en la mujer que va a mi lado. Muchos me miran sonriendo y me siento muy pequeño, encogido dentro de mí. Oigo comentar a la gente: «Hey, rasta man!». Sonrío. No siento el cuerpo, no siento el suelo que piso. Tengo la impresión de soñar, estoy incómodo. Me dan ganas de arrancarme la peluca y borrar el color de mi piel, de gritar: «¡Este no soy yo!». Entramos en una galería, hay poca luz y me calmo un poco. Cuando salimos, me siento mejor. El resto del recorrido me parece más fácil y compruebo una cosa: cualquiera que sea la imagen que la gente tenga de mí, no es más que una imagen. Nadie puede verme tal como soy si yo no decido mostrarme. E incluso así, ¿quién sería capaz de verme realmente? Llegamos al final de nuestro primer re­corrido. Al regresar al coche, pienso nuevamente en esta idea de la imagen y me digo que sería interesante jugar un poco con la mía. Ya estamos otra vez en el cuarto de baño. Me froto la cara y el color negro se va, se escurre por el lavavo. Recuerdo que, durante toda mi in­fancia, me hubiera gustado ver escurrirse así el color de mi piel.

Ahora me toca hacer de blanco. El maquillaje me parece más di­fícil. Me cuesta trabajo imitar el aspecto de la piel blanca. Tengo una apariencia vulgar. La imagen que me he dado esta vez es la de una especie de fan de heavy metal con gorra rock. El maquillarme de blanco me hace sentir que cometo un sacrilegio. Es interesante, por­que antes no sentí eso. Bajamos otra vez por los Campos, ahora na­die parece fijarse en mí, pero muchos miran a la muchacha que va a mi lado. Es muy negra y viste de blanco. Durante todo el recorrido me pregunto si la gente se sentiría tan incómoda como me siento yo en este momento, si supieran lo que estoy haciendo...

Sin embargo, a fin de cuentas, todo es muy impersonal. Nadie ve nada. La gente es indiferente, cada cual va a lo suyo. Una vuelta por Virgin Megastore y fin del viaje. Me siento muy liviano. Siento unas ganas locas de gastarme un dineral en ropa nueva. Es como si con­cluyera un sueño.

Muy interesante, pero la carta no menciona los efectos posteriores del acto.

Tanto Sylvain como Nathalie, la muchacha, tuvieron reac­ciones muy positivas. Algún tiempo después los dos encontra­ron pareja: Sylvain, una mujer blanca, y Nathalie, un hombre de color. Que yo sepa, las dos parejas funcionan bien.

Hasta aquí ha evocado complejos dolorosos, pero principalmente psicológicos: un hombre incapaz de ganarse la vida, un escritor que no escribe, personas que no se habían reconciliado con su origen racial. ¿Sería efectiva la psicomagia en personas que hubieran sufrido un trauma externo concreto...? Pienso, por ejemplo, en un aborto, una ex­periencia traumática muy corriente, por desgracia.

Pues leeré una carta relacionada con ese problema. Brigitte se sentía culpable por un aborto que había tenido en au­sencia de Michel, su compañero. Estaba deprimida y no se resignaba. La relación de la pareja estaba en crisis, se alejaban ca­da vez más uno del otro. Le propuse un acto, pensando en que los dos juntos pudieran hacer ese funeral y enterrar por fin al feto. Brigitte y Michel debían fabricar entre los dos una caja de madera noble, que evidentemente simbolizaba el ataúd, y ta­pizarla con una tela de la mejor calidad. Por otra parte, de co­mún acuerdo, debían elegir una fruta que simbolizaría el feto. Eligieron un mango. Brigitte, desnuda, debía colocarse la fru­ta sobre el vientre, sujetándola con un vendaje fuerte. Michel debía cortar las vendas con unas tijeras, como si fuera un ciru­jano, y tomar el mango. Brigitte debía revivir todos los senti­mientos que había experimentado durante la operación y ex­presarlos en voz alta. Después de poner el «feto» en la caja, debían enterrarlo en un lugar muy hermoso. A continuación, Brigitte tenía que besar a Michel e introducirle en la boca, con la lengua, dos canicas de mármol, una negra y la otra roja. Mi­chel debía escupir en primer lugar la canica negra. Éste era el acto prescrito. Y ésta es la carta de Brigitte:

La búsqueda de los materiales se hizo con un poco de precipita­ción, como la que hubo durante la hora que precedió a la interrup­ción voluntaria del embarazo. Elijo el mismo día en que ésta se rea­lizó, un sábado a las 18:15. El acto tiene lugar en el quirófano, con las piernas levantadas, desnuda y con el mango encima del vientre, su­jeto por una venda. Michel se acerca. Viste de blanco, igual que el ci­rujano. Procede rápidamente y yo grito, doy alaridos, siento el des­garro en el vientre, lloro mucho, lo odio, está mutilándome. Michel ha cortado las vendas y puesto el mango en la caja. De pronto, sien­to una duda: ¿había que cortar también el mango con las tijeras? Mi­chel quiere hacerlo, pero se lo impido. Lloro mucho. Michel me di­ce: «De todos modos, el mango no puede vivir una vez arrancado». Después se sienta a mi lado y me acaricia la frente. Noto que me odia. Está a mil leguas de mí. Ahora hay que encontrar el lugar donde en­terrar la caja. Llegamos en moto a St. Germain-en-Laye con una llu­via torrencial. Siento a la vez amargura y un gran alivio.

Finalmente, paramos en Marly le Roi, en el parque del castillo favorito de Luis XIV. Un sitio magnífico. Lloro desconsoladamente. Mi­chel me sostiene, pero sigue estando distante. Hacemos el hoyo con las manos, donde nadie puede vernos. Casi ha anochecido. Nos be­samos. Meto a Michel las dos canicas en la boca. El escupe una, la ro­ja, que cae al suelo. Me pongo histérica. Michel reacciona, encuentra la canica roja y me la da. Yo vuelvo a metérsela en la boca. Según es­tá prescrito, él escupe primero la canica negra, me besa y me devuel­ve la roja. Arrojo la negra al estanque del parque y me siento muy ali­viada. Con la roja, me haré un anillo, como usted me aconsejó. Se reproducen reacciones psicosomáticas -rojez intensa en la mejilla iz­quierda- análogas a las que se presentaron después de la interven­ción. Me siento muy liberada de culpabilidad y con nuevas energías. Estoy tranquila y serena y acepto lo que pueda llegar. Recupero la confianza en mí y en Michel. Elijo la vida, pase lo que pase. Mis ener­gías internas están como regeneradas, ya no siento pánico morboso.

¿Qué significado tiene el beso con las dos piedras de colores?

Utilizo los símbolos de la vida y de la muerte (rojo y negro), así como la casualidad. Al darle un beso, manifestación de amor, Brigitte proporciona a Michel la ocasión de dar la vida o la muerte. Si escupe primero la bola negra, Michel manifiesta su deseo de matar al feto, de no ser padre. Él mismo recoge la bola y, al metérsela de nuevo en la boca, busca otra oportuni­dad. Y esta vez opta por escupir la bola roja, la vida, que depo­sita en la boca de su compañera. De este modo manifiesta su aceptación de otro niño que pueda venir. Al arrojar la bola ne­gra a un estanque, Brigitte devuelve a su inconsciente sus im­pulsos de muerte, recupera la confianza en Michel y se libera de sus temores y de su culpa. Ahora por su cuerpo circula la vi­da, no la muerte. En lo sucesivo, su sexo será centro de crea­ción, no de destrucción.

Este acto ilustra la técnica consistente en «utilizar el lenguaje del inconsciente». Ése es, si he comprendido bien, el resorte esencial de la psicomagia.

Sí, pero también doy consejos sencillos y lógicos que puede comprender cualquier persona al instante.

¿Esos consejos, cómo operan?

Para que sean eficaces, tengo que aprovechar la oportuni­dad, o provocarla, encontrar el momento propicio para dis­pensarlos. Es una cuestión de ajuste, por así decirlo. El mismo consejo, dado en un mal momento, puede resultar ineficaz. El proceso puede compararse al fútbol: si lanzas a la portería sin que haya hueco suficiente, por preciso que sea el tiro, no pa­sará la barrera de la defensa. Por el contrario, si aprovechas un momento de vacilación, una debilidad del portero, la pelota entrará. Asimismo, cuando una persona baja un poco la guar­dia, yo trato de meterle un gol psicológico. Hay que tener pre­sente que el que cae en un vicio se mantiene constantemente a la defensiva. El ego se niega a ceder. Por lo tanto, tengo que aprovechar o provocar un momento de distracción, a fin de hacer pasar una orden a través de las líneas de la defensa, has­ta el inconsciente. Para que el consultante haga suyo el conse­jo, hay que perforar su yo obstinado y tocarlo en una zona de sí mismo mucho más impersonal.

¿Tiene alguna carta que ilustre ese principio?

Aunque no sea una carta propiamente dicha, servirá este testimonio redactado por el célebre dibujante Jean Giraud, alias Moebius.

Conocí a Alejandro a mediados de los años setenta. Trabajába­mos en la película Dune. Hacía dos meses que cada día me daba una sorpresa con su manera totalmente surrealista de proponer, no ya la creación de una obra, sino también cualquier pensamiento o situa­ción. En esos días, uno de los problemas que más me agobiaba era el del tabaco. ¿Cómo pasar largas horas con aquella apasionante perso­na sin puntuar mis reflexiones con grandes bocanadas de humo azul? Imposible cualquier transgresión: Alejandro, invocando su­puestas crisis de asma mortal, había hecho del cigarrillo un tabú en el plato, y yo tenía que aislarme, como un colegial culpable, en el pa­tio que colindaba con nuestro edificio.

Un día, conversando alegremente con varios compañeros del equipo de producción, mientras tomábamos un refresco en la terra­za de un café, interpelé a Alejandro en tono festivo, pensando tal vez en ponerle en un aprieto, o quizá tan sólo por decir algo: «Alejan­dro, tú que has tratado a tantos magos y que incluso te las das de ma­go -en aquel entonces, yo tenía de la magia ideas confusas que ade­rezaba con ironía-, ¿no podrías, con un encantamiento o sortilegio, ayudarme a dejar el tabaco?».

¿Qué esperaba? Una respuesta-pirueta que provocara la risa y consignara mi pregunta a las brumas del olvido. Pero, para mi com­pleto desconcierto, Alejandro, en lugar de escabullirse, me contestó que sí, que conocía una magia poderosa, infalible, que él me mos­traría en aquel mismo momento, si yo quería. Pero antes tenía que estar seguro de que mi propósito de dejar de fumar era real porque el hechizo era fuerte, y tenía que hacerme a la idea de que, cuando la magia empezara a obrar, yo no volvería a fumar ni una sola vez en toda mi vida.

Alrededor de la mesa se hizo el silencio, la atención estaba con­centrada en lo que yo acababa de promover. Alejandro me miraba con una hilaridad discreta y amistosa. Yo pensaba en el humo amigo, compañero impalpable, siempre disponible, discreto, eficaz y tran­quilizador, en el chasquido alegre del encendedor, en el rasgueo del fósforo... ¿Estaba dispuesto a abandonar estos placeres, aparente­mente indispensables? Pero también pensaba en el gris de la ceniza que parece invadirlo todo, en la respiración fatigosa, en la tos ronca y dolorosa de la mañana... Decidí dar el paso. Además, sentía curio­sidad. No sólo vería a Alejandro proponer un acto mágico, sino que yo sería el objeto. Me incitaba otra cosa: los compañeros presentes es­peraban mi decisión. ¿Iba a defraudarlos privándolos de ver la magia en acción?

-De acuerdo, estoy preparado.

-¿Ahora?

-Ahora.

-Muy bien. Dame tu paquete de cigarrillos.

Saqué mi paquete de Gauloises, del que me había fumado la ter­cera parte. ¿Le echaría un sortilegio, lo transformaría en calabaza? Después de murmurar extraños encantamientos, Alejandro dijo muy serio:

-Mi magia es poderosa pero muy simple. Para dejar de fumar, bas­ta con tomar la decisión y tú ya lo has hecho. La clave está en acordarse de esa decisión, y aquí interviene la magia. ¿Quién tiene un lápiz?

Le tendí el que tenía y contemplé, fascinado, los ademanes segu­ros con que mi amigo retiraba la envoltura de celofán. Tomó el lá­piz... Ahora vería qué signo cabalístico, qué poderoso sortilegio trans­formaría mi paquete de cigarrillos empezado.

-Muy sencillo: en una cara escribo esta palabrita: «No», y en la otra, esta frasecita: «Yo puedo».

Alejandro volvió a poner el paquete en la bolsa de celofán y me lo devolvió como si fuera una bomba preparada para hacer explo­sión o nada menos que el Santo Grial envuelto en el vellocino de oro. Me dijo que guardara el paquete media docena de semanas, hasta que, liberado de todo deseo de fumar, se lo regalara a un necesitado (que debió de preguntarse qué significaba aquello de «No» y «Yo puedo»).

Y desde entonces no he vuelto a sentir el menor deseo de encen­der un cigarrillo.

Bueno, en este caso se puede decir que lo que salva es la fe. Sin em­bargo...

A veces, un acto en apariencia absurdo puede ayudar a cu­rar una enfermedad, porque un acto «habla» al inconsciente, y éste toma los símbolos por realidades. La enfermedad es sín­toma de una carencia. Si el inconsciente siente que esta falta se ha subsanado, deja de quejarse por medio de los síntomas. Por ejemplo escucha la carta de esta mujer, Sonia Silver:

Fui a verle al Cabaret Místico el 30 de octubre de 1992 y le hice una pregunta: «Hace dieciocho meses que siento un fuerte dolor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde un pun­to de vista espiritual?». Había consultado a médicos, acupuntores, masajistas, osteópatas, ensalmadores, curanderos y, desde luego, to­mado antiinflamatorios, cortisona, infiltraciones, etcétera. Nada ha­bía hecho efecto. La noche del miércoles 30 de octubre, usted me in­dicó un acto psicomágico: debía sentarme en las rodillas de mi marido y él tenía que cantarme en la nuca una nana. Pero lo que us­ted no sabía es que mi marido es cantante de ópera. Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me duele y no me cansaría de darle las gracias...

¿Qué había pasado?

Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

Una síntesis impresionante... De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.

No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamen­te el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver en la carta de este hombre llamado Patrick:

Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido -el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó- mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pen­sar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que us­ted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se po­día hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reco­nocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado -esto sí me lo había dicho mi madre—, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.

Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba con­vencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hom­bre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.

Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su in­consciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura pa­terna. Entonces ésta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hi­jo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, to­dos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la rea­lidad.

La madre colaboró en el acto inconscientemente.

Por eso es preciso que las personas implicadas en un acto estén informadas de su objetivo, a fin de poder participar con fervor en su realización. Daré un ejemplo de una colaboración consciente y bien lograda. A Gérard, un hombre a quien su constante exigencia afectiva le provocaba un gran sufrimiento con respecto a su mujer, le aconsejé que comprara dos cirios grandes y un ovillo de lana roja para realizar un acto con ayu­da de su madre. Esta es su carta:

El lunes de Pascua, después de desayunar juntos, mi madre y yo fuimos a Notre-Dame a comprar los dos cirios. Había mucha gente. Después, la invité a almorzar en un restaurante chino. Hablamos mu­cho, de Dios, de la vida, de la familia. Después volvimos a casa. Poco antes de la medianoche, fuimos a su habitación (ella y mi padre duermen en habitaciones separadas). Pusimos los cirios encendidos en la chimenea. Estaban orientados en sentido norte-sur. Yo los tenía detrás, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Luego nos atamos firmemente el uno al otro con la lana roja. Nos atamos todo el cuer­po: pies, piernas, tronco, brazos, manos, cabeza... Quedamos unidos de modo que cuando uno se movía, el otro tenía que seguir su mo­vimiento.

En ese instante reviví el vínculo que tuve con mi madre durante mi infancia y adolescencia. En aquella época, me creía obligado a se­guir todo lo que ella indicaba, a ver las cosas como ella, a pensar co­mo ella, a actuar como ella... Entonces sentí, a la altura del vientre, un calor que desapareció al poco rato. Permanecimos así atados has­ta la medianoche. Los dos estábamos muy tranquilos. A medianoche, empecé a cortar la lana, primero por abajo, los pies, la infancia... Ca­da uno cortó la mitad de los nudos, de las ataduras, pero ella quiso que yo cortara alguno más. Cuando pudimos separarnos pensé: «Ahora, a partir de este instante, soy libre». Le di las gracias y un beso. Nos quedamos hablando un buen rato, pero ella estaba cansada. Soplé los cirios, tomé uno y me fui a mi casa. La última parte de mi acto consistía en hacerle un regalo que antes tenía que soñar. Un día tuve una idea: el único regalo que podía compensar la ruptura pro­vocada por el acto era agradecerle todo lo que me había dado. El sá­bado 9 de mayo, a medianoche, le escribí con sangre: «Te doy las gracias por todo lo que me has dado. Te quiero. Que Dios te bendiga». Después sellé la carta con la cera del cirio de Notre-Dame que había encendido antes de escribir. Aquel acto transformó mi vida; a partir de aquel momento, dejé de agobiar a mi esposa como había hecho hasta entonces a causa de una exigencia afectiva que venía de mi in­fancia.

Ahora me gustaría mostrar otra carta que trata de un pro­blema de identificación con la madre. La escribe una pintora, víctima de fuertes crisis de asma. Aquí me serví del elemento onírico que utiliza la artista en su propia pintura. Además, esta carta también es interesante porque presenta el caso de una persona que ya había recurrido a la psicomagia y se había sen­tido aparentemente curada hasta sufrir una recaída, que requi­rió un nuevo acto. A veces un acto puede hacer desaparecer una dificultad sin extirparla de raíz, y entonces es conveniente prescribir un nuevo acto:

...Le pregunté por qué, después de visitar un osario de apestados en Nápoles, sufrí una fuerte crisis de asma, al cabo de un año de no haber tenido recaídas. También le pregunté por qué, desde el día de la inauguración de mi exposición sobre los «ángeles», que tuvo lugar casualmente el 8 de junio, víspera del vigésimo aniversario de la muerte de mi madre, había vuelto a tener crisis de asma frecuentes y había vuelto a tomar diariamente medicamentos que había creído no necesitar más. Y es que, después de enterrar, por consejo suyo, to­dos los medicamentos bajo la tumba de mi madre, hacía exactamen­te un año, me consideraba definitivamente sanada. En verdad, no ha­bía tenido ni una sola crisis, hasta aquel día en Nápoles. Me contestó que probablemente no me autorizaba a mí misma a tener éxito en la profesión que amaba porque mi madre había muerto después de una larga enfermedad sin haber podido alcanzar su plenitud. Me aconsejó entonces que pintara un esqueleto y que encima dibujara un ángel, cuya túnica opaca tapara los huesos. Me proponía que, en cierto modo, sublimara en el ángel mi pena por mi madre. La idea me agradó. Seguí su consejo y, a pesar de mi actual incapacidad para pintar, hice un esfuerzo y fui a mi estudio para hacer el dibujo. Pinté el esqueleto, pero como no me gustaba dibujé otro encima y luego hice el ángel blanco. Días después tuve una fuerte crisis de as­ma con bronquitis que me costó mucho vencer. Estaba desesperada y tan fatigada que tuve que ir a descansar a la montaña. Me sentía confusa y dudaba de todo y de todos. ¿Por qué la psicomagia había fracasado esta vez, llegando incluso a provocar un resultado inverso al que esperaba? Misterio... Me sentía desconcertada hasta que refle­xioné y recordé que, antes de dibujar el ángel, había hecho dos es­queletos, ¡dos esqueletos para un solo ángel! Comprendí que, in­conscientemente, me sentía aún fuertemente atrapada por la pena, aquella pena que me hacía enfermar. A mi regreso, repetí la psico­magia. Esta vez dibujé un esqueleto y, después, un ángel. Al día si­guiente, reduje las dosis de medicamentos a la mitad. Al otro día, los suprimí del todo. ¡Estaba curada!

Los actos de los que dan testimonio estas cartas ponen de manifies­to diferentes facetas de la psicomagia. ¿Podría seleccionar una última carta en la que, gracias a su asombrosa disciplina, haya neutralizado un mecanismo psicológico común? Pienso, por ejemplo, en el miedo. Es un hecho reconocido que, en muchos casos, el miedo enmascara un de­seo reprimido. ¿Tiene en su archivo algún «caso» que revele y resuelva esta dinámica en sí muy banal?

Tengo muchas cartas de este tipo, pero elijo ésta porque es la prototípica:

Una noche de mayo, regresando de una de sus conferencias, en el portal de mi casa me atacó un hombre enmascarado que quería violarme. No lo consiguió, pero pasé mucho miedo y seguramente trasladé mi espanto al lado derecho del cuerpo, que a la mañana si­guiente estaba como paralizado. Aquello me provocó una gran aver­sión hacia los hombres, no soportaba su contacto y, a veces, no podía ni estar sentada a su lado. El miedo se apoderó de mí y, si volvía tar­de a casa, subía los seis pisos corriendo. Yo, que nunca antes cerraba la puerta con llave, me aislé del mundo exterior parapetándome detras de tres cerrojos. Pero el miedo no se quedaba al otro lado de la puerta, sino que me acompañaba siempre... Usted me prescribió un acto: «Ve a Pigalle y compórtate como una puta. Da una excusa para no irte con los hombres que se acerquen». Una coraza de plomo no me hubiera parecido más pesada... Elegí un 17 de julio porque el nú­mero 17 corresponde a la Estrella en el tarot y a Acuario, mi signo, con lo que me ponía bajo su protección.

No conocía bien aquel barrio, de modo que fui primero a reco­nocer el terreno. Por supuesto, me resultaba muy difícil interpretar ese papel, completamente nuevo para mí. El 17 por la noche, a las 9, vestida con minifalda, una blusa muy ceñida, zapatos de tacón y me­dias de malla, y muy maquillada me encaminé a Pigalle. Deseaba no encontrarme con ningún vecino por el camino.

En un andén del metro, un hombre se acercó para preguntarme, primero, si tenía fuego, después, la hora y, por último, por una esta­ción del metro. Yo me sentía dentro de la piel del personaje y obser­vaba lo que pasaba en mí. En Pigalle me esperaba un amigo y su pre­sencia me tranquilizó.

Me senté en la terraza de un café elegido a propósito. Crucé las piernas con descaro y encendí voluptuosamente un cigarrillo rubio, mientras observaba mi entorno. Descubrí las miradas de los hom­bres, ávidas, despectivas, perversas, etcétera. Mientras afrontaba aquellas miradas, notaba que en mí, en mi vientre, surgía una nueva fuerza. Transcurrió una hora, se acercaron cinco o seis hombres que querían subir conmigo a casa. Me negué, pretextando una enferme­dad benigna. Algunos debieron de pensar que tenía sida.

Después de cenar con mi amigo Hervé, volví a casa agotada, pero ya no tenía miedo y desde entonces he podido relacionarme con los hombres y subir mis seis pisos sin problemas. He dejado de escon­derme y me siento en paz.

Este acto me ha permitido descubrir cómo en mí coexistían varios personajes, manifestarlos, vivir mi miedo y superarlo. Experimenté una gran liberación y la confianza de que en adelante podría avan­zar, seguir mi camino. Sin este acto, qué duda cabe, lo hubiera re­primido todo. Ahora siento que me he abierto.

El miércoles pasado, al volver de la conferencia, vi que un hombre me seguía. Quería acostarse conmigo. Me vino a la memoria el acto y toda la fuerza que había extraído de él. Discutí con ese hom­bre y pude ver el miedo en sus ojos. Tomé conciencia de mi propia fuerza y él también la sintió. Salió del edificio y yo subí a mi aparta­mento tranquila, confiada.

Mucho amor, alegría y armonía para usted y su familia.

¡Que esta bella carta cierre este breve epistolario psicomágico!


 

La imaginación al poder

¿No será la psicomagia demasiado simple y un tanto efímera? Un psicoanálisis requiere años y hay terapias que se prolongan durante largos períodos...

Un laberinto no es sino una maraña de líneas rectas. Me pregunto si, a veces, análisis y terapias no tenderán a introdu­cir sinuosidades en las rectas... Además, un acto tiene un ca­rácter más concluyente que cualquier palabra. No obstante, debo precisar una cosa: rara vez prescribo un acto a una per­sona sin estudiar previamente lo que llamo su árbol genealó­gico: su familia, padres, abuelos, hermanos, etcétera.

O sea que cada uno de los actos que hemos examinado no es a fin de cuentas sino un episodio de un proceso más largo.

Sí, pero un episodio grave y decisivo. Si tengo un clavo en el zapato, todo mi mundo, mi sensibilidad, se verán afectados. Antes de pretender ir más allá, afinar mi visión, tengo que ex­traer el clavo. Del mismo modo, cuando sufrimos un trauma, toda nuestra existencia se resiente. Importa, pues, remediar es­te trauma.

Por otra parte, me parece que la psicomagia ayuda a resolver ciertos problemas concretos y específicos. La veo más como una interven­ción puntual que como una terapia, digamos, global...

Sólo hay una curación global: encontrar a Dios. No hay otra. Sólo el descubrimiento de nuestro Dios interior puede curarnos para siempre. Lo demás es andarse por las ramas. Una terapia no puede ser sino parcial.

¿Qué decir ya, a punto de dar término a estas conversaciones que hemos mantenido?

Es importante subrayar la importancia de la imaginación. En cierto modo, aquí me he entregado a un ejercicio de auto­biografía imaginaria. No en un sentido de «ficticia», ya que to­dos los hechos consignados son ciertos, sino en el hecho de que la historia profunda de mi vida es la de un esfuerzo cons­tante para expandir la imaginación, hacer retroceder sus lími­tes, aprehenderla en su potencial terapéutico y transfigurador. Si algo enseño es imaginación.

Alejandro Jodorowsky, profesor de imaginación.

Exactamente. Enseño a la gente a imaginar. Durante la ma­yor parte del tiempo no tenemos idea de lo que puede ser la imaginación, no concebimos siquiera la amplitud de sus regis­tros. Porque, aparte de la imaginación intelectual, existe la imaginación sentimental, la imaginación sexual, la imaginación corporal, la imaginación económica, la imaginación mís­tica, la imaginación científica... La imaginación actúa en todos los terrenos, incluidos los que consideramos «racionales». En todas partes tiene su lugar. Importa, pues, desarrollarla para abordar la realidad, no a partir de una perspectiva única, sino desde múltiples ángulos. Normalmente, visualizamos todo se­gún el estrecho paradigma de nuestras creencias y condicio­namientos. De la realidad, misteriosa, tan vasta e imprevisible, no percibimos más que lo que se filtra a través de nuestro minúsculo punto de vista. La imaginación activa es la clave de una visión amplia, permite enfocar la vida desde puntos de vis­ta que no son los nuestros, pensar y sentir a partir de diferen­tes ángulos. Ésa es la verdadera libertad: ser capaz de salir de uno mismo, atravesar los límites de nuestro pequeño mundo individual para abrirse al universo. Me gustaría que los lecto­res de nuestro libro aceptaran, por lo menos, la idea del poder terapéutico de la imaginación, de la que la psicomagia, a fin de cuentas, no es más que una modesta aplicación.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lecciones para mutantes

(entrevistas con Javier Esteban)


 

 

Nota preliminar

Alejandro Jodorowsky aceptó que iniciáramos estas Leccio­nes para mutantes sólo si resultaban útiles a los demás. Mi res­puesta fue que si lo eran para mí, hombre escéptico y un tan­to averiado, podrían serlo para otros. Así decidimos realizar este trabajo que complementa, diez años después de su apari­ción, su mítica obra Psicomagia. Estas entrevistas son, por tan­to, fruto de una experiencia entre alguien dispuesto a com­partir conocimientos y alguien que quiere aprender. Más que constatar certezas, nuestras palabras hilan constantes dudas y amables respuestas.

Por sus circunstancias personales y por su nivel de concien­cia, Jodorowsky ha abierto senderos y atajos en la búsqueda de la felicidad. Lejos de ser un gurú (no le gusta esa figura), nues­tro autor es un ser evolucionado de la especie que, precisamen­te por ello, se ríe de sí mismo. Sus recorridos son aptos para to­da una generación efervescente de mutantes que hacen uso de fórmulas individuales de conocimiento y autorrealización. Para sanar, para crecer, Alejandro nos muestra que el hombre tiene a su alcance llaves como la meditación, el arte, los sueños, cier­tas sustancias sagradas, la magia, la alquimia, el lenguaje, el hu­mor o el tarot. A estas técnicas está dedicada la primera parte de Lecciones para mutantes.

A lo largo de su ajetreada existencia, Jodorowsky ha atravesado un formidable periplo humano de miles de años en tan sólo unos pocos, ha visitado culturas y conocido experiencias, for­mando al mismo tiempo parte de la vanguardia cultural con sus aportaciones al cómic, el cine o la literatura. Este viaje por la memoria de la humanidad es un continuo e imaginativo reto y un profundo ejercicio de superación, donde antes que nada es necesario saber quiénes somos, olvidando parte de lo aprendi­do, tal y como revela el autor en la segunda parte de estas lec­ciones.

Jodorowsky concibe las experiencias de ruptura y cambio de un modo personal, desconfiando de toda Iglesia, «monigo­te» o comisionista del espíritu. Desde la libertad y para la li­bertad, utiliza una síntesis de vivencias que resultan terapéuti­cas y necesarias al último hombre: ese que ha dejado de luchar por la pura supervivencia y busca su desarrollo interior. Al margen de cualquier revelación o texto sagrado, de toda tra­dición dogmática o ideológica, Jodorowsky entiende que la realidad debe ser percibida en primera persona y realizada ar­tísticamente. A esa formidable búsqueda, a ese loco tanteo, está dedicada la tercera parte de esta entrevista.

Las ideas del autor sobre los distintos niveles de conciencia o tantas otras cuestiones entroncan con la filosofía perenne en estado puro, pero lejos de los estrechos marcos de las religio­nes tradicionales. Aunque hable de Dios, Jodorowsky no es teísta ni ateo, espiritualista ni religioso, sino simplemente per­sona. Para él, la salud es el equivalente único de la moral, por­que nuestra realización no puede esperar el más allá, sino que debe llevarse a cabo en este mundo, rompiendo los límites que lo impidan. Algunas de estas ideas atestiguan el fenómeno lla­mado «religión a la carta» que viene extendiéndose por nues­tras sociedades en los últimos tiempos.

Alejandro es un visionario en la medida en que su nivel de conciencia se asoma más allá de los límites de su tiempo. Un «iluminado» que detesta la posibilidad de fundar una escuela, pero que dedica desde hace años su tiempo al extraño empe­ño de la santidad civil. Sus intuiciones sobre la sociedad, la religión y el destino de la humanidad han sido recogidas en la cuarta parte, en forma de visiones que incluyen un ejercicio de futurología donde el lector encontrará muchas de las ideas e impresiones del autor.

En estas entrevistas no podía dejarse de mencionar la acti­vidad terapéutica, que el autor considera fundamental y que realiza en diversos talleres por todo el mundo. En el capítulo dedicado al arte de sanar, Alejandro repasa y aclara algunos as­pectos ya expuestos en su Psicomagia. La última parte de este trabajo es un canto a la vida que refleja la actitud feliz y lumi­nosa de nuestro personaje.

La transcripción de las palabras de Alejandro en ningún ca­so ha sido fácil, pero sí respetuosa y en la medida de lo posible literal, aunque las limitaciones de la escritura se han hecho evi­dentes al no poder recoger toda la riqueza de su discurso oral. Confío en poder transmitir algunas de sus intuiciones a quie­nes buscan respuestas y experiencias en el maravilloso viaje de la existencia. He huido de la entrevista especializada en cual­quiera de las técnicas que maneja el autor, aunque aquí se ha­ble de casi todas ellas. Así es, en conclusión, esta obra de im­presiones: una guía para todos los que deseen transformarse y no un manual para eruditos; un testigo de su manera de hacer y de vivir, una modesta enseñanza en forma de diálogo en la que yo representaría a una nueva generación de mutantes.

He de confesar que creo que en principio Alejandro acep­tó realizar estas entrevistas simplemente por ayudarme, aun­que luego le gustara el resultado y lo considerara útil para los demás. Fui a París con un cierto complejo de entrometido. Durante aquellos días, me dedicó pacientemente una hora y media diaria en su casa. Al final de cada entrevista, yo podía traducir mentalmente sus respuestas en ejemplos que caían co­mo cataratas de imágenes. El estado de ligera alteración de conciencia daba paso a una agradable borrachera telepática. Preguntas hilvanadas como cadenas de imágenes. Acabábamos hablando del halo de los santos, sin motivo alguno. A la salida, el segundo día, me confesó: «No sé si resultará útil todo esto porque no me acuerdo de nada de lo que te he dicho». Jodorowsky tuvo la delicadeza de contestar en estado de trance a mis preguntas. En esas horas de diván me sentí como un escul­tor golpeando un inmenso mármol del que saldría una cara, un extraño retrato que a su vez sería un espejo para los demás. «¿Cómo lo ves?», me repetía, como si lo estuviera pintando. Durante los días en que pude asistir a su casa la dinámica fue variando. A menudo mis preguntas reducían el nivel de su dis­curso, pero otras veces lo catapultaban. Viajamos mucho jun­tos. La ebriedad a veces duraba horas. De todas las imágenes que guardo de aquellos días una me visita de vez en cuando en forma de sueño: somos pinceles que dibujan su propia vida, que se transforma a cada instante.

Javier Esteban

París-Barcelona, marzo-julio de 2003


 

 

Llaves del alma

I

Sueño y vigilia son dos caras de la realidad secretamente unidas. Entender los sueños es un camino para conocernos y para cambiarnos, pero ¿hasta qué punto podemos hacerlo teniendo en cuenta que son re­galos que no pedimos?

Sí podemos. Yo he pasado a lo largo de mi vida por distin­tos procesos con respecto al sueño. Venía de una familia neu­rótica, estaba angustiado, tenía unos padres que se odiaban y ello me producía pesadillas terribles. Tuve que vencer esas pe­sadillas enfrentándome a ellas, derrotando mi neurosis. Es cierto que contaba con el don de hacer sueños lúcidos, de di­rigirlos, desde muy joven. Al principio, los sueños lúcidos se presentaban en forma de tentaciones: me despertaba dentro del sueño y quería obtener fama, hacerme millonario, tener experiencias sexuales. Al final, lo que sucedía es que me que­daba atrapado. En el momento en que pedía cosas individua­les, me sumía en el sueño y consecuentemente perdía la luci­dez. Volvía a meterme dentro de un sueño ingobernable. Más tarde, en mis sueños comenzó a hacerse presente el deseo de ser mago: jugaba con las imágenes, me volvía gurú, quería po­der. De nuevo, atrapado, perdía la lucidez.

Los sueños van cambiando y puedes hacer dentro de ellos distintas cosas, como un demiurgo. Pero después te das cuen­ta de que si uno sueña es por algo y que no es sano interferir en el desfile de imágenes.

Ha llegado, por fin, el momento en que soy simplemente un testigo de mis sueños: los contemplo y descanso. Actual­mente, no sé realmente si sueño o no, porque en mis sueños el personaje soy yo tal y como soy en la vida real.

¿Mezcla la vigilia y el sueño?

No, no es eso. Me refiero a que, cuando sueñas, normal­mente no eres tú, tienes otras personalidades, eres capaz de hacer cosas que no haces en la vida real. En mis sueños, sin em­bargo, yo ayudo a la gente: sigo dando clases, leo el tarot, doy conferencias. En realidad, ya no hay diferencia entre lo que hago en mis sueños y lo que hago despierto. Eso al margen de su lenguaje o contenido simbólico. Anteanoche, iba en un avión en plena oscuridad y el avión entró en la luz. Lo que tengo ahora son sueños felices, ya no tengo pesadillas. No tengo mie­do porque controlo esas situaciones. Duermo sin ninguna ten­sión. Se aceptan los sueños tal y como vienen. En cierta manera -no digo que mi ego, porque no me estoy refiriendo exacta­mente a mi personalidad- mi identidad se ha solidificado. Se ha coagulado. Mi personalidad en el inconsciente es exactamente igual que en la vida real.

¿Qué terapia recomienda para vencer las pesadillas?

Yo comencé por Freud y resultó muy divertido: para él los sueños son deseos reprimidos, deseos frustrados, etcétera. Con Jung también disfruté: soñaba y luego prolongaba los sueños en duermevelas, continuando la historia, interrogando al sue­ño para ver qué me quería contar. Luego seguí con los sueños despiertos, desarrollando la imaginación. Hay muchas terapias magníficas. En los sueños lúcidos nos acercamos a lo que hacen las tribus de los senoi, que trabajan con los sueños duran­te el día, realizándolos a través de una especie de teatro. En otras escuelas los esculpen, hacen figuras, los pintan... De este modo los introduces en tu vida real, ¿no?

Pero todo esto es sólo para cuando estamos enfermos. Cuando te curas ya no necesitas hacer nada. Simplemente vi­ves, simplemente sueñas. No hay represión.

¿Los sueños nos enseñan la verdadera naturaleza de la vida?

La vida nos enseña la verdadera naturaleza de la vida. Y la verdadera naturaleza de la vida es una mezcla de sueños y vi­da. ¡Porque toda la vida es sueño! Esto ya lo dijo Calderón, que tenía un nivel de conciencia altísimo para su época. Cuando vi­ves el ahora, ese instante nos parece real, pero una hora des­pués pertenecerá a la memoria, y las imágenes de la memoria tienen exactamente la misma calidad que las imágenes de un sueño.

Podríamos decir que vamos montados en un sueño y que todo esto, en la medida en que vamos avanzando y viendo, se va infiltrando en el mundo de los sueños y se va convirtiendo en sueño. Pero ¿qué ocurre con los sueños? Pues todo lo con­trario: soñamos y esos sueños se van introduciendo en nuestra vida real. Los sueños se van haciendo realidad, como la reali­dad se va convirtiendo en sueño. Todo lo que sueñas se acaba haciendo real.

Usted cuenta que podemos acceder a los difuntos que aparecen en los sueños y que moran en un lugar de nuestra memoria, que pueden darnos consejos y ayudarnos...

Tenemos una mente colectiva, un inconsciente colectivo que está en algún lugar. Debe de haber una región de los muertos que se encuentra en el inconsciente colectivo. Lo que se ha llamado «infierno» en algunas culturas.

A través de los sueños, también ha llegado a ser consciente de la existencia de la magia, ¿verdad?

En los sueños lúcidos puedo cambiar voluntariamente al­gunas cosas, pero hasta cierto punto. No puedo cambiar todo sino una parte del sueño. Con la magia sucede lo mismo: pue­des producir cambios en la realidad pero no puedes cambiar toda la realidad.

II

En la base de su terapia son fundamentales el arte y la poesía.

Creo que todo ser humano debe dedicarse a escribir poesía media hora al día, sin preocuparse de si lo que escribe es bue­no o malo, si va a tener éxito comercial o no. La poesía ha de ser una constante en la vida para depurar el ego... Cada día de­beríamos realizar un acto gratuito, una cosa chiquita que sirva a los demás, como dar una chocolatina a un niño, cosas sim­ples. Yo he llegado a cierta depravación en la búsqueda de la bondad. A veces deposito un billete en el bolsillo de un men­digo que está dormido, para que crea que tiene suerte. Inven­to milagros. Aunque no creas en los milagros puedes hacer pe­queñas obras para ayudar a los otros.

Esta habitación está repleta de cartas de agradecimiento en las que se me pregunta qué deseo en compensación por la ayu­da otorgada. Yo respondo que nada, porque ayudo gratuita­mente. Hago todo esto en función del tiempo del que puedo disponer para los demás.

¿Qué usa para acompañarse cuando crea?

Desde hace treinta años trabajo siempre con música de fon­do de arpas célticas, que producen un efecto un poco hipnó­tico. Si no estoy muy inspirado, perfumo las suelas de mis zapatos o dibujo con un pincelito empapado en miel un eneagrama1 en la planta de mis pies. Y, en momentos de sequía creativa, me tiño los testículos de rojo con pintura vegetal.

Dice que el arte cura. ¿De qué manera?

El arte cura porque tenemos que curarnos de no ser noso­tros mismos y no estar en el presente. Hay una frase hasídica que dice: «Si no eres tú, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?». Si eres capaz de solucionar el cuándo, el aquí y el quién (el tú), estás siendo tú mismo, y ya has logrado curarte.

¿Realizar arte es conocerse a sí mismo?

Sí, pero conocerse a sí mismo es conocer a la humanidad y al universo. Es pasar de lo singular a lo plural.

¿Podría explicarlo?

Piensa que la necesidad de curación se produce por la falta de conciencia. La enfermedad consiste en que hemos cortado las uniones con el mundo. La enfermedad es falta de belleza, y la belleza es la unión. La enfermedad es falta de conciencia, y la conciencia es unión con uno mismo y con el universo.

¿Qué artistas han logrado sanarse plenamente?

Lo más difícil del mundo es hacer un arte sublime. Poca gente lo ha conseguido. Pero podría citar a René Daumal, que aprendió sánscrito,  fue

1Símbolo. Estrella con nueve puntas. (N. del E.)

alumno de Gurdjieff, se realizó. García Lorca es el caso contrario: no pudo ni supo hacerlo. Cuando lees Poeta en Nueva York, te da pena.

Ha dicho que la literatura no sirve si no cura. ¿Y si sólo cura al autor? ¿Puede el arte curar a unos y enfermar a otros?

Me recuerdas a esos artistas que dicen que este mundo no vale nada, que es una porquería, que no llegamos a nada, que Dios está muerto y todas esas cosas. La literatura mala es eso. Ir a mostrar el ombligo, decir cómo te tomaste el café con le­che por la mañana, en medio del disgusto general, cuando to­do está podrido a tu alrededor. Mientras el mundo está mu­riendo, yo me tomo mi café con leche. O realizo mi pequeño acto sexual. Eso resulta anticuado. Hay que atravesar la corti­na neurótica. Yo, por ejemplo, confieso que no puedo leer a Proust. Está demasiado enfermo para mí y me puede contagiar su neura. Si cada día veo casos de neurosis, para qué voy a leer a otros enfermos. Hoy en día Kafka anda suelto por todas par­tes. Voy a echar una carta y me encuentro con Kafka en la ofi­cina de correos. Un funcionario lleno de problemas.

¿Qué escritores y pintores salvaría? ¿Cuál sería su galería de arte curativo predilecta?

¡Vaya pregunta! En ella se traduce el concepto del campeo­nato de boxeo que se ha establecido en el arte, en el que po­demos decir cuál es el mejor cuadro, el mejor libro, la mejor música, etcétera. Pero yo no veo la vida así.

Veo, en el arte, estructuras. Por ejemplo: en el cine, más que la mejor película yo preguntaría por géneros, por los me­jores westerns o dramas. Yo tengo mi casa llena de westerns, en mi biblioteca hay novelitas de Silver Kane y de otros autores; y cómics, libros de filosofía oriental, de sufismo, Cábala, magia, alquimia, psicoanálisis... Soy hombre de mi época, y en mi épo­ca está Internet. Ya no se puede ni se debe hablar de la obra personal, tenemos masas enteras de obras por secciones y no por autores. Internet ha revolucionado todo esto. Yo tendría bibliotecas enteras. Mi ideal como humano sería un viejo sue­ño: todos los libros de la historia de la humanidad, todos los cuadros de la historia, todas las películas, músicas, esculturas, etcétera.

Y el arte que no sana, ¿también lo incluye?

Aunque no sane -que eso es otra cosa-, entretiene. Una per­sona sana puede leer a Cioran o Houellebecq y reírse mucho. Aunque yo no produciría ese tipo de literatura, porque está su­perada totalmente. Pero ahí está. Uno puede pasar de Kafka a Castaneda y seguir formándose. De la misma manera que el hombre va mutando de unos niveles de conciencia a otros, el ar­te va mutando de unos niveles de conciencia a otros. Es colecti­vo y no individual. No puedo decir que el mejor pintor sea Leo­nardo. Podré decir que él llego a otro nivel de conciencia, pero como era un individuo pudo llegar solamente hasta cierto nivel. Si te fijas, a sus máquinas les faltaba el motor porque carecían de energía. Esas máquinas maravillosas no disponían de lo esencial, que es la energía; usaban una energía muy primaria y escasa, a base de presión y agua. Leonardo no pudo resolver ese proble­ma. Sus límites los estableció la humanidad de entonces, cuya naturaleza es colectiva, ¿comprendes? Si me hicieran la clásica pregunta de: «¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?», res­pondería que un ordenador con Internet. Es evidente.

 

III

¿Cuál cree que es la verdadera finalidad del lenguaje? ¿Cómo in­terpretarlo y hacerlo útil?

El lenguaje es ante todo una actividad del cuerpo, se co­rresponde con la naturaleza del sistema nervioso. Desde mi punto de vista, debemos ser capaces de producir un lenguaje bello y poético. Un lenguaje sano. Las enfermedades mentales, como las enfermedades corporales, se reflejan en la manera de hablar. Hay palabras dementes, enfermas, tuberculosas o cancerosas; palabras que no son naturales sino violentas y crimi­nales. La enfermedad y el lenguaje insano se retroalimentan y resultan destructivos.

A través del lenguaje, además, nos transmitimos enferme­dades y accedemos a niveles de conciencia inferiores. Los ni­veles de conciencia del lenguaje coinciden con los del ser hu­mano. De la misma manera que el cuerpo humano ha ido mutando, el habla también. Si estancamos nuestro lenguaje, usamos una forma y un contenido que ya no nos corresponde. Si empleamos un vocabulario enfermo que no es el nuestro, nos va minando poco a poco.

Ahí está el uso de lo malsonante, lo grotesco, el exabrupto...

Si te refieres a las palabrotas, te diré que las palabrotas son simpáticas porciones revolucionarias que están destinadas a romper moldes familiares, sociales y de todo tipo. Tenemos la impresión de que se tiene una gran libertad al pronunciar una palabrota, sin embargo su uso reduce el nivel de conciencia. La palabrota no es útil, o lo es sólo al comienzo, para liberar­se. Al principio resulta revolucionaria, pero no conduce a nin­guna mutación. Es como el argot. La gente va deformando el lenguaje a través del argot, que en principio puede ser útil en la medida en que establece fuertes relaciones identitarias de grupo, pero que baja de golpe el nivel de conciencia. El único lenguaje que nos sube de nivel de conciencia es el lenguaje su­blime: el del arte y la poesía.

Por lo que dice, recrear un nuevo lenguaje es necesario para dejar de ver el mundo de una manera determinada. ¿Qué deberíamos cam­biar de nuestro lenguaje para cambiar nosotros?

Estoy trabajando en un libro de definiciones que se llama Intelectualmente correcto. Todos pensamos mal, y por eso necesi­tamos cambiar unos conceptos por otros. Yo he comenzado por cambiar las siguientes expresiones:

-Nunca por muy pocas veces.

-Siempre por a menudo.

-Ladrón por alguien que se apoderó de algo ajeno.

-Infinito por extensión desconocida.

-Eterno por fin impensable.

-Eres mi maestro por me enseñas a aprender de mí mismo.

-Quiero hacer por estoy haciendo cosas inútiles.

-Quiero ser por me desprecio.

-Dame por permite que yo tome.

-Imítame por no te respeto.

-Mi mujer por el ser con el que comparto mi vida.

-Mi obra por lo que he recibido.

-Así eres por así te percibo.

-Lo mío por lo que ahora tengo.

-Morir por cambiar de forma.

Estoy haciendo este libro escuchando a la gente hablar por el camino, voy creando senderos en el lenguaje. También estoy aportando definiciones que rompen con las que existen. Todas ellas se definen por su propia negación:

-Felicidad es estar cada día menos angustiado.

-Decisión es estar cada día menos confuso.

-Valentía es ser cada día menos cobarde.

-Inteligencia es ser cada vez menos tonto.

Así podemos comprender las cosas de otro modo. Conside­ro que hay que trabajar el lenguaje de esta manera porque, por simple falta de entendimiento, avanzamos hacia una catástrofe. Estamos pensando mal. Así, debemos sustituir en nuestro len­guaje:

-Comienzo por continuación de.

-Hermoso día por hoy me siento bien.

-Fracasar por cambiar de actividad. -Yo sé por yo creo.

-Soy culpable por soy responsable.

¿Cuál es el mecanismo por el que pueden las Bellas Artes aumentar nuestro nivel de conciencia?

La explicación se encuentra en su propia definición: arte bello y creación artística. La belleza es el límite máximo al que podemos acceder a través del lenguaje. No podemos alcanzar la verdad, pero podemos aproximarnos a ella a través de la be­lleza. En el lenguaje no hay verdad. La belleza es lo que los ini­ciados llaman «el resplandor de la verdad». Es lo máximo a lo que puede llegar el ser humano.

¿La fealdad se correspondería, por el contrario, con el nivel más ba­jo de conciencia?

Al decir belleza hablamos de fealdad, al decir luz hablamos de oscuridad. Son opuestos. Al citar a una, ya estamos hablan­do de la otra. Si tenemos que definir la fealdad, te diría que muchas veces yo busqué un concepto antagónico a la belleza... Con este sistema de opuestos hablaba de bueno y malo, de be­llo y feo. Pasé por todo aquello y al final me quedé con dos conceptos-herramienta: útil e inútil. Útil es todo aquello que nos ayuda a alcanzar niveles de conciencia más elevados; inú­til es todo aquello que nos rebaja el nivel de conciencia, lo que repercute sobre el sistema nervioso provocando depresión y autodestrucción. El ataque a nuestra propia salud conduce a la destrucción de los demás. Sin embargo, el nivel de conciencia más alto conduce a la euforia de vivir y al deseo de inmortali­dad, eternidad e infinito. La inmortalidad se alcanza probablemente -ya que la muerte es un fenómeno individual- de manera colectiva: exaltando y defendiendo a la humanidad. La raza humana como colectivo puede ser infinita. La muerte es individual, y saberlo ayuda a entender el mundo. La nega­ción de la muerte es la negación de lo individual.

 

 

 

IV

¿Es necesaria la ebriedad para soportar la vida?

Emborracharse produce una gran alegría emocional, pero el alcoholismo es horrible. Puede ocurrir que bebamos de ma­nera esporádica como escape o diversión, pero no es necesa­rio. Pienso que la gente inteligente tiene que abrir las puertas de la percepción, pero no hace falta que lo haga como hizo Timothy Leary, que convirtió su mundo en ebriedad, se hizo adicto y murió drogado, sin ser él mismo.

Una cosa es romper con tus propios límites y otra, evadirte. No recomiendo a nadie que se evada, no hago apología de esa ebriedad escapista. Ni siquiera recomiendo la marihuana, por­que es un prozac generoso, un calmante, pero no es bueno es­tar sedado todo el día.

¿Y tomar hongos al menos una vez en la vida?

Eso es distinto. La experiencia que produce te acerca a la metafísica y a la mística. Cuando se fuma marihuana por pri­mera vez, también se abren los sentidos: enseña a comer bien, a oler bien, a sentir bien la música. Pero basta una o dos veces para aprender. Si no, acaba creando un ejército de necios sensuales y perezosos que se sienten genios, así como el alcoholis­mo acaba volviendo a la gente violenta, y esto de poco sirve.

¿Habría llegado usted a ser como es sin haber tomado sustancias alucinógenas?

Yo no he llegado a nada. ¿Adonde he llegado? (Se levanta y gira sobre sí mismo.) No se llega. En mi caso, necesité tomarlas en un momento dado, hacia los 40 años, cuando iba a hacer La montaña sagrada y tenía que interpretar a un maestro. Necesita­ba saber cómo era la mente de un sabio. Yo no tenía esa mentalidad, y percibía mis límites. Entonces contraté a un gurú, Oscar Ichazo, que fue uno de los creadores de la moda del eneagrama y el maestro de Claudio Naranjo. Le pagué diecisiete mil dólares para que me diera un LSD y me guiara. Era un ácido puro, un polvo que disolvió en zumo de naranja. Una hora más tarde me dio un cigarro de marihuana. La primera toma duró ocho horas, pasado un tiempo volvimos a tomar. Fueron dos se­siones en las que aprendí mucho y rompí mis propios límites. Yo creo que estas experiencias no deben hacerse por espíritu festivo, tampoco solo ni en compañía de gente que no haya al­canzado un alto nivel de conciencia. Puede ocurrir que duran­te la toma veas a esa gente como a demonios.

Ésta es la explicación de por qué tomé este tipo de drogas. La consecuencia es que me abrió la mente y me sirvió para de­mostrarme hasta dónde podía llegar. Gurdjieff decía que las drogas son para eso: tú estás en el sótano de un edificio y la droga te hace subir a la terraza de golpe. Estás en el garaje y te hace saltar cincuenta pisos. Ves todo el horizonte, toda la ciu­dad, y cuando vuelves, te das cuenta de que para llegar de nue­vo arriba tienes que trepar todos los pisos tú solo, sin drogas.

Como en el mito de la caverna, pero pudiendo otear más allá.

Sí. Pero, en este caso, trepando con tu propio esfuerzo, sin LSD. Se trata de llegar a ver sin drogas, y se puede hacer. De otro modo no sirve.

En Occidente, carecemos de un marco de referencia o de una cultu­ra de usos para la toma de estas sustancias. Por ejemplo, los hongos aquí se consumen de los modos más brutales, en fiestas, sin referencia ni finalidad. A usted se los proporcionó María Sabina, la chamanita...

Me los mandó a través de una persona llamada Francisco Fierro, que era su asistente. Él sabía cuánto había que tomar, cómo vomitar, qué hacer durante la toma y todo eso. Esa ex­periencia puede resultar un ritual muy sabio si prescindimos de inyectarle dioses. Porque eres tú quien tiene que hacer el viaje, sin dejarte teledirigir desde fuera ni que te impongan ar­quetipos; entre otras cosas, porque tus arquetipos están dentro de ti y tu viaje es tuyo.

Muchos practican cultos sincréticos con la ayahuasca, como con otras drogas.

La ayahuasca no tiene por qué ser mezclada con santerías y cosas de este tipo, como ninguna otra droga. La ayahuasca hay que tomarla tranquilamente, sin ritos, y guiada por alguien que la conozca, como todas las drogas psicodélicas.

Quiere decir que estas sustancias hay que tomarlas con alguien que las conozca, pero que no proyecte una forma de cultura religiosa o su interés o historia personal sobre los demás...

Efectivamente, con alguien que haya desarrollado su espíri­tu y que actúe como guía, pero sin imponerte sus conceptos durante la experiencia. Que cuando tengas angustia te mues­tre el camino de salida. Yo estaba con Óscar Ichazo tomando y, de pronto, sonó el teléfono. Estaba en pleno viaje, y me dijo: «Contesta». «Pero ¿cómo?», le pregunté. «Tú puedes estar en dos mundos», contestó. Cogí el teléfono, hablé normalmente y seguí con la toma. Ese es un buen guía.

Pude, y cualquier persona puede estar en dos mundos: uno que se llama real y el otro. Esa es una gran lección que sólo puede dar un maestro. Esto es sólo un ejemplo de lo que po­demos aprender en un viaje.

O sea que la sustancia le abrió al conocimiento...

Para mí fue un gran paso. Recomiendo hacerlo al menos una vez y de una manera guiada. Yo observé que mi mujer, Marianne, tenía límites espirituales a pesar de hablar seis idiomas, ser joven y universitaria, precisamente por haber recibido una educación francesa racionalista. Quería seguir el camino del tarot y le dije que no se podía quedar presa en esa cárcel de lo racional y que necesitaba una experiencia psicodélica. Enton­ces la acompañé a Holanda. Arrendé un cuarto cuya ventana daba al cielo y a las dos o tres de la mañana le hice comer unos hongos para que el efecto llegara hasta la luz del amanecer. La guié. Le fui marcando el camino y resultó ser una experiencia decisiva en su vida. Si yo hubiera aprovechado que estaba en un viaje y la hubiera seducido, ella habría perdido todo el be­neficio de aquella experiencia.

Incluso la marihuana debería ser tomada como algo iniciático, como el alcohol en las fiestas báquicas. El ágape forma parte de esa cultura que hemos perdido.

¿Qué extraño mecanismo de la conciencia puede hacer que estas sustancias rompan límites?

Estamos acostumbrados a vivir en un mundo lineal, en una arquitectura cúbica y racional, y por eso estamos obligados en un momento dado a romper las limitaciones. Muchas veces no podemos hacerlo, precisamente porque estamos presos en la mente. Por eso tenemos que realizar una experiencia en que nuestros mecanismos de percepción salten con el fin de cono­cer otros mundos.

Los chamanes eran gente primitiva; pero ahora somos no­sotros los que queremos tomar hongos a nuestro aire, no con sus ritos. Yo no voy a tomar nada con un chamán, a la antigua. ¿Para qué? ¿Para que tomando ayahuasca se ponga a cantar a la Virgen María o a la serpiente? ¿Qué me importa todo eso? Algunos seguidores de la terapia gestalt ponían discos de Wagner para tomar ketamina. ¡No, por favor!

Cuando tomas sustancias debes estar en la naturaleza, es­perando que llegue la luz del día, con la menor interferencia posible. Basta con un maestro que te diga por aquí y por allá. Y con una o dos tomas es suficiente para que el cerebro se te abra bien para toda la vida.

En realidad no se trata de drogas. Una experiencia de hongos no es como consumir drogas. Yo tenía un frasco con un polvo de hongo y decidí dárselo a unos seres queridos porque pensé que era mejor dárselo yo a que se lo diera cualquier im­bécil con la excusa de montar una fiesta y hacer tonterías.

Imagino que estas sustancias son sagradas para usted.

Un momento, no caigamos en la trampa del concepto «sa­grado». Todo puede ser sagrado para un santo, hasta un excre­mento de perro. Y para un ciudadano normal nada es «sagrado» sino quizás «útil». Hay que decir que estas experiencias cambian de función y de resultado según los niveles de conciencia que tenga quien las toma. Las sustancias psicodélicas fueron, en pri­mer lugar, tomadas por los chamanes, que tenían un nivel de conciencia superior a la tribu. Mi tesis es que son recomenda­bles sólo para gente que tenga un alto nivel de conciencia. Hay gente con un nivel de conciencia casi animal que puede perderse o acentuar su tendencia enfermiza con las sustancias. Hay que tener mucho cuidado, no sólo a la hora de ver a quién se las das, sino para decidir con quién las tomas. Tengo una frase que puede resumir esta situación: «No se adonde voy, pero sé con quién voy». No se debe tomar este camino con personas que son incapaces de absorber la vivencia, porque te intentarán arrastrar y sacarte de tu viaje. Da drogas a los soldados y los convertirás en asesinos. Da drogas a un santo y podrá hacer obras magníficas. Mucho cuidado con esto. No pensemos, como pretendían algu­nos, que al echar LSD en las fuentes de una ciudad vas a mejo­rar la sociedad. Eso sería un peligro público.

Por ejemplo, la ayahuasca ha caído en manos de gente con mentalidad romántico-infantil y la ha convertido en religión. Grave error. Los grados de conciencia bajos, de manera siste­mática, malgastan estas energías. Pero está claro que en un momento dado, cuando se accede a una formación social ra­cional, como la que nos imparten, es necesario que la gente que tiene responsabilidades tenga una experiencia para que sepa qué hay más allá de lo racional.

Pero habrá gente que no las necesite...

Claro. En este momento yo no las necesito. Es como estar dentro de los sueños, y yo ya lo estoy. ¿Qué gano con ver aluci­naciones y cosas que ya conozco? La experiencia es hermosa, de acuerdo, pero ¿qué voy a encontrar allí? Es útil cuando sientes que tienes un límite y tomas para que te ayude a superarlo. La persona con bajo nivel de conciencia se asusta si descubre que tiene un límite, se enoja y llora al saberlo. La persona con un ni­vel más alto de conciencia lo único que desea es que le digan dónde están sus límites para poder vencerlos, y lo agradece pro­fundamente porque podrá mejorar. La gente con bajo nivel de conciencia anda buscando que alguien le confirme sus valores, pero la gente con alto nivel de conciencia lo que busca es que alguien le marque sus defectos para superarlos.

V

¿Podría explicarnos qué es realmente el tarot?

El tarot es una máquina metafísica. Un organismo de imá­genes y formas muy difícil de resumir, uno de los primeros len­guajes ópticos de la humanidad. El tarot tiene 22 arcanos ma­yores. Si con el alfabeto español se puede escribir El Quijote, imagínate lo que puedes hacer con 22 cartas, a las que hay que sumar otros 56 arcanos menores.

El tarot responde a unas reglas de óptica proyectiva. Es co­mo un espejo que te permite desarrollarte en la medida en que vas viendo más y más de ti mismo. Yo lo uso para los de­más y también para mí, para asomarnos a este espejo y poder comprendernos. Si, por ejemplo, le pregunto «¿Qué es re­zar?», él me responde. «¿Qué es el amor?», me lo explica. «¿Quién soy yo?», y ahí apareces. El tarot nos enseña el in­consciente del consultante y, si puede ayudarle, le ayuda. Sirve para sanar.

El tarot se puede usar para todo menos para leer el futuro.

Cuando la gente se interesa por el porvenir, y me pregunta por ejemplo «¿Voy a encontrar un hombre?», les contesto: «Eso no te lo voy a decir porque puedo influenciarte, lo que te voy a explicar es por qué hasta ahora no has encontrado un hom­bre». «¿Voy a tener dinero?», quieren saber, y lo que les enseño es por qué no tienen dinero. «No sé si vivir en Madrid, o Bar­celona», me plantea otro, y, bueno, lo importante es saber por qué no sabes decidirlo. Todo lo reduzco a la actualidad.

En realidad yo no creo en el futuro, es una cosa que no quiero ni tocar porque el cerebro tiene tendencia a obedecer predicciones. A la persona que tiene un poquito de fe en ti, si le dices que se va a partir la pierna, se la parte.

A veces lo que ocurre es que esa gran máquina mágica que es el tarot, cuando cae en manos de los pseudotarotistas, que­da reducida a un instrumento para leer el futuro. Lo convier­ten en un objeto. Es un crimen que se desconozca que el tarot es una obra de arte sagrada.

Ha dicho que para poder leer el tarot hay que distanciarse del con­sultante, no interferir en su vida para nada.

Sí y no. Para leer el tarot hay que identificarse totalmente con el consultante, ahora bien sin interferir en sus asuntos. Hay que respetarle, sin pretender influirlo o utilizarlo.

Yo siempre lo he leído de manera gratuita -excepto durante unos meses cuando empezaba, porque tenía que ganarme la vi­da- no porque fuera generoso, sino porque el tarot es algo útil para los demás. Si cobro lo desvirtúo y, de esa manera, no lo pue­do conocer a fondo. Hacer tarot es hacer el bien y es hacer arte.

O sea que lo que hace con el tarot es «consultar al consultante».

Sí. Es como un contador Geiger. Te dice qué pasa, qué su­cede, cómo va esa persona. Se lo dice a ella misma. Y a veces responde cuando existe una duda o una elección. El tarot acla­ra, muestra la voluntad del consultante y ayuda a descubrir lo que hay en él.

¿Cómo podemos entender lo que nos dice el tarot?

Al principio tratando de desarrollar la telepatía, intenté adi­vinar. Luego me dediqué simplemente a leerlo, lo que no me impide tratar de ver cómo es la persona consultante, cómo es­tán su salud, afectos, sexualidad o intelectualidad. Acepto al consultante con sus límites, siento su voz, noto cómo huele su aliento y, a veces, le toco. Capto todo lo que puedo antes de echarle las cartas: veo cómo las mezcla, cómo se mueve, cómo actúa, cómo me habla.

VI

A lo largo de la historia de la humanidad, la metáfora de la trans­formación personal ha tomado distintas formas. Una de ellas ha sido la magia. ¿Es posible la magia sin superstición?

La magia no es la superstición, la magia es la naturaleza del mundo. El mundo no es lógico ni racional, es mágico, y existe una estrecha unión de todos los acontecimientos, por eso lla­mé a mi libro La danza de la realidad, porque todos los acon­tecimientos están ligados, unidos; el tiempo no es lineal, los efectos algunas veces se producen antes que las causas, hay misterios... El setenta por ciento del mundo no podemos com­prenderlo, como el chimpancé no comprende el noventa por ciento del mundo. Nos queda mucho por aprender. La reali­dad es milagrosa, es mágica. Obedece a principios que no son científicos. La realidad no es científica.

Y cuando no entendemos esa naturaleza del mundo creamos su­persticiones...

Exacto, y creemos en cosas que no son porque las necesita­mos.

¿La magia trabaja sobre la realidad o sobre nuestra manera de ver el mundo?

En la magia, si eres consciente, podrás ver las metáforas, las analogías: para que llueva, el chamán hace ruido con los de­dos en la tierra. Si has evolucionado te das cuenta de que es­to, a un cierto nivel, funciona porque esa analogía es útil. El inconsciente acepta las metáforas, y cuando tú conoces las le­yes del inconsciente te das cuenta de que la magia maneja esas leyes. La magia trabaja sobre el inconsciente.

Hablo del inconsciente de la realidad, no de nuestro pe­queño inconsciente. Al ser misteriosa, la realidad muestra que existe un inconsciente personal, uno familiar, uno de grupo, uno del planeta, uno del universo... Así es la realidad. El mun­do es tanto lo manifestado como lo no manifestado. El mundo es tanto lo que es como lo que no es. El mundo es tanto la po­sibilidad que se nos aparece como las infinitas posibilidades que se nos ocultan.

Uno es una conciencia inmortal, una exacta reproducción del universo. Tu inconsciente es una partícula y al mismo tiem­po la totalidad del cosmos. Y digan lo que digan respecto a tu li­mitado cuerpo, eres la conciencia total. Te cuenten lo que te cuenten de tu carne efímera, si llegas a integrarte en la conciencia divina, eres inmortal. Sin embargo, para lograrlo hay que tener la humildad de borrarse personalmente aceptando ser sólo un canal. Pero si te presentas como un ser todopodero­so que lo sabe todo, serás un farsante. Por más que yo trate de ser más de lo que soy, no soy más de lo que soy. Hay que ser cons­ciente de lo que somos. El poder más grande de tu vida es po­der ayudar, y el beneficio más grande que tiene el hombre es vi­vir en paz. Hay misterios, pero uno no los domina. He conocido pequeños milagros telepáticos, que cada día son un poco mayores. Pero no llego a las cosas que se cuentan en las leyendas: «El maestro ve a una persona, y conoce su nombre y fecha de naci­miento». No llego a eso, pero llego a otras cosas. La telepatía existe, lo sé.

¿Cómo definirías la magia negra, frente a la magia blanca?

La magia negra es una magia enferma que intenta aprove­charse de la naturaleza del mundo. Es una magia inútil por­que se encamina hacia la destrucción. Existe sólo en quien cree en ella. Abrirle la puerta puede ser muy peligroso para uno.

¿Cómo se explica la existencia de una magia blanca y otra negra?

El espíritu tiene raíces profundas, ramas profundas. Te pue­des fundir hasta lo negativo infinitamente, en lo oscuro, o pue­des elevarte hasta la luz. Es una cuestión de elección. Pero de la magia negra no quiero hablar porque, como ya he dicho, es una cosa enferma.

La técnica ¿no es la magia actual aplicada?

No sabemos qué es. Sabemos que funciona. Al igual que desconocemos qué energía mueve al universo. Todavía lo ig­noramos. Podemos intuir cómo funciona el mundo y a eso lo llamamos de muchas maneras, incluso Dios. Lo que no llega­mos a entender lo denominamos magia, pero en realidad es una utilización de lo mágico. Estamos hablando de un uso de la magia, pero no sabemos exactamente qué es. No lo contro­lamos. No podemos todavía.

¿Cuáles son las leyes de la magia?

Son cuatro: querer, osar, poder y callar. Por «callar» entien­do «obedecer». La fuerza en reposo es la mayor fuerza, por eso a veces cuento esa historia iniciática que relata cómo el hombre más fuerte del Imperio chino hace su demostración de fuerza sacando una mariposa de una cajita y diciendo: «Soy tan fuerte que puedo tomar una mariposa por las alas sin dañar­la». Eso es callar.

El conocimiento hay que manifestarlo sólo cuando se nos pide, y si no hay que callar. Una cosa es dar y otra obligar a re­cibir a los demás...

¿Y cómo interpreta «querer, osar, poder y callar»?

«Querer»: si tú no quieres, no avanzas. Hay quien no quie­re curarse. Los evangelios lo apuntan cuando Jesús pregunta al paralítico si quiere andar, porque si uno no quiere, ni un dios te puede curar.

«Osar»: curarte es hacer frente a los cambios que la cura­ción te va a producir. El paralítico llevaba cuarenta años invá­lido, así que curarse para él significaba no tener dinero porque no mendigaría más. Cuando estás enfermo, en realidad, estás llamando la atención de los demás para que te cuiden, estás pi­diendo cariño. La enfermedad es una comedia de peticiones. El enfermo pide a gritos que lo amen. Hay que osar ser cura­do, entrar en una nueva individualidad en donde desconoces la dirección porque se produce un cambio y, en cierta medida, una nueva personalidad.

«Poder»: significa que una vez que estás haciendo las cosas, entras en lucha y no tienes que ser tu propio enemigo. Para poder hay que ser uno y no ser otro, no luchar contra ti mis­mo porque ello te producirá una gran neurosis de fracaso.

«Callar»: significa que cuando intentas transmitir lo que ga­naste, lo pierdes por exhibicionista. Éste es el problema que tienen algunos gurús: muestran su santidad y la pierden en ese mismo acto. El verdadero maestro es invisible: no tiene flores, ni collares, ni anillos, ni fotos, no tiene escuela ni discípulos. Para el verdadero maestro toda la humanidad es su discípulo. De manera disimulada desliza bienes y conocimientos que puedan elevar el nivel de conciencia del otro. No necesita escuela ni ambiciona ser maestro. Es maestro porque obedece a una voluntad universal que es superior a él.

¿Qué hace un alquimista?

Lo primero sería definir qué es un alquimista: el que busca la piedra filosofal, el que cambia los metales viles en oro, el que busca un disolvente universal y, por último, el elixir de la larga vida. La piedra filosofal: el alquimista quiere desarrollar sus valores interiores hasta lo increíble, hacer crecer su ser y, gracias a eso, a través de su nivel de conciencia, poderse elevar a otras dimensiones.

El elixir de la larga vida es una persona que acepta su vida y vive todo lo que tiene que vivir sin autodestruirse.

El disolvente universal es una persona que ha desarrollado en su corazón el amor divino. Amor es lo que disuelve todas las resistencias.

VII

¿Por qué nos curamos cuando reímos?

En cierta manera porque al reírnos nos desprendemos de lo que nos duele o tortura. La risa nos crea una distancia con nuestros propios conflictos y libera los nudos. Ayuda momen­táneamente. Abre los diques y proporciona la felicidad duran­te unos instantes. Es tan buena como el estornudo, que es rá­pido y liberador.

Así funcionan también los chistes...

Pero no existe un solo tipo de chiste, sino muchas varieda­des. Hay chistes agresivos, racistas o sexuales que son enfer­mos. La gente expresa gran cantidad de enfermedades con es­te tipo de chistes que los libra de la angustia de estar cargando con esas cosas. Pero existen ciertos chistes, que podríamos lla­mar iniciáticos y que tienen un contenido metafísico, filosófi­co, humano: son chistes profundos. Esta manera de hacer hu­mor fue siempre utilizada en las escuelas místicas: los sufíes contaban historias sobre el sabio idiota Mulla Nasrudin, algo parecido hacían los roshis zen, y también hay toda una serie de chistes sobre rabinos. En las escuelas iniciáticas el chiste es un elemento importante con tanto valor como los textos sagrados. Es increíble pero es así. De la misma manera tenemos que entender los cuentos, por ejemplo los de hadas, que también son valiosos.

Aunque nuestra cultura los denigra.

Sí, porque nuestra cultura denigra todo lo que es profundo. Por ejemplo la ceremonia del té. El té era un elemento esen­cial en las culturas orientales, en especial en China y Japón, co­mo el café en el sufismo. En cambio ahora lo tomamos a todas horas, cuando en realidad se trata de productos sagrados, co­mo lo es la marihuana. Cuando fui a Holanda y pregunté cómo tomaban los hongos, me contestaron que los ponían en una pizza. La gente se los come sin ningún sentido. Todo lo sagra­do se ha perdido.

Hace poco vendieron en subasta pública las obras de arte que dejó en herencia André Bretón, y lo curioso es que lo me­jor que tuvo fueron sus piedras. Bretón se dedicaba a recoger bellos guijarros que para él eran la obra de arte más grande que existía. Lógicamente, no tienen ningún valor comercial. La poesía tampoco se vende. Eso es lo maravilloso del verda­dero arte, que no han conseguido que sea industrial. El hom­bre, cuando llega a un nivel de conciencia adecuado, siente lo sagrado en todo lo que le rodea y el mundo cobra así su senti­do. Las plantas, las piedras, el chiste: son sagrados; las cosas se van sacralizando. Conocí a un chamán que curaba la afonía con una infusión de excrementos de vaca.

¿Recuerda algún chiste en especial?

Cada día tengo uno predilecto. El de ayer era acerca de un hombre que gana la lotería y le preguntan si está contento con los millones, y contesta: «No estoy contento, porque compré dos billetes: con uno me tocaron los millones, pero con el otro no me tocó nada». En lugar de ver la alegría de la vida, este hombre se aferra a lo negativo de ella.

Hay que reírse de lo absurdo del mundo y no creerse nada..., pero ¿tampoco a nosotros mismos ni a nuestras propias mutaciones?

Claro. Hay diferentes humores. El humor negro, que es dis­tanciarse del mundo. El humor normal, que es reírse del mun­do. El humor pánico, que es carcajearse y estar feliz de la vida. No hay que reírse de, como hace el humor vulgar, sino reírse con, como hace el humor surrealista. O el humor pánico, que es reírse, sencillamente: ser feliz en medio del caos y de la des­trucción. Los chinos accedieron a este descubrimiento inven­tando el juego de morir... Un maestro murió con la cabeza en el suelo y con los pies en el aire, carcajeándose. Eso es enten­der la existencia.


 

 

La estela de la vida

I

¿Cree que podemos escapar de nuestro origen o que estamos deter­minados por él?

Tenemos predestinaciones del pasado, sin duda, pero lo que hay que hacer es tomar conciencia de ellas y no obede­cerlas. Podemos elegir cada paso siguiente de nuestra existen­cia. En eso consiste nuestra libertad, en no dejarse determinar por el pasado ni repetirlo.

¿Es posible intuir, como sostienen algunas tradiciones, esas vivencias anteriores o influencias que pesan sobre nuestra vida?

No puedo hablar de vidas anteriores, pero sí decir que an­tes de nacer era algo -no sé qué- y que después de morir seré algo -tampoco sé qué-. Eso es todo lo que puedo asegurar, el resto no lo conocemos. Ahora bien, aunque imagináramos vi­das pasadas, no sería posible asegurar que fuesen verdaderas, no hay medio de probarlo.

Ciertas interpretaciones religiosas, para explicarnos el dolor, apun­tan que quien nace ciego está pagando por algo que cometió en otra vi­da, tal vez porque sacó los ojos a alguien...

Bueno, ¡aceptémoslo! Pero esa persona a la que sacaron los ojos en otra vida está pagando que en una vida aún más ante­rior también él sacó los ojos a alguien que a su vez en otra en­carnación fue verdugo, y así son todos culpables y no hay víc­timas, o son todos víctimas y no hay culpables.

De modo que usted no cree que debamos justificar las desigualdades de origen por supuestas deudas kármicas.

Efectivamente, porque además de ser falso resultaría anti­terapéutico. Las cosas no se pueden justificar por un destino. Estamos marcados por la vida familiar, educacional y sociocultural. Es algo que llevamos encima desde que nacemos, pero eso no significa que tengamos que cumplir un destino. Uno ve el mundo de manera diferente si habla inglés, español o fran­cés. Somos seres amaestrados por una cultura que formatea nuestro cerebro. Tenemos que luchar contra esa imposición para ser nosotros mismos.

Leyendo sus obras se tiene la sensación de que estamos obligados a liberarnos del estado condicionado en que nacemos...

No tenemos ninguna obligación. Sería bueno que nos libe­ráramos, pero no estamos obligados.

Para desarrollarnos, ¿necesitamos desapegarnos de lo que nos vie­ne dado?

¿Para desarrollarse en qué sentido?

Quiero decir espiritualmente.

Krishnamurti se desarrolló mucho espiritualmente, sin em­bargo algunos se suicidaron a causa de sus teorías. No se trata sólo de desarrollarse espiritualmente, hay que ver qué nos in­teresa. Yo no creo en la espiritualidad, yo creo en la salud.

De acuerdo: para sanar, ¿es necesario que nos despojemos de nues­tro origen?

Todo lo que traemos -somos como el gusano- tiene que re­torcerse hasta convertirse en una mariposa. No debemos des­pojarnos de nada. Lo que hemos recibido es un tesoro. No es necesario castrarse o eliminar una parte. Hay que fecundar y mutar lo que nos viene dado.

¿Acaso no puede alguien ser feliz en su familia o en su casta, en su mundo o con su educación, y querer continuar con lo recibido?

Si lo es, que continúe así. Pero todo el mundo tiene una cruz. La mía es la mía, la tuya es la tuya: yo sólo te puedo ha­cer consciente de tu cruz y, a partir de ahí, te la quitas o no. Eso depende de ti.

¿Es posible que sin arreglar el mundo y la sociedad podamos estar bien con nosotros mismos?

No podemos. O mejor dicho: seríamos islas de perfección en medio de la imperfección.

¿No hemos mitificado la rebelión contra todo lo precedente como un rasgo de individualismo absoluto?

Yo no utilizaría la palabra «rebelión» para hablar de esto. Si queremos que el mundo cambie, prefiero hablar de «muta­ción». Si queremos transformar la realidad, empecemos por nosotros mismos. No pidamos al mundo que nos cambie ni lu­chemos contra la sociedad. Tenemos que ser nosotros mismos quienes afirmemos nuestros propios valores.

La religión y las costumbres nos integran en un grupo que forma nuestra personalidad. ¿Acaso son mejores otras tradiciones que la que nos ha correspondido? ¿Tiene sentido cambiar de religión?

No, no tiene sentido. Pasar de una tradición a otra no tiene verdaderos efectos porque un dios es igual a otro. Es otra cari­catura, otra limitación. Hay que superar la limitación para lo­grar estar abiertos a la vida. El siglo tiene que dejar de ser reli­gioso para llegar a ser místico. Habrá un momento en que todos los seres humanos del planeta posean el mismo senti­miento místico y dejen de lado las religiones. No creo tampo­co que haya una religión mejor que otra.

II

¿Cómo habría que tomarse el «qué dirán» de nosotros los demás?

Hay dos posturas: la de aquellos que tienen en cuenta el «qué dirán» y la de aquellos que se preocupan por el «qué di­ré yo de mí mismo». Un bárbaro psicológico puede vivir en el qué dirán, pero una persona que tiene un alto nivel de con­ciencia diría: «Esto es lo que yo quiero de mí, precisamente porque soy consciente».

Ahora bien, existen distintos niveles de conciencia. El pri­mero es un nivel animal que piensa: «Lo que tengo, lo tengo yo». Por la calle se puede ver gente así: mercenarios, ladrones o asesinos. Por encima de ese nivel está el nivel infantil, donde todo es un juego superficial; en ese estado no hay conciencia ni de infinito ni de eternidad, ni de muerte ni de universo. Después hay otro nivel de conciencia adolescente donde todas las soluciones del mundo están en la pareja, en esa reducida célula del amor, y que es un nivel que la mayoría de las revis­tas del corazón, las historias de la televisión o el cine desarro­llan. Este nivel sirve para encontrar la felicidad en la pareja y todo lo que conlleva. Pero si vamos más lejos se puede acceder a un nivel adulto, y ahí aparece «el otro». Aún así, existe el adulto egoísta y el adulto con conciencia social y planetaria. El primero explota a los más débiles o a los menos inteligentes, crea industrias nocivas o acapara el poder político. Es nefasto. El segundo comprende que el otro es tanto como él, que se tie­ne que preocupar de las catástrofes sociales y ecológicas, es de­cir del mundo en que vivimos todos. Conoce la responsabilidad. Pero por encima de todos ellos existe un nivel de concien­cia cósmica donde el ser vive en el universo entero, espacio in­finito, tiempo eterno, permanente impermanencia... En ese nivel se encuentran esos grandes temas como el «conócete a ti mismo». Y más allá todavía existe una conciencia divina donde podríamos concebir qué es ese constructo que hemos llamado Dios.

¿Cree que es posible asomarse a ese nivel de conciencia divina?

Sí. Y llegar a la conclusión, para empezar, de que tenemos que dejar de hablar en nombre de Dios... Tenemos que dejar de pensar que Dios nos va a arreglar las cosas, y decir que si Dios construyó mal este universo, aquí estamos nosotros para rehacerlo. Si hay un Dios, estamos para ayudarlo. Así nos apoderaremos del mundo y de nosotros mismos, haremos lo que queremos con plena conciencia y con plena responsabilidad. En este nivel de conciencia divina se encuentra el arte verda­dero.

Sin el desarrollo de la personalidad, ¿es posible acceder a altos gra­dos de conciencia?

A veces, el desarrollo de conciencia coincide con el desa­rrollo de la personalidad, pero no siempre. Cada caso es dife­rente. Una vez vino a verme Vittorio Gassman. Sufría una fuer­te depresión y era ya un artista célebre. Al hacer su árbol genealógico vi que su madre deseaba que fuera actor y que él no quería, lo que pagó con dolor. Enfermó y padeció depre­siones. Era famoso, pero aquélla no era su vocación. Aunque era un gran actor, eso no le servía de nada. Le recomendé mu­chas cosas: le dije que fuera a la tumba de su madre, que ma­tara a un gallo y llenara la tumba de sangre, que se untara el pene de sangre y penetrara a su mujer con furia. Me dijo que si no fuera Vittorio Gassman lo haría pero que, siendo lo que era, no podía. Dos años más tarde, murió. No había contado esto antes, pero es un buen ejemplo para mostrar que uno pue­de realizarse obedeciendo a los demás e incluso tener éxito, pe­ro si no eres feliz de nada te sirve.

¿Obedecemos predicciones ajenas permanentemente, sin ser nosotros mismos?

El cerebro tiene tendencia a guiarse por las predicciones, hay que tener cuidado para no caer en eso.

Usted suele hablar de la capacidad de la gente para programar in­cluso su propia muerte. Hay quien está convencido de que va a morir a cierta edad y lo cumple...

Así es. El cerebro se programa imitando a veces la edad de la muerte de familiares o personajes célebres.

III

¿Somos niños disfrazados de adultos?

Somos viejos disfrazados de niños, antiquísimos, milenarios. En nuestra piel hay millones de células con una compleja me­moria.

Se dice que no debemos dejarnos llevar por la película de la vida..., pero eso no es tan fácil.

Mucha gente se deja llevar, efectivamente, por lo que llamas la película de la vida. La mayoría quiere ser como los demás y eso les conduce a una muerte en vida. Hay que llegar a en­contrar lo que nos distingue de los otros para llegar a ser algo. En cuanto intentamos ser parecidos a los otros, nos converti­mos en zombies.

A menudo, en la juventud se anhela vivir la vida de otro, vivir a través de lo que viven los demás...

Cuando yo comencé mis estudios de psicomagia conocí a distintos maestros. Uno de ellos fue Óscar Ichazo, que un día me dijo: «Durante un tiempo me vas a imitar porque te he da­do conocimientos que tú no tenías: he marcado tu alma vir­gen». El alma imita durante un tiempo a aquel que la ha des­pertado, pero eso dura muy poco si se es consciente y mucho si se es ingenuo.

Para sentir una vida plena ¿cree necesaria una reconciliación con los padres?

Para mí fue enriquecedor conocer a Goyo Cárdenas, un cri­minal en serie que mató a diecisiete mujeres y las enterró en su jardín. Estuvo durante diez años en un manicomio y luego se hizo abogado y tuvo familia. Yo lo conocí en el periódico El He­raldo, tomando café. Era un señor muy afable. Le pregunté có­mo había pasado por aquello y me dijo que ya estaba olvidado todo porque había sido otra persona quien lo había hecho.

Era sincero, porque creo que se pueden vivir muchas vidas en una misma vida, en una misma persona y en un mismo ce­rebro. Existe la redención. Él pagó su culpa y se redimió. Los valores que luego mostró Goyo Cárdenas estaban ya en él in­cluso cuando era un criminal. Era un ángel en una personalidad desviada. Cuando la personalidad desviada se disolvió, apareció su ángel. Yo creo que con la familia ocurre lo mismo: nos hacen daño, es como una trampa, nos acortan la vida, nos fastidian psíquica y socioculturalmente, nos proporcionan un limitado nivel de conciencia, nos sacan de nuestro ser esencial, nos inculcan ideas que no son nuestras, y en el momento en que nos encontramos en el mundo, todo aquello se desploma y tenemos que reconstruir la vida. Perdonamos porque no hay nadie culpable. Generación tras generación, cada una es vícti­ma de la anterior. Llevamos muchos siglos siendo víctimas, pero al final comprendes que no ha de haber ya más rencor.

Yo llegué a pensar que mis padres eran culpables por ha­berme hecho nacer. Pensaba que haciéndome nacer me daban la muerte. Los culpaba de muchas cosas, pero luego entendí la frase de Buda que dice: «La verdad es lo que es útil». Entonces me puse a pensar y me dije: «Yo era algo antes de nacer y elegí a mis padres porque los necesité como escuela. Los límites que ellos me dieron son lo que me han hecho y yo soy lo que soy gracias a ellos». Hay frutos maravillosos de árboles torcidos.

¿Cree que es necesario «matar al padre», como apuntó Freud?

El acto simbólico de la muerte del padre es absolutamente necesario, pero hay que hacerlo de forma inteligente, con lu­cidez y sin rencor. Si percibes a tu padre de una manera vio­lenta, es que no lo estás matando: estás pidiendo que te ame porque lo necesitas. Pero si llegas a poder verlo positivamente, sin su pedestal y sin tenerle miedo, ya no estás rogando que te ame para poder existir... Y es ahí cuando le matas, cuando le haces caer. Pero una vez derribado hay que reconstruirlo y ad­judicarle los valores, porque los padres tienen valencias esen­ciales, aunque sean monstruos: nos dan la vida, dejan su hue­lla en ciertas partes de nuestro ser y se convertirán en el motor que nos permitirá llegar a ser quienes somos de una forma consciente.

Con el padre hay que aplicar esa máxima de la magia ope­rativa que dice: «Disuelve y coagula». Para poder superarlo hay que disolverlo previamente. Poner todas las cosas en su sitio y observarlo intelectual, física y sexualmente para ver quién es. Y después hay que coagularlo, rehacerlo en tu interior como tú quieres que sea. Hay que realizar un trabajo interior y, una vez que superas todo esto, recuperar al padre absorbiendo sus valores.

¿La crueldad de ciertos niños o preadolescentes es una creación frustrada? ¿Son culpables de lo que hacen?

No hay culpa. Lo que tú llamas crueldad es, en realidad, in­consciencia. Un niño no es cruel a menos que esté enfermo. En su comportamiento reproduce el psiquismo de la familia, como los perros. Es ignorante y copia un ambiente. Hay pa­dres que actúan como gurús. Cuando un niño es racista no es el niño quien es racista, es el padre quien lo es. Si un niño ma­ta a otro niño, los padres son los criminales. El niño, en este caso, está poseído. No podemos hablar de maldad infantil: los niños no son crueles, eso es una leyenda; son sólo inconscien­tes e ignorantes, no saben. Reproducen conductas de adultos.

Ha escrito que las heridas de familia nunca cicatrizan del todo.

Cierto. Yo creo que el ser humano tiene conductas anima­les pero también vegetales. El animal tiene células que cicatri­zan y cierran sus heridas. Sin embargo, si cortas una rama no vuelve a crecer: una herida vegetal es para siempre y lo único que podemos hacer es cubrirla. Por eso encontramos árboles con oquedades, que producen hongos que alimentan al tron­co. Nuestro corazón se comporta, en este sentido, como los ve­getales. Si le haces una herida nunca cicatriza, ahí permanece. Lo que podría suceder es que nuevas experiencias vayan cu­briendo de vida a esta herida.

Yo no me consuelo de la muerte de uno de mis hijos, han pasado ya muchos años y me sigue doliendo. Pero tengo una vida feliz junto a ese recuerdo, aunque no exista el consuelo. He tenido la fuerza de crear, junto al desconsuelo, otros amo­res, otras obras, otras satisfacciones. Se puede vivir junto a las heridas.

¿Qué papel desempeñan en nuestra vida los amigos y otros compa­ñeros de viaje?

Yo tuve dos amigos en la infancia que fui reproduciendo a lo largo de mi vida, a través de otras personas y circunstancias. Los amigos son, en este sentido, como la familia: están siempre ahí. Son un vínculo similar a la pertenencia a una generación, son generacionales. Vamos todos juntos viajando en el mismo avión, somos pasajeros del mismo tren. Son muy importantes porque somos seres gregarios y no hombres lobo. Considero fundamental la amistad y el encuentro con los otros. Para sa­ber que una amistad es enriquecedora hay que saber por qué la cultivamos. La amistad es crear algo juntos.

¿La juventud está llena de prejuicios que se van limando con el tiempo?

Uno no va envejeciendo y dejando caer las etapas, al menos de acuerdo con mi experiencia. El niño siempre queda, el ado­lescente queda, el joven queda, el adulto queda... A medida que uno va creciendo se va convirtiendo en un grupo de seres y las personalidades se van sumando, porque donde hay conti­nuidad no hay separación.

A lo largo de la vida no se fijan prejuicios, sino creencias. Yo me acuerdo de que a los 30 años hice una cosa fundamen­tal: cogí un cuaderno y me dije: «Voy a escribir todas las ideas que tengo en la mente. ¿En qué creo?». Y lo escribí, lo hice pa­ra sacármelas como piojos de encima. Y luego me dije: estas ideas no son yo; las puedo utilizar y me pueden resultar útiles, pero no son yo.

El joven a veces cree que lo que piensa es él, como uno a ve­ces piensa que su coche o que sus zapatos son él. Pero las ideas son como las camisas. No son uno mismo. En la juventud uno se puede equivocar, pero a medida que avanza el tiempo las cosas se van disolviendo y va quedando lo importante, el ser esencial.

Durante la primera juventud aparecen los primeros ídolos musica­les o mediáticos. ¿Son necesarios o limitan nuestro desarrollo?

Son necesarios para algunos. Yo no tenía ídolos pero me hi­ce muy amigo del poeta Nicanor Parra, que era fundamental para nuestro grupo y mayor que nosotros. A veces necesitamos maestros o guías, aunque en mi caso de ciertas actitudes sólo me salvó el arte. Yo era artista y tenía que hacer mi nombre y mi obra, y por tanto no podía entregarme al ciento por ciento a otras personas ni a otras obras. Aun así, busqué maestros y vi­sité a maestros.

No me refiero sólo a los llamados maestros espirituales sino a los mi­tos mediáticos, a los que tantos jóvenes quieren parecerse.

Nunca llegué a eso, afortunadamente. Para cierta gente son necesarios debido a que carecemos de mitologías, y el cerebro funciona con mitología inconsciente. Por eso los actores de Hollywood han sustituido, lamentablemente, a los dioses pa­ganos. Los futbolistas o los cantantes forman parte del mismo fenómeno. Tienen sus roles y en cierto momento pueden servir, pero ni son necesarios ni tenemos obligación de poseerlos.

¿Cómo se debe enseñar a entender la vida a un joven o a un hijo?

Habría que preguntárselo a mi familia. A mi hijo Cristóbal le llevé con 8 años a presenciar una operación de Pachita y le animé a que metiera el dedo en una herida, a que viera cómo se hace un agujero en una cabeza, cómo se cambia un pul­món... A esa misma edad hice que recibiera un masaje de un gurú. Cristóbal se formó con grupos de chamanes, hice todo lo que podía hacer por él, necesitaría todo el libro para con­tarlo. Eliminé la palabra «padre», para que no existiera ese monolito. Nunca me llamó papá sino «Alejandro». Jamás le impuse una ropa. Y así hice con todos mis hijos. Cuando pasá­bamos por una tienda de juguetes y temblaban, les decía: «En­trad y comprad lo que queráis...». Solían volver con pequeños juguetes pero, una vez, mi hijo Adán apareció con un caballo de peluche de tamaño natural. Lo miró toda la tienda, pero yo le compré el caballo. Les di una educación muy consciente, muy correcta. Pero siempre se cometen errores, muchos erro­res. A uno le di tres latigazos y más tarde, cuando cumplió 15 años, hice que me los devolviera. Se había orinado detrás del sofá y, mientras le pegaba, le decía: «Éste es un castigo formal, pero no lo hago con enojo». Nunca me lo perdonó: por eso, en una ceremonia familiar, me devolvió los golpes.


 

Puente invisible

I

¿A qué podemos aspirar en esta vida?

A muchas cosas. Pero sobre todo a vivir largamente. Para eso necesitamos trabajar en lo que nos gusta y, siempre que seamos seres pacíficos, hacer lo que nos gusta. Debemos ser lo que so­mos y no lo que quieren que seamos. Amar lo que amamos sin obligación, sin nudos neuróticos que no podamos desatar. Desear lo que queramos y crear lo que seamos capaces de hacer.

Vivir con cierta prosperidad, sin derrochar. Pero una pros­peridad para todos, no una prosperidad basada en explotar al otro. Y, por supuesto, hay que lograr ser inmortales, y para eso tenemos que vivir como si fuésemos inmortales, pensando que tenemos mil años por delante para hacer lo que queramos, pe­ro sin olvidarnos de que en diez segundos podemos morir.

Para muchas escuelas el conocimiento pasa por el placer, la felici­dad, lo prohibido; para otras pasa por el ascetismo, el cilicio, la entre­ga y el sacrificio. ¿Van todas al mismo sitio?

Todos son caminos para encontrarse a sí mismo. Ahora bien, todos estos senderos hay que hacerlos con la mayor dignidad, porque somos mortales. No somos eternos y nuestro estado ac­tual se va a acabar. La vida nos vence en todo momento. Aun­que seamos titanes, somos vencidos. Sabiendo eso, uno puede trabajar más tranquilo, con humildad. Se trata de llegar a la san­tidad, proponérselo. La felicidad no consiste en tener cosas si­no en sentir la alegría de vivir, en recuperarla. Se puede perder en el vientre de la madre, porque podemos ser fetos neuróticos cuando la madre nos quiere eliminar. En estos casos, recuperar la felicidad de la vida resulta algo magnífico que permite nues­tra unión con el universo en su totalidad, con el tiempo y con el espacio, con la conciencia en su totalidad. Es un estado de trance eufórico constante dentro de este cuerpo, posible por­que somos un pequeño cofre que contiene una inmensidad que, a su vez, está en la más pequeña de nuestras células.

A ese estado de euforia de vivir, ¿se puede llegar por muchos cami­nos?

Sí, pero no de cualquier manera. Yo comencé por el arte. Hice teatro de vanguardia, poesía, escándalo, de todo. Des­pués practiqué la meditación. Horas meditando, tiempo, todo lo contrario de lo que había hecho; pero siempre movido por una constante atención, por un constante deseo de curiosidad y de conocer sin miedo. En eso consiste la audacia. Es el se­creto de la vida.

Más allá de imaginar, de jugar con la mente para no estar presos en esta realidad, ¿el objetivo es cambiarnos, más exactamente curarnos?

Es que tú hablas de la mente, pero desde que descubrí el tarot yo siempre hablo como mínimo de cuatro centros del ser humano: intelectual, emocional, sexual y corporal. No sólo la mente hace juegos y malabares, el centro emocional, el centro sexual y el corporal también actúan. Hay que conocerse y ob­servar. Por ejemplo: el centro intelectual quiere ser, y llega a ser por el silencio. El centro emocional quiere amar, y llega a amar por la indiferencia. El centro sexual quiere crear, y llega a crear aprendiendo a fracasar. El centro corporal quiere vivir, y llega a vivir aprendiendo a morir.

Si la vida que nos rodea y el mundo que habitamos son una cons­trucción mental, ¿por qué no podemos salir de ella a voluntad, cuan­do lo necesitemos, para marcar distancia y hacer un alto en el camino?

Sí que podemos salir de ella a voluntad, pero nos exige va­lentía y un esfuerzo de nuestra parte. La meditación es una de las vías posibles.

¿Hasta qué punto nuestra libertad consiste en saber y asumir que nuestro destino ya está escrito?

No puedo decir que el futuro esté escrito. Mis leyes me di­cen que cuando me preguntas por un futuro posible, ya estás mostrando tus límites, al pensar que hay un solo futuro posi­ble. Si yo abro mi mente a este tema, y acepto que hay un fu­turo, debo reconocer que hay infinitos futuros posibles y que voy eligiendo porque a cada momento se abre ante mí una po­sibilidad diferente. Construyo mi futuro con mis pasos.

No ve entonces nuestro destino de un modo lineal ni espacial...

No, lo veo como un abanico o una estructura de posibles fu­turos. Es decir, podemos construir nuestro destino, pero no crearnos un destino. Hay diez mil caminos y todos dictamina­dos. Puedo ir por uno de los diez mil caminos, pero no puedo inventar el diez mil uno.

¿En qué consiste entonces la libertad?

La libertad interior consiste en poder elegir libremente uno de los diez mil caminos, a lo que hemos llamamos libre albedrío. Y si tienes un destino porque proyectas el árbol genealógico en el futuro, entonces el futuro tiende a repetir el pasa­do y es de eso de lo que tenemos que liberarnos. Tenemos que hacer futuros distintos del pasado e ir buscando para llegar a ser uno mismo.

Sus ideas podrían definirse como mutacionistas. ¿Somos mutantes?

Todos lo somos. Hay muchas cosas que no comprendemos porque nuestro cuerpo se está desarrollando. Hace poco con­versé con un médico que me decía que la glándula pineal era una glándula atrofiada. Le respondí que el ser humano es un animal en evolución que no puede tener nada atrofiado en él. La glándula pineal podría ser, por qué no, la semilla de un ór­gano que se va a desarrollar y convertir en el cuarto cerebro. Cambió su visión científica a pocas horas de una conferencia que iba a pronunciar en Los Ángeles. Lo que le expliqué es que no hay nada atrofiado, que podría decirse exactamente lo contrario, y me parecería más lógico. Estamos desarrollando algo nuevo desde esa glándula, hay cosas que aún no com­prendemos porque somos como chimpancés...

¿Qué sentido tiene que no podamos entender algo que estamos des­tinados a descubrir?

No podemos imaginar lo eterno. No podemos concebirlo, y si no podemos comprender el universo, somos ignorantes y limitados. Tú me preguntas por el sentido de todo esto, pero seguramente serán nuestros descendientes quienes puedan comprenderlo. Nosotros estamos aquí para producir un des­cendiente que usará el mismo cerebro que ya tenemos pero más desarrollado. Si el cerebro reptiliano evolucionó hasta nuestros tres cerebros humanos, creo sinceramente que esta­mos creando el cuarto cerebro, que no tiene por qué ser ma­terial.

En el Medievo lo intuyeron y lo pintaron en forma de halo porque así lo veían, como un círculo dorado alrededor de la cabeza. ¿Qué explicación tiene que pintaran un halo? ¿Por qué se inventaron el halo? Pues porque el halo es real.

II

¿Qué consejo daría a un buscador de conocimiento, a alguien que se buscara a sí mismo?

Yo empecé meditando. Pero antes busqué personas que tu­vieran un nivel de conciencia más elevado que el mío, aunque no fui para rendirles pleitesía ni con vocación de discípulo. Me puse en contacto con gente que consideraba interesante. El error que cometí fue hacerme amigo de algún maestro, porque ya no aceptas ni el intercambio ni la enseñanza. Con la amistad se desequilibran los niveles de conciencia entre dos personas. Pero conociendo a todas estas personas mi nivel de conciencia aumentó y aprendí mucho, hasta que llegué a donde consideré válido. Cuando llegas a un nivel que estimas importante, ya pue­des y debes entregarte a los demás para que aprendan contigo.

De todas sus experiencias de conocimiento: psicoanálisis, chama­nismo, toma de sustancias, meditación..., ¿con cuál se quedaría?

El ejercicio más rotundo al que me he dedicado durante años es a detener el pensamiento. Conseguir que en mi cere­bro no entre ni una sola palabra. Una vez que lo consigo, me quito de la cabeza hasta el pensamiento que me dice que fui capaz de detener las palabras. Eso ha sido lo más difícil.

También practicar meditación fue para mí muy importante, aunque mi camino ha tenido más que ver con la creación ar­tística.

¿Desaconseja las vías racionales como la filosofía o el estudio de la ciencia?

No lo desaconsejo, creo que todos esos caminos son tam­bién buenos. La filosofía me hizo plantearme preguntas que luego tuve que resolver por medio de otras disciplinas.

Los altos niveles de conciencia ¿se encuentran en las personas o en los grupos?

Es difícil pertenecer a un grupo porque los grupos consti­tuidos crean dependencias. Si habláramos con el sentido co­mún que nos caracteriza, deberíamos hablar del gran grupo de la humanidad, la humanidad entera. Afortunadamente, ha­ce tiempo que dejé de seleccionar gente, y todos los miércoles me encuentro en el café con aquellos que quieren venir a que les lea el tarot. A partir de una edad tienes que hacerte útil a los demás. Cuando has vivido y la vida te ha dado una expe­riencia, sea buena o mala, llega un momento en que debes transmitir lo que sabes.

En lugar de convertirte en un viejo tonto, debes ir cada vez más lejos. Ni existe el envejecimiento ni existe la deca­dencia mental. La memoria puede tener menos capacidad para encontrar una palabra, o quizá puedas sentir menos deseo sexual, menos virulencia, pero el deseo no tiene por qué haber desaparecido. Si a lo largo de tu vida has trabajado las emociones, cuando maduras empiezas a conocer sentimien­tos sublimes, que no tuviste cuando eras joven porque la naturaleza no te lo permitía. Hasta los 40 años tienes que en­contrarte. La verdadera apertura de la conciencia no se pue­de hacer antes de esa edad. A partir de ahí, empieza el ca­mino.

Usted señala que la contemplación es la técnica que perfecciona to­das las cosas. ¿Qué entiende por contemplación?

En la meditación, te inmovilizas y dedicas tu atención a lo que sucede en tu interior, como si estuvieras sentado al borde de un río viendo pasar las cosas. Y la contemplación es lo mismo pero nadando en ese río. Es decir, estás viendo lo que te sucede pero estás de pleno en la vida, actuando.

¿Qué significa «estar poseído por el espíritu del maestro»?

Nuestro cerebro, que es amplio e infinito, de la misma ma­nera que produce nuestra personalidad puede producir otras. Es decir, aprendemos a construirnos una personalidad, los es­quizofrénicos pueden tener treinta personalidades, e incluso más. Cuando vas a ver a un maestro, ves otro ser humano que tiene un nivel de conciencia más alto que el tuyo. ¿Qué ocu­rre? Que persigues ese nivel de conciencia, tu cerebro lo per­sigue. Entonces tu cerebro capta ese nivel y lo reproduce en tu persona, pero, como es la primera vez que lo ves, lo identificas con su persona, con su ego, con su carácter... Y el cerebro, en lugar de actuar como si tuviera tu forma, te da la forma del otro, te hace sentir que tienes el cuerpo del otro, la personali­dad del otro, la aparente individualidad del otro.

Esto produce una imitación, y creo que a eso te refieres con la expresión «estar poseído por el espíritu del maestro». No es que el maestro esté en ti sino que hay una imitación de un ni­vel de conciencia que estás considerando superior al tuyo.

¿Y el maestro que cree ser el elegido?

Bueno, es que en el camino de la mutación de conciencia hay trampas. Lo expliqué en mi libro Los Evangelios para sanar. En realidad tú eres un camino. Tu cerebro es un camino don­de transitan todos los dioses. Si en el camino veo un dios y me creo un dios, he caído en la trampa del gurú. En realidad, so­mos el camino por donde pasan las cosas, no los transeúntes.

¿Qué son las pruebas iniciáticas?

En palabras de Castaneda, desafíos. Considéralas así. Observemos algunos traumas: Una mujer es violada y eso le destroza la vida. Otra mujer es violada, se baña, se limpia, llo­ra, sufre, se repone, decide que nunca más va a hablar de ello y continúa su vida. Lo mismo sucede en las guerras, algunas personas quedan dañadas para siempre y otras, en cambio, se fortalecen. Hay que decir que los traumas no producen la en­fermedad, los traumas son los detonadores. Hay una base de enfermedad dentro de nosotros que el trauma hace explotar. Y en cuanto a las pruebas iniciáticas, consisten en lo siguien­te: tienes un nivel de conciencia y te encuentras delante de un acontecimiento. Tienes que reaccionar de forma útil para ti y avanzar. La prueba es un desafío para que tú te desarrolles.

El sacrificio ¿es una trampa masoquista?

Así es. Las religiones nos han confundido. En nuestra cul­tura, el cielo no estaba en la tierra, no estaba a tu alcance. Te­nías que ganarte el más allá padeciendo en la vida, y la Iglesia, diciéndote que sufrieras, se hizo rica y poderosa.

¿Por qué puede sentirse miedo cuando nos aproximamos a los ar­quetipos a través de los sueños, la imaginación o las sustancias alucinógenas?

La multitud, la gente en general, sólo cambia de nivel de conciencia cuando está en un serio problema, como por ejemplo ante una catástrofe ecológica o el terrorismo. La mul­titud tiene miedo a los arquetipos porque los arquetipos son contenidos de alta conciencia, y eso produce miedo a la gen­te que no desea cambiar. Cada vez que nos enfrentamos a ar­quetipos, nos estamos enfrentando a una disolución de la identidad.

III

¿Hemos construido una piel invisible a la que llamamos ego?

No, la piel no es el ego. Nos acostumbran a pensar que es así, pero no es cierto. Miremos más lejos: imaginemos un león. Él llega hasta donde llega su salto, ése es su territorio. Cuando ve que un animal entra en su territorio, salta. También existen plantas cuya percepción alcanza mil kilómetros de distancia, aves que logran con su vuelo distancias formidables, u orga­nismos que se dejan sentir muy lejos. ¿Y en el hombre? Pues a través de la telepatía el ser humano puede dar la vuelta al mun­do. El hombre no tiene límites.

Entonces,  ¿qué sería el ego?

Muchas veces se ha hablado del ego sin entenderlo. En rea­lidad, nosotros tenemos nuestro ser esencial y otra parte ad­quirida que permite una identificación o identidad. Esta últi­ma es el ego, una identidad adquirida que está al servicio de la esencia. El ego puede degenerar en personalidades desviadas, esquizofrénicas o paranoides debido a que en el ego es donde se hacen notar los traumas y los golpes de la vida.

Usted reconoce que hace muchos años tenía un ego gigantesco. ¿Qué se puede hacer en nuestro mundo sin el ego?

El ego es sordo. Sordo y ciego. El ego ha de ser domado. Es el núcleo de la doctrina hinduista. El ego se tiene que plegar ante la esencia. En las actividades sociales se desarrollan los más grandes egos, como en la universidad, donde una perso­na habla y habla aunque nadie esté atento, y jamás escucha. Con ese tipo de gente no hay diálogo, sino un largo monólo­go. En la vida hay que entrar en el diálogo y escuchar a los de­más. El ego es necesario como la cáscara del huevo que en­vuelve la esencia. Eso de «matar al ego» son locuras de los gurús, que, por cierto, son grandes ególatras. Me estoy acor­dando de Osho, que, a pesar de ser una persona inteligentísi­ma, hacía poner su cara en las camisetas de sus seguidores. En cada uno de sus libros había quince o veinte fotos de su cuer­po. El ego puede llegar a convertirse en algo delirante. Este hombre se pasó la vida luchando contra el ego y, sin embargo, no hacía sino fortalecerlo. Se enfrentaba con el ego de los de­más pero nunca con el suyo. Yo veo a los gurús como payasos. Son necesarios, pero son grandes monigotes.

¿Somos esclavos de nuestros deseos?

Todo el tiempo estamos deseando cosas: más dinero, más objetos. El mundo es puro deseo. Nos meten en la cabeza que no tenemos que envejecer, miles de anuncios nos animan a agrandar los labios, arreglar los pechos, estirar el pene o rea­firmar nuestros glúteos. Deseamos y deseamos todo cuanto ve­mos en los anuncios o en la calle. Cada vez que me conecto a Internet me encuentro con cuatro proposiciones constantes: alargarme el falo, bajar de peso, comprar prostitutas y ganar una fortuna sin trabajar... o aparecen bancos imaginarios don­de ganas millones. Ése es el grave problema de esta sociedad: está llena de deseos de consumir y de aparentar, pero hay muy pocas ganas de ser.

¿Deberíamos entonces aprender, como tantas veces se nos ha dicho, a vencer el deseo?

Las escuelas orientales transmiten una sabiduría muy anti­gua que debería ser revisada. Se han idealizado mucho las en­señanzas de Buda, y hay que tener cuidado. La leyenda de Buda, si se mira bien, se nos muestra bastante lamentable: un joven rico que abandona a su esposa y a su hijo para estar tran­quilo, alguien que teme las cosas más naturales del mundo co­mo la muerte, la vejez, la enfermedad y la pobreza... Pero, cla­ro, en su doctrina se supone que la liberación del deseo nos otorga la salvación, que consiste en no renacer, sólo porque cree en el renacimiento o en la peregrinación del alma, lo que es mucho suponer y podría no ser cierto.

Si yo no creo en la reencarnación, Buda se me cae. Para él hay que escapar de esta vida para no volver a reencarnarse, y eso es un error. No hay que escapar de nada. Hay que vivir la vida. Yo no sé si existe la reencarnación, no podemos saberlo. No po­demos establecer doctrinas comunicando cosas en las que debo creer, como decir que vamos a parar la rueda de la reencarna­ción, el karma, etcétera. Son creencias sospechosas. No las uso de ninguna manera. Bien miradas, son tóxicas para cualquiera.

IV

Me gustaría preguntarle por la muerte...

¿La muerte qué es? Solamente un cambio, una mutación. No tememos a la muerte, sino al cambio que supone.

¿Dónde aprendió eso?

(Risas.) La muerte es una palabra, y empecé a aprenderlo con el tarot. La muerte es el arcano XIII y no tiene nombre. Es­tá situado en mitad de la baraja. Yo me he dado cuenta de que una vez tuve 15 años y desaparecí. Luego tuve 30, después 40, y seguí desapareciendo. En este momento tengo 74, soy otro pe­ro sigo contento. Cuando tenga 90 estaré alegre, cuando ten­ga 100 seguiré contento, cuando tenga 300 estaré estupendo, cuando tenga un millón de años seré una fiesta.

¿Cree que queda algo de nosotros cuando morimos?

Le preguntaron a un maestro zen: «¿Qué hay después de la muerte?». Y él dijo: «No lo sé, todavía no me he muerto». Yo estoy aquí. Pero sé que lo que soy avanza.

El Carro de la carta del tarot está hundido en la tierra. ¿Ha­cia dónde se dirige? La tierra se mueve y lo desplaza. Nosotros avanzamos con el universo. ¿Qué me importa el después? Nun­ca me importó cómo sería a los 80 años, o a los 100, o a los 1.000 o a los 60.000. Lo que me importa es saber quién soy ahora, no adonde voy...

Cuando empiezas poco a poco a desprenderte de tu identi­dad, a ser un humano genérico, dejas de verte en una edad de­terminada. Luego dejas de identificarte con el tiempo en ge­neral. Después ya no te reconoces originario de una patria o hablante de una lengua determinada. No te ves en tu nombre, no te confundes con las cosas que posees, vas cesando en la identificación.

¿Pero dónde sostenernos en esa visión de uno mismo?

Te agarras a lo que eres. A la alegría de la vida. Eres cada vez más feliz y no necesitas el traje rígido del carácter o de la perso­nalidad. Te haces fluido, como el agua. Lao Tse dice: «Hay que ser como el agua que toma la forma del vaso que la contiene». Vas por la vida tomando formas y eso es magnífico. Hay un mo­mento en que lo aceptas y te dices «Esto que soy yo desaparece». Y una vez que eres consciente, todo el tiempo estás ahí. Sientes en tus talones un abismo de vacuidad total, y vas avanzando co­mo una luz. Y esa luz que eres sabes que se la va a tragar el abis­mo. Existe la esperanza de que te disuelvas con un goce infinito en el océano cósmico, y eres tú, pero siempre que aceptes ceder tu  conciencia. El último don que tú das es tu conciencia.

Cuando lleguemos a la muerte, lo mejor que podemos ofre­cer es una perfecta y luminosa conciencia, una conciencia cla­ra que hay que saber crear, porque si no, como decía Gurdjieff, mueres como un perro, sin ofrendar la conciencia ni construir un alma.

Se dice que la potencia está encerrada entre las paredes del cráneo... Pero ¿dónde situaría usted nuestra conciencia?

Fuera del cuerpo. El cuerpo es como el hueso de un melo­cotón, sin embargo la conciencia no tiene límites y está en constante expansión.

Usted sugiere que en un esfuerzo de imaginación podemos liberar­nos de lo aparente, de la misma forma que oyendo música o jugando con la memoria nos podríamos trasladar a otro lugar. Sin embargo, no basta con que juguemos con un puñado de imágenes... hay que cam­biar para mejorar, cambiar al sujeto que imagina, ¿no?

Hay un tipo de imaginación que es casi industrial: son los delirios. No hay que confundir la imaginación con el delirio constante. Puedo imaginarme cualquier cosa todo el tiempo sin profundizar en nada: cuentos y cuentos y cuentos sin ahon­dar en su sentido... O podemos, como Kafka, sumergirnos has­ta cierto nivel y estancarnos. Nunca accedió a la felicidad. Se plantó en la neurosis.

El esfuerzo es siempre necesario, pero ¿por qué se nos exige este es­fuerzo permanente que es la existencia?

En la vida hay que estar siempre atento, no en tensión. No­to que cuando dices «esfuerzo» lo sientes como algo desagra­dable, pero yo no creo que haya que hacer cosas que detesta­mos sino cosas que nos gustan. Cuando yo hablo de «esfuerzo» hablo de esfuerzo agradable: pintar, danzar, vivir, son esfuerzos totalmente placenteros. Debemos hacer lo que nos agrada en la vida y esforzarnos en ello.

¿La vida es una prueba?

No. La vida es una escuela iniciática. O como decía Casta­neda: un desafío. Para el guerrero, esto es lo importante.

¿Sirve de algo teorizar sobre la vida?

Quien hace teoría de la vida es porque no la conoce. Pero el que la conoce, debe comunicar sus experiencias, enseñar lo que ha vivido.

Volvamos una vez más a la vieja y obstinada pregunta de ¿por qué existe lo que existe?

Me llamó desde el hospital una mujer que estaba muy en­ferma de cáncer, y me preguntó: «¿Cuál es la finalidad de la vi­da?». Pensé y le respondí lo que ella esperaba: «La vida no tie­ne sentido». Entonces suspiró y dijo: «Eso es lo que esperaba oír». Al día siguiente, murió. Le contesté aquello para conso­larla, porque esa mujer no tenía remedio. Aunque yo creo que la vida sí tiene sentido, un sentido que no tenemos por qué co­nocer. Es un misterio. Esa idea de que todas las cosas tienen una finalidad es muy mental. Por supuesto que tenemos un fin, pero no lo conocemos. Si no fuera así, yo no estaría aquí. Tenemos una finalidad como humanidad en el universo. Te­nemos un destino y, sin embargo, no tenemos por qué cono­cerlo racionalmente. Y esto hay que aceptarlo de la manera más sana posible. Convertir nuestro planeta en un jardín. En­riquecerlo y enriquecernos.

¿En qué consiste eso de ser uno mismo? ¿Acaso podemos llegar a sa­ber quiénes somos?

El conócete a ti mismo significa, en realidad, que tú eres el universo. Yo no tengo límites porque estoy unido al uni­verso como un organismo: el tiempo es mi vida, lo que suce­de es mi vida y es la vida. Si me conozco a mí mismo soy el ac­tor y el espectador. Lo conocido y el conocedor al mismo tiempo. Hasta cierto punto puedo pasar de actor a especta­dor, pero hay un momento supremo en que el actor y el es­pectador se funden. Eso ya no es conocimiento. Es concien­cia pura, estado.

¿Qué significa realizarse a través de lo transpersonal? ¿No se ha abusado de esta palabra?

No es palabrería, es simplemente un constructo útil. Lo que entendemos por personal se corresponde con la actitud de en­cerrarte en tu propia psicología y analizar todo a través de ti mismo. Lo transpersonal significa aceptar que existe el otro, tenerlo en cuenta para percibir el mundo y entender las cosas.

En este sentido, lo transpersonal trasciende los límites. Ten­dríamos, por ese camino, que llegar al pensamiento andrógi­no. Si tú fueras una persona común pensarías primero como español, luego como hombre y, después, como terráqueo. El ideal es pensar sin nacionalidad, sin definición sexual y sin es­tar deformado por el sistema solar.

¿Podemos llegar a pensar que un día nos realizaremos?

Eso es una trampa, porque nadie se realiza plenamente. ¿Qué es realizarse? Se va avanzando como se puede. Por ejem­plo, hoy he estado escribiendo todo el día Los Technopadres, una serie en forma de cómic que me encanta. Soy feliz porque me gusta la escena que inventé. Estoy eufórico porque estoy creando. Aunque sea una historia para niños o para jóvenes, me fascina. Y cada mañana escribo un poema de cuatro o cin­co líneas, no tengo tiempo para más. Son pequeñas cosas que hago y que me gustan:

Cuarto abandonado

casa sin dueño

el vacío acecha

bajo mis palabras.

Como un ciego

que encontrara

un tesoro en la basura

dejo transcurrir el invierno.

No me agradezcas.

Lo que te he dado

me ha sido dado

sólo para ti.

No quiero que me ames,

quiero que ames:

los incendios no tienen dueño.

Al escucharlo, tengo la impresión de que nuestra felicidad consiste en mirar el mundo de una determinada manera.

No es una cuestión de percepción. Consiste en ser uno mis­mo. Cuando avanzas te percibes en tu totalidad. No se trata de delimitar la realidad. Si decimos: «Yo quisiera conocer», esta­mos proyectando la ilusión de tener un yo, que además cono­ce. Y no se trata de eso. Desde la Antigüedad clásica respeta­mos mucho la expresión «Conócete a ti mismo», pero en realidad es bastante confusa. La gente piensa que es algo pa­recido a que salgas a encontrarte. En realidad cuando decimos «conócete a ti mismo», ese «ti mismo» es el universo. El uni­verso se conoce a sí mismo. «Conóceme», dice el universo. En la voz de Dios, conócete a ti mismo significa... conóceme. Cui­dado: no pienses «Tú eres yo, yo soy tú». En verdad, «Tú no eres yo, pero yo soy tú».

Los grandes maestros sostienen que tenemos que aprender a morir en paz. Pero para eso ¿hace falta todo este viaje?

Sí, claro. La vida es aprender a morir con tranquilidad, «ju­gar a morir» decían los chinos. Pero morir es entrar en un pro­ceso, como cuando lentamente de la niñez se pasa a la puber­tad: el vello, las hormonas... Lo vives como un cambio. Tú avanzas en la vida y empieza a aparecer la vejez, que es otro período. El pelo se va poniendo blanco, los dientes amarillos. Si luchas contra la vejez, envejeces con angustia. Si luchas contra la pubertad, te traumatizas. En un momento dado todos en­tramos en el proceso de la muerte, que se puede y debe vivir exactamente como los otros cambios precedentes.

La muerte no es más que un estado. ¡Nadie está muerto! ¡Nadie muere! Todos nosotros entraremos en el proceso de la muerte, y lo maravilloso es que lo aceptemos con la tranquili­dad con la que entramos en la pubertad o en la madurez.


 

 

Visiones

I

¿Qué piensa de los intermediarios del espíritu? De aquellos que se han organizado para enseñarnos los misterios de la vida.

Últimamente he dividido el mundo -a pesar de que estas decisiones son arbitrarias- en seres y monigotes. La palabra «monigote», que se me ha adherido al lenguaje, me sirve para designar todos los constructos mentales. Hay, por supuesto, monigotes útiles y monigotes inútiles. Y la utilidad de los mis­mos varía según pasa el tiempo o cambian nuestras circuns­tancias particulares. En cierto momento, un monigote inútil puede ser útil.

El monigote útil es aquel que nos conduce a las mutaciones necesarias. Los monjes, por el hecho de vivir en celibato, no son dignos de fe. Si todo el mundo fuera sacerdote, se acaba­ría la raza humana. En este sentido, no son buenos. No es po­sible llevar a Dios consigo ni comunicarlo a otros desde una vi­da que va contra la naturaleza humana.

Cuando estos monjes se organizan en sectas, surgen otros problemas.

Supongo que tratan de monopolizar lo que llaman verdad...

Las sectas podrían ser útiles, el problema es, efectivamente, que su realidad consiste en apropiarse de Dios. La propiedad privada de Dios. Luego declaran que quien no pertenece a la secta es infiel, digno de destrucción. Son separadoras. No unen. Yo creo que en el futuro los templos serán polivalentes. Existirán catedrales donde se celebren todos los cultos, con li­bre acceso y compatibilidad absoluta. Posteriormente se elimi­narán los nombres de los dioses, que serán entidades anóni­mas. Si pones un nombre a Dios te estás apropiando de él.

La religión, igual que una Constitución, debe ser revisada, porque en la medida en que el hombre va mutando, la reli­gión tiene que cambiar. La secta procede con prohibiciones. Aquello que el hombre no conoce lo llama Dios: es una forma de superstición. En la medida en que el cerebro evoluciona, las creencias ciegas y los tabúes se van desmoronando.

¿Cómo afecta esto a lo que usted llama salud...?

Tenemos que ser muy conscientes de que debajo de cada enfermedad hay una prohibición. Una prohibición que viene de una superstición.

Por tanto, no recomienda ninguna Iglesia...

No, pero tampoco esos templos de los maestros zen, ya sean españoles, americanos o mexicanos. Son monigotes que imi­tan tradiciones, lenguajes y comidas japonesas.

Pero las sectas poseen técnicas y conocimientos interesantes.

Claro. Pero para adquirir esas técnicas y conocimientos no hace falta tanto circo. Cuando Ejo Takata me hizo llegar un bastón zen, se lo devolví diciéndole: «No soy un maestro zen, no me des esto. Nunca voy a ser un maestro ni voy a andar dan­do palos a nadie, me haces un gran honor, pero no lo quiero. Mi vía es otra».

¿Qué sentido tiene que la humanidad haya producido seres como Je­sús o Buda?

Cuando dices Jesús y Buda estás hablando de seres que pa­ra mí son imaginarios. Es como si me dices Don Quijote o Hamlet. Lo mismo. Pero que sean imaginarios no me importa. Lo que me importa es la calidad de su mensaje, que es mara­villosa.

En cierta manera están ahí, casi pueden ser tocados.

Están ahí, míticos, pero ahora hablamos de seres humanos. No sabemos si algunos seres humanos han recibido la revela­ción. Nunca sabremos si el santo es un loco o si tiene alucina­ciones.

Y de las apariciones o revelaciones, ¿qué opina?

Ver apariciones de la Virgen no me interesa. No me prueba nada. Ver a una muchachita transparente que me sonríe subi­da a un árbol es para mí lo mismo que ver a un gorila subido a un árbol. Es tan curioso como eso: no te sirve para nada.

¿Y qué explicación da a esos fenómenos?

Se producen porque la gente anhela que existan, se trata de una alucinación colectiva. Jung decía que los platillos volantes son un producto del inconsciente colectivo. Son sueños colec­tivos.

¿Por qué tenemos la sensación de que las religiones son trampas pa­ra el espíritu?

Las religiones se convierten en trampas desde el momento en que son límites. La divinidad no tiene nombre ni naciona­lidad, y es para todos. La religión viene a establecer parcelas en la realidad mística y, al final, sientes los límites de cada religión y éstas se convierten en trampas. Por otro lado, los libros sa­grados llevan siglos siendo interpretados de forma aberrante por monjes para quienes la mujer es el demonio, y acaban in­fectando los textos santos con sus interpretaciones desviadas; luego, esto pasa a las escuelas, la política, la sociedad... y acaba creando agobio. La religión, que debería ser la panacea uni­versal, se convierte en el veneno universal: todas las religiones.

Usted estudió la Cábala, que además de tener una interpretación re­ligiosa es un lenguaje.

Sí, un lenguaje que produce muchos locos: en hebreo cada letra tiene un valor numérico, y cada palabra que lees es, y su­ma, una determinada cifra. Entonces haces combinaciones y di­ces: «El número 87 es luna (levana, en hebreo) pero también la palabra carroña (nevela) suma 87, luego luna y carroña serían lo mismo». Es un sistema delirante; la Cabala te lleva al delirio. Nosotros somos adultos. No necesitamos creer en cuentos de hadas. No podemos decir que un libro fue escrito por Dios. No podemos decir que la Biblia, el libro sagrado, sea la palabra di­vina. Podemos decir que es una novela, una obra de arte. Y los lenguajes son obras de arte. Pero todos, no sólo el hebreo o el sánscrito. Puedo jugar con todos los lenguajes de igual manera.

¿Qué relación ha tenido con el sufismo?

En el sufismo, cuando lo conoces, descubres grandes belle­zas. Es como la crema del Islam. Es un profundo misticismo, pero están presos del Corán.

Aunque Shams-de-Tabriz o Rumi eran almas muy libres...

Yo me decidí a sanar, al ser consciente de que las enferme­dades vienen con los libros. Detrás de cada enfermedad hay un libro, sea el Corán, los evangelios, el Antiguo Testamento, los sutras budistas... Todos los libros, si son interpretados desde el fanatismo, producen enfermedades. Hay que reinterpretar to­dos estos textos, hay que tomarlos como lo que son: obras de arte. La Biblia, por ejemplo, es una novela maravillosa.

Todas las creencias establecen metáforas para explicar la existencia, pero la explicación de lo que nos ocurre sigue siendo un misterio. Esta incomprensión, a veces, nos lleva a planteamientos delirantes... ¿Cree que Dios es un ludópata?

Es un juego intelectual interesante hablar de Dios y pensar que es un ser que juega, que tiene atributos, que se aburre, y que vence el aburrimiento tirando los dados. Cuando Maimónides escribió su libro Guía de los perplejos necesitó tres tomos para tratar de definir a Dios y llegar a la conclusión de que Dios es aquello de lo que nada se puede decir. Dios es el im­pensable, el innombrable. Y yo añado que es el inamable, por­que: ¿cómo vas a amar lo que no conoces? Me gusta la idea de que juega, pero yo creo que no es él quien juega. Es el ser humano quien juega: es la humanidad la que juega. Johan Huizinga escribió un libro llamado Homo ludens que es un análisis del hombre como ser que juega. El hombre es un ser que jue­ga y construye las ilusiones a su semejanza. El hombre ha ima­ginado un Dios que juega...

¿En qué tiene fe?

Cuando a Ramakrishna le preguntaron si creía en Dios, él respondió que no. «¿Cómo es posible que un místico tan gran­de no crea en Dios?», le dijeron. «No creo porque le conozco», respondió. Yo no creo en el concepto «fe», creo en el conoci­miento.

¿Conoce?

Hay cosas que conozco, sí. El tonto no sabe pero cree que sabe. El sabio no sabe pero sabe que no sabe. Cuando el tonto sabe no sabe que sabe. Cuando el sabio sabe, sabe que sabe.

¿Qué significa para usted el concepto «santo civil»? ¿Quién lo se­ría?

Yo soy una persona que me he propuesto hacer el bien, sim­plemente. No es que lo haya logrado, pero me lo he propues­to. Además de ganarme la vida o tener hijos y mujer, como po­demos hacer todos, me he propuesto hacer el bien en la medida en que estoy en la sociedad civil. El santo civil sería quien imita la santidad desde estas posiciones. Nadie es en rea­lidad santo, sino que imita la santidad. El santo sería el ser hu­mano perfecto, pero el ser humano actual aún está en proce­so de evolución. Por eso está obligado sólo a imitar la santidad.

¿Cómo podemos imitar la santidad?

Por intuición. El santo escucha lo que debe hacer. Y esto nos viene del interior, de lo que llamamos Dios interior. Hay una percepción en nosotros, algo que nos dice: «¿Qué es lo mejor en esta situación? ¿Cómo ayudar al prójimo?».

Para el santo civil no existe el sacrificio; como todo el mun­do, elude el sacrificio masoquista de los santos y realiza una vi­da normal, integrado en la sociedad. Pero, además, es cons­ciente del mundo, es consciente de que sus actos tienen que ser sanadores para los demás y para él mismo.

La santidad no es algo que pertenezca a las religiones, ni significa represión sexual. La santidad consiste en tener una conciencia cósmica y divina. Cuando yo hablé de santidad civil me tomaron por loco, pero ahora se está practicando. Era ne­cesario hablar de santidad civil, y lo hice. Como también digo que el arte para ser arte debe curar. Y muchos han comenzado a practicarlo. Cuando descubres una idea y la comentas, a ve­ces se extiende por todas partes. Cuando abre una flor es pri­mavera en todo el mundo.

II

¿Hacer política es necesario para el desarrollo de nuestra conciencia?

Los políticos tienen una función social, son nuestros emplea­dos, somos nosotros quienes les pagamos. Hay que darse cuenta de que un presidente sería nuestro encargado; los policías, nues­tros dependientes, como los cajeros del banco o los camareros. Los políticos son nuestros servidores, no nuestros amos.

Pero uno puede tener una pasión política...

Yo nunca la tuve, odié siempre la política. Jamás me mezclé con esa gente porque, para mí, la política tendría que ser me­tafísica, mística y arte. Yo recomiendo que se acabe con la po­lítica, que ahora es el cáncer de la sociedad porque ya no sig­nifica nada. Actualmente, un presidente no pinta gran cosa, encarna un viejo símbolo, pero detrás de él están las multina­cionales, los petroleros, etcétera. Podríamos vivir muy bien sin ellos, sin monigotes y sin cargos representativos. La gente está aprendiendo, porque los ve representados como guiñoles o imitados por humoristas en la televisión, y ya no se deja confundir.

Al mismo tiempo, usted dice que hay que cambiar el mundo...

Hay que cambiarlo, pero no desde la política. Cuando yo es­taba en Latinoamérica, escritores muy célebres me decían que me pronunciara, que tomara partido por la izquierda porque de lo contrario, me advertían, nunca tendría éxito literario. También me decían que si no me situaba en la izquierda me considerarían de la derecha. «¡Pronúnciate y tendrás éxito li­terario! ¡Es lo que hemos hecho los demás! Si no, nos tendrás como enemigos», me aclararon. No me puse de su lado por­que considero que el arte no es política, es la política la que debe convertirse en arte, pero no el artista en político.

¿Cuál sería la utopía para la época actual?

Para empezar, querría que todas las funciones humanas las realizara una pareja, comenzando por la escuela. Es mons­truoso que los hijos salgan de la pareja y vayan a ser educados por profesores, sólo un hombre o sólo una mujer, que es la ne­gación de la pareja. Las clases deberían darlas parejas de am­bos sexos, y los niños ser educados por un hombre y una mujer, de la misma forma que debería haber un Papa y una Papisa, un presidente y una presidenta, no necesariamente marido y mu­jer. Es lo que haría como primera medida política para la vida social: todas las actividades humanas tendrían que realizarse en parejas complementarias.

Vivimos alienados por un mundo que está a merced de la técnica, el mercado y el dinero. ¿Esto se debe al capitalismo o el problema está dentro de nosotros?

Si lo observas atentamente, lo que define al hombre o a los valores no es la cantidad, sino la calidad. La humanidad siem­pre ha sido calificada por sus valencias. Otra cosa es la gran masa, que es la que en el fondo dirige el mundo, porque los políticos necesitan de sus votos y tienen que engañarla para legitimarse. Nuestra labor es otra, es crear gente consciente. To­do lo que deseo para mí, lo deseo para los otros. Trabajar la conciencia, para después repartirla. Que la humanidad no se hunda en la catástrofe, porque entonces dominará la cantidad, y la masa tiene un nivel de conciencia escaso. Hay que elevar el nivel de conciencia: la multitud no representa al ser huma­no. En esta sociedad enferma surgen personas como anticuer­pos llamados a expandir la conciencia, pero ése es un trabajo que se debe hacer desde la escuela, desde la calle, desde el ar­te, desde cada palabra. Por eso hablo del arte para curar, y no de política.

Tampoco sirven de nada los entretenimientos que adorme­cen; bueno, quizá para soportar la vida, ¿no es cierto? Yo me divierto, me entretengo con las películas americanas como un enanito, que sirven para embotar el cerebro, pero todo ese pseudoarte no cambia la sociedad. Aunque, realmente, la so­ciedad no debe cambiar, debe mutar... Y, poco a poco, va mutando. Si tomaras a cualquier ser mediocre de hoy y lo trasla­daras a la Edad Media, sería un genio. Vamos cambiando, vamos mutando, pero la masa lo hace mucho más lentamente. La sociedad es como el cuerpo de una gallina: las patas de la gallina son duras e insensibles, el ojo es muy vivo, y hay seres que encarnan las células del ojo y otros que encarnan las célu­las de las patas, del ala o de su cloaca.

Aunque no todos los seres humanos tienen la misma fun­ción, la conciencia colectiva es totalmente necesaria. Hay, co­mo ya dije, diversos grados de conciencia, y eso es lo más im­portante: la mutación del grado de conciencia. Si tuviéramos otro nivel de conciencia la humanidad sería maravillosa. El problema es que el hombre de la calle tiene un nivel de con­ciencia animal, infantil y romántico, que le hace seguir apo­yando a quien no le favorece, sea la clase política, el ejército...

Desde la escuela y la televisión se hace una alabanza cons­tante a las guerras y al poder. Nuestra historia es la historia de las batallas y de las imposiciones. La vergüenza de la humani­dad. El ejército y la policía son elementos represivos que pare­cen imprescindibles, pero que bien podrían no existir. Yo pro­puse en Chile que el ejército cambiara su uniforme por un tutú y aprendiera antes que nada a bailar ballet clásico, y que después estudiara arreglos florales y jardinería para fertilizar nuestro desierto chileno y convertirlo así en un jardín.

III

El futuro es algo que ya está pasando entre nosotros. ¿Cómo ve el futuro de la especie, de esa humanidad de la que habla?

Estoy cansado de pesimismo, la raza humana siempre cambia cuando está en peligro de muerte. Cuando empiece a mo­rir gente por las calles, acabaremos con la polución y otras bar­baridades. Reaccionaremos por necesidad.

¿Nunca es tarde?

Nunca es tarde. Al mismo tiempo que se perfeccionan los teléfonos móviles, los coches, la genética, las armas, también se desarrollan otras muchas cosas que son buenas para la huma­nidad. El descubrimiento de la energía atómica implicó ha­llazgos beneficiosos para la medicina y la ciencia. El camino que ha tomado la genética nos parece ahora monstruoso, pe­ro es necesario porque estamos entrando en la vida. La clona­ción hay que descubrirla si queremos evolucionar y abandonar nuestro origen primate. En la alquimia una de las ideas de fuerza era el homúnculo: crear un ser humano. Tenemos que ser capaces de hacerlo. La idea de la depuración de la raza arruinó el deseo de que el hombre avance genéticamente, pe­ro tendremos que conseguir un cuerpo diferente ya que éste no responde a nuestros deseos espirituales.

Pero con la desaparición de culturas y especies, la destrucción de la Amazonia... el mundo no volverá a ser como fue.

Pero podemos recrearlo con la genética. Gracias a la gené­tica vamos a recuperar los animales que hemos exterminado. No hay que ponerse en contra de la ciencia. Para mí el avance científico es muy positivo. Como en la naturaleza: cuanto más progresamos en el mal, más lo hacemos en el bien.

¿Por qué se tiene ese miedo al futuro?

Mira, un animal tiene miedo porque se lo pueden comer en cualquier momento. Para que esta sociedad funcione y no cun­da el anarquismo, tiene que funcionar el miedo. Hay varios te­rrores: el terror económico (muy actual), el terror sexual (sida), el terror a la conciencia (cuando una sociedad empieza a pensar en la pena de muerte), el terror emocional (la guerra de sexos), etcétera. El terror es algo complejo: hace construir defensas y mantiene la sociedad sin cambios.

¿Cómo imagina el mundo dentro de algunos años? ¿Qué mutacio­nes le parecen posibles?

Yo creo que en el futuro se va a cambiar nuestro motor energético, nuestra energía. Los cambios de una sociedad son cambios de energía. ¡Estamos obligados a volar todos! Pero no a volar como las aves, sino a descubrir la fuerza antigravitatoria. No podemos concebir un futuro sin vencer la gravedad. Todo va a cambiar. Una ciudad es un lugar con raíces, y se van a acabar las ciudades. Viviremos en caparazones volantes. El cielo se poblará, y el suelo estará libre de calles, caminos, no usaremos gasolina... Vamos a volar sobre un jardín maravilloso poblado por todo tipo de animales. Vamos a vivir en libertad. Va a cambiar el espíritu, va a cambiar todo.

¿Cree que nos dirigimos hacia un mundo sin límites materiales, ha­cia una espiritualización?

Sí, y será un cambio paulatino. No habrá muebles, trabaja­remos con materiales inteligentes que se deshacen y recobran la forma, robots portátiles, ropa curativa, que nos podrá decir nuestra temperatura y nuestro estado en cada momento, ten­dremos casas pensantes que funcionarán solas. Todo eso ya es­tá desarrollado, pero se va a perfeccionar. Los combustibles fó­siles se acabarán: ya existen automóviles que funcionan con hidrógeno, gas, aire comprimido. La polución terminará. El di­nero evolucionará hacia algo inmaterial. Si tenemos una nueva energía gratis, todos vamos a disfrutar del ocio y de una vida lar­ga. Desarrollaremos las artes, la belleza. Hablaremos cantando quizá, como poetas. La telepatía, poquito a poquito, irá estableciéndose como lenguaje. Habrá un medio de comunicación instantáneo y universal. La pareja mejorará mucho y se hará consciente. No podrá ocurrir que, como ahora, unos coman y otros no, por tanto desaparecerá el hambre. El hombre común tendrá que hacer evolucionar su nivel. Somos gorilas, primates. Estamos en formación todavía, pero vamos a volar.

Aunque habrá muchas peleas y resistencias nacionalistas por conservar las pequeñas cosas llegará un momento en que todo eso acabe porque será inútil. ¿Cómo terminará? Gracias a los niños. Esos hijos de los nacionalismos estarán en un fu­turo comunicados con todo el mundo. Poco a poco, todas las nacionalidades se van a entremezclar. Los lenguajes se van a entremezclar. Nos espera un futuro maravilloso, tras pasar por enormes plagas necesarias para que no invadamos el planeta y no acabemos con las otras especies. Siempre habrá enferme­dades para equilibrar la población. Pero nos curaremos con la mente.

¿Están condenadas a desaparecer casi todas las especies que nos han acompañado en la evolución?

No. Las recrearemos. De una piel de tigre colgada en la pa­red sacaremos tigres.

Pero ¿serán reales o virtuales?

Reales.

¿Qué opinión le merecen los experimentos genéticos?

La genética es sagrada. No hay que oponerse a ella.

¿Cree entonces que un día podremos llegar a crear belleza, como el ala de una mariposa o una flor?

Claro, podemos coger un hueso o algo orgánico para re­crear al animal: en una célula está todo.

Recrear, pero no crear...

Bueno, se podrán mezclar animales y especies...

Por lo tanto, ¿la manipulación genética le parece una necesidad?

Me parece imprescindible. La conciencia nos ha sido en­tregada para que experimentemos.

¿Y la clonación?

Es absolutamente imprescindible y hay que experimentar a fondo. Durante una época no se avanzó a causa de prejuicios religiosos, y ahora no se avanza a causa de prejuicios científi­cos, económicos, políticos... ¡Tenemos que continuar!

Hay quien piensa que la clonación puede vulnerar derechos fun­damentales de la persona.

¿Por qué, si la persona quiere?

Hablo desde el punto de vista del que nace clonado. Se podrían crear cien copias de un humano y destinarlas a trasplantes de órganos o a la esclavitud.

Goethe escribió Werther y se suicidaron dos mil jóvenes, y hubo quien dijo: «¿Por qué tenía que escribirlo? No se deben escribir esas cosas». Así surge la censura, derivando de suposi­ciones de este tipo. Pero, siguiendo el mismo razonamiento, también deberíamos quemar la Biblia, porque ha producido más muertes que la bomba atómica. O todos los textos budis­tas, porque hay quien se quema a lo bonzo. Todo tiene un pe­ligro, siempre. Pero porque exista ese peligro no vamos a im­pedir que las cosas sigan su curso. Al igual que existe el peligro de crear ejércitos de zombies, también existe la posibilidad de hacer una nueva humanidad superdotada, con larga vida: una mutación de la humanidad hacia algo infinitamente mejor de lo que somos ahora. Ése es el camino.

No obstante, si analizamos la historia, cuando se ha intentado me­jorar la especie se han producido fenómenos tan graves como por ejemplo el nazismo.

Pero en ese caso eran intentos de selección racial con fines de dominio. No era genética, no se trabajaba sobre el feto ni sobre la célula, ni nada por el estilo. Eran sueños de la época, movidos por el deseo de una raza superior que dominara a las otras razas. Pero de lo que yo hablo es de una humanidad superior, no de una raza superior. De ahí que sea admitida la ge­nética. ¿Ves cómo hay barreras que nos impiden llegar a la ver­dad? Nos quedamos clavados en la idea de que la genética tiene el riesgo de traer un nuevo führer. Cambiemos el con­cepto: creemos una humanidad superior, y entonces aceptare­mos la genética.

¿Cree que en un futuro habrá un mundo virtual, como se está di­bujando en Internet?

No. La raíz de lo virtual es lo real. Por esto, siempre, el mun­do virtual se disolverá en el real.

¿Cree que las religiones, tal y como las entendemos, serán cosa del pasado?

Claro, un fenómeno histórico, un fósil. Habrá místicos, pe­ro las viejas creencias serán ya fósiles. Cuando veo películas con sacerdotes, me río mucho: los curas son como un verda­dero carnaval, los rabinos son como un desfile de locos, los tibetanos, los Hare Krishna, todos disfrazados como travestíes. Un religioso no necesita llevar uniforme.

¿Habrá nuevas Iglesias?

Iglesias no sé, pero habrá grandes salones de baile. Todos esos lugares se reconvertirán en lugares de fiesta.

¿Cómo cree que se desarrollará el arte?

Lo estamos viendo ya. Con los nuevos medios nace el arte polivalente. Es decir, ahora estamos acostumbrados a leer un poema, a admirar una escultura o una pintura, a acudir a una función de teatro... En una maquinita lo tendrás todo: litera­tura, música, voces, imágenes, tendrás una tercera dimen­sión... El arte total.

¿Cómo evolucionará nuestro sentido del tiempo?

Como viviremos mucho más, cuando tengamos tres mil años de vida será un placer estar viejo, porque estar viejo es es­tar en medio del cosmos y del universo. Vamos a sentir el uni­verso. Es un regalo divino que nos da la vida. Estar vivo es un regalo inimaginable. Tenemos que ir trabajando para mejorar esta maravilla.

En el universo de sus cómics está muy presente la vida extraterrestre. ¿A qué se debe?

Está presente porque existe. Como lo están también los problemas metafísicos, la política, como lo está todo. ¿Por qué en un cómic no va a poder estar todo? Lo peor que hay son los géneros: el teatro cómico, el teatro dramático, el melodrama... No creo en eso.

No hay un planeta ni un sistema planetario: hay un cosmos, un universo que está presente en cada segundo.

¿Cree que puede haber una civilización más avanzada en algún lu­gar del universo?

Claro, es completamente creíble. ¿Por qué vamos a pensar que somos los únicos seres que existen? La solución del fenó­meno de la conciencia tenemos que buscarla en todo el uni­verso concebido como unidad. Y así como hay conocimiento y vida en un lugar, podría haberlo en otro. Podría ser una forma de vida diferente a la nuestra, incluso incomprensible.


 

El arte de sanar

El organismo, según usted, es un sumidero de problemas no resuel­tos.

Claro, porque cuando tú no quieres hacerte consciente de lo que tienes, el cuerpo lo transforma en enfermedad. Todo se­creto tiende a aparecer de la misma manera que tiende a ma­nifestarse lo oculto. La naturaleza quiere que estés sano y que te realices, y cuando te reprimes, reprimes algo de ti que aca­ba saliendo por algún lado.

¿De dónde vienen las adicciones que flagelan nuestras sociedades?

De carencias de la infancia, que las personas intentan com­pensar de ese modo. El alcoholismo se produce generalmente por falta de leche materna. Y la adicción a la heroína suele de­berse a la falta de ser, a la ausencia de reconocimiento, para así lograr llenar el vacío de no ser amado.

¿La locura existe o es un invento de la policía, como diría Topor?

Sí existe. Necesitamos sueño y realidad. Hay un momento en que se borra la individualidad, y entonces el cerebro fun­ciona sin control, y llegamos a la locura. El cerebro es un universo en constante expansión y movimiento. Vamos en una cárcel racional que navega dentro de un loco.

¿Cuál cree que es la enfermedad más extendida?

El sufrimiento emocional. La civilización nos predispone a ello.

Usted ha asistido a muchas operaciones en las que los chamanes cu­ran a la gente. ¿Qué hay de realidad y qué hay de montaje en las cu­raciones de los primitivos?

Es lo que yo llamo «trampa sagrada». El chamán realiza ac­tos teatrales, imita poderes, e imitando poderes produce el efecto, porque abre las puertas de esa cosa misteriosa que so­mos nosotros.

Dudó siempre de lo que veía en ese tipo de rituales, pero luego le dio otro sentido, más bien metafórico, que integraría más adelante en sus terapias.

Yo partía de no creer en nada. No es que dudara, es que no quería creer en aquello. El paso positivo que di ante aquellas prácticas fue eliminar el creer y el no creer, me quité estas dos actitudes de encima. Los científicos no creen, pero creen en no creer. Es un error. Hay que prescindir de prejuicios ante es­tos actos, experimentar tranquilamente y ver los resultados.

La manera de actuar del chamán es, en cualquier caso, metafórica.

Claro, porque el inconsciente procede con metáforas. Si, por ejemplo, a alguien que te ha hecho mucho daño le das una bola pintada de negro y le dices «Toma, éste es tu cáncer y no el mío, quédatelo», eso es una metáfora.

Pero el enfermo, más o menos, suele resistirse a ser curado.

No es que se resista más o menos, es que se resiste siempre, por una razón muy sencilla: la enfermedad, en sí misma, ya es una resistencia. Una resistencia al mensaje del inconsciente. Se está produciendo una prohibición y, en la medida en que te resistes a ella, creas una enfermedad.

Cuando leo el tarot lucho como si estuviera en un combate de artes marciales. Una pelea de karate con el consultante, que se resiste a ser ayudado. El tarot es un arte marcial que trata de darte vida, pero el consultante combate y se resiste.

Luchas con las defensas que pertenecen a cada nivel de conciencia. Pasar de un nivel de conciencia a otro es una ba­talla. La gente se defiende de ser curada porque ha sido mar­cada por una preparación genética, sociocultural y familiar que le otorga una identidad. La gente enferma está pidiendo algo, quiere que la amen. Para poder ayudarla tienes que lu­char para que acepte que nunca va a obtener lo que no le die­ron en la infancia.

Paradójicamente, y al mismo tiempo, el enfermo pide la curación.

En realidad, el enfermo pide la curación para que se le va­ya el dolor, no la enfermedad. Está pidiendo una aspirina me­tafísica. Quiere que desaparezca el síntoma, pero se resiste a querer ver la esencia que produce esa enfermedad. No la quie­re ver porque perder la identidad es lo que más tememos.

¿Es como el miedo a la muerte?

No. Es mucho más que el miedo a la muerte. El cerebro no concibe el miedo a la muerte, pero sí el miedo a perder la identidad, que es su equivalente. La persona que pierde la me­moria se puede decir que es un muerto vivo, que tiene que re­comenzar una nueva vida.

Sin decorado primitivo de fondo ni superstición, ¿qué queda de las ceremonias de curación realizadas por los chamanes?

No es sólo una cuestión de decorado primitivo. No somos primitivos. Cuando estuve en la India, con motivo del rodaje de mi película Tusk (1978), busqué un maestro. Me encontré con uno que salía del hotel y que estaba gordísimo, se había enriquecido y había engordado, se había occidentalizado de una manera grotesca. Otro día vi un desfile de sadhus, los hombres santos de la India, protestando porque el precio de la marihuana había subido: estaban todos drogados. Las muje­res vendían sus saris de seda y los compraban de nailon. Etcé­tera. Estos pueblos primitivos quieren venir aquí, eso explica la invasión de chamanes de todo tipo que arriban a nuestras ciu­dades. Todos los que vienen a salvar el mundo quieren entrar en la civilización, y lo que les atrae es, sobre todo, el dinero. Eso es lo que les llama la atención de Occidente. Es ridículo que nosotros, que hemos salido de la mentalidad primitiva, que hemos llegado a la mentalidad racional, volvamos a buscar secretos en lo primitivo. No podemos volver atrás. Debemos to­mar ese conocimiento, aplicarlo a nuestra mente racional e ir más lejos todavía.

Pero hay quien se va a la selva en busca de ritos, chamanes y refe­rencias que aquí hemos olvidado...

La moda del neochamanismo es ridícula. Es bueno visitar otros pueblos para aprender técnicas que hemos perdido, pe­ro no para imitarlos o reproducir sus supersticiones, sus dioses o sus ritos, que no nos sirven. Es absurdo. Nosotros no seremos nunca pieles rojas ni indios del Amazonas aunque nos lo propongamos. El libro de Antonin Artaud Los tarahumaras es la­mentable, en cuanto que habla de ese pueblo con mirada de turista. Se tiende a idealizar a los antiguos. No eran mejores que nosotros, aunque el pueblo y el folklore siempre hayan conservado restos de un conocimiento difunto que, por otra parte, no podemos emplear. La actitud tradicionalista no es útil para nosotros.

¿En qué consiste la psicomagia?

La psicomagia consiste en dar consejos para solucionar pro­blemas, aplicando de forma no supersticiosa las técnicas de la magia. Los elementos con los que se cuenta son toda clase de actos simbólicos que puedan ser propuestos a una persona.

Lo primero de lo que tenemos que ser conscientes es de que cuando una persona tiene un problema hay que introdu­cirla en su problema, para que sea consciente de él. Hay que llevarla al límite de su problema, no apartarla enseguida de él, sino enfrentarla a sus miedos. Una vez superados éstos, la an­gustia desaparece y la persona puede remontar. Si uno tiene miedo de algo, hay que enfrentarle a ese miedo. Esto no es al­go original: hay que poner a la persona frente a su angustia. A partir de ahí, hay métodos concretos para ayudarla. En el caso de que una persona haya sufrido toda su vida, lo único que puede hacerse es dejarla morir y que renazca de nuevo. Esto se hace metafóricamente, por ejemplo cambiándole el nombre y haciéndole una tarjeta de visita nueva.

La psicomagia depende de soluciones creativas muy simples en las que yo no tengo ningún límite. Son cosas no agresivas, cosas benignas, jamás destructivas. Por ejemplo, si enterramos algo debemos plantar algo. La creatividad no debe verse desde el lado del mal o como una posibilidad de hacer mal, ¿com­prendes? Porque la creatividad desde el mal se convierte en destructibilidad. Y la destructibilidad no es interesante.

¿La psicomagia puede aplicársela uno mismo o hace falta un maestro?

Por supuesto que puede aplicársela uno mismo. Yo lo hago continuamente. Tengo fetiches propios y sagrados, y también cómicos. Me he creado un altarcito, reflejos condicionados.

¿Qué características tiene que tener un hombre para curar a otro?

No se cura a otro, se ayuda a otro a curarse. El que quiere curar a otro es un vanidoso. Ni siquiera el otro se cura. Dios lo cura. Yo creo que el motor de todo esto es la bondad. Cuando una persona desarrolla en sí el sentimiento de la bondad, ad­vierte los sentimientos del otro y hace lo que puede para sa­carlo del mal. Hay que ponerse en el lugar del otro y hacer lo posible para que el otro descubra cómo curarse. Para eso es necesario que el otro ascienda de nivel de conciencia y des­place su visión de las cosas. Todos nosotros percibimos la vida desde un punto de vista, más o menos variable, a una cierta al­tura. Cuando cambiamos ese punto de vista nuestra vida cambia.

¿El terapeuta debe dejar la moral de lado para curar?

Debe ser amoral, pero no inmoral. La inmoralidad revela una enfermedad. Ser amoral para el terapeuta significa no juz­gar. Como un médico: si un asesino tiene una herida, el ciru­jano le ayuda y le cose la herida. De la misma manera debe ac­tuar el terapeuta. Tiene que dejar de lado los prejuicios, y más aún un terapeuta psicológico.

Un cierto desinterés personal y distancia ¿son imprescindibles para curar?

Habría que precisar qué entendemos por «desinterés». Es­tá bien no querer nada de la persona, pero eso significa tam­bién cierto cinismo e indiferencia. El terapeuta tiene interés en curar a la persona, y precisamente ese interés hace que sea desinteresado. Hablo de los terapeutas que no buscan ganar dinero ni timar a la gente, como hacen ciertos adivinos. Hay otro tipo de interés, que se manifiesta cuando el psicoterapeuta tiene complejo frente al consultante y quiere convertir­se en un soporte para los enfermos, reforzar su ego o explotar su interés narcisista. Otras veces se dan intereses políticos o so­ciales. Conocí a una psicoanalista que destruía sistemática­mente las parejas que se le acercaban porque odiaba al hombre. También está el interés de ser amado. O el más simple: in­tentar hacerse amigo del paciente, pero esto hay que dejarlo de lado para poder curar.

Usted suele decir que curar es todo menos un juego surrealista... pe­ro en sus recetas de psicomagia hay mucho de juego y hasta de humor.

Hay algo de humor, pero lo que ocurre es que en el mo­mento que hacemos algo que nunca hemos hecho, ya estamos en el camino de la curación. Hay que romper las rutinas. Co­mo hablamos del lenguaje del inconsciente o de los sueños, es­tos actos pueden resultar extraños en apariencia. Es el camino contrario al seguido por Freud con el psicoanálisis y los sue­ños. El psicoanálisis anota los sueños y los interpreta a la luz de la razón, va de lo inconsciente a lo racional. Yo voy al revés: to­mo lo racional y lo vuelco al lenguaje de los sueños, introdu­ciendo los sueños en el lenguaje de la realidad. Los actos psicomágicos equivalen a construir sueños en la realidad. Si estas cosas no suceden, hay que hacer que sucedan. La realidad bus­ca la liberación onírica, y hay que hacer que pase algo para que alguien se cure. Todo lo que sale de lo racional hace reír o espanta. Risa o espanto son sólo reacciones para salirse de lo común.

La verdad es que la psicomagia se ha hecho popular. ¿Cómo se lo toma?

Encuentro por la calle muchos actos de psicomagia que no he dado yo. (Risas.) Es cierto que se está utilizando mucho. Al principio fui muy discreto. Estuve durante años dando conse­jos y anotándolos. Luego vino Gilles Farcet, e hicimos el libro Psicomagia, que él tardó cuatro años en preparar, mientras yo seguía trabajando. Cuando el libro salió en Francia tuvo un gran éxito y se tradujo al castellano y al italiano. La gente se puso a buscarme, y entonces pude hacer experimentos. Du­rante un año recibí, cada día, a dos personas en mi casa para tratar de elaborar las leyes de la psicomagia, pensé que era par­te de mi creatividad y que, antes de que yo muriese, tenía que poder enseñársela a mi hijo Cristóbal, a mi mujer Marianne y luego a unos cuantos terapeutas. Continúo formando gente, pero el proceso es muy lento. Se necesitan, al menos, cuatro o cinco años de experiencia y mucha actividad artística.

La diferencia fundamental de esta terapia con el psicoaná­lisis es que éste fue creado por gente que procedía de la uni­versidad y de la ciencia, mientras que yo he creado una técni­ca que viene del arte. Yo digo que un científico no puede ser terapeuta. La curación es obra de artistas y poetas. Si no, no puedes curar.

Trabaja con el cuerpo a fondo, pero teniendo en cuenta la existen­cia de un cuerpo fantasma, sobre el cual usted ha investigado mucho.

Yo empecé a estudiar las religiones, el tantra, el yoga, la al­quimia, el zen, la medicina china, la Cábala. Me di cuenta de que cada cultura crea una biología imaginaria que funciona. Por ejemplo, estudié que el chakra muladhara, que está entre el sexo y el ano, es como una flor de cuatro pétalos que tiene en el centro un elefante con la trompa izada. En un primer momento pensé: «Verdaderamente no siento que tenga nin­guna flor entre el pene y el ano». Pero cuando fui a la India decidí montar en elefante, para ver qué era eso. Y entonces su­pe por qué decían eso de aquel chakra: cuando montas en ele­fante sientes la fuerza de la naturaleza. El elefante avanza como un giroscopio, no se inclina ni a la derecha ni a la izquierda, va como una barca en un mar calmo. Es como una fuerza mo­numental de la tierra que la sientes entre las piernas. Entonces me di cuenta de que esas flores y ese elefante son metafóricos, hay que comprenderlo en su sentido cultural; son localizaciones que se ubican en el cuerpo, pero son imaginarias.

A mucha gente le digo que si quiere aprender masaje do-in, no presione con el pulgar el cuerpo buscando míticos meri­dianos. Yo le enseño en una hora a empujar con el pulgar todo el cuerpo de la persona, y los pacientes sanan. Chakras y meridianos son biologías imaginarias. El cuerpo es un todo. Me interesé por la biología imaginaria porque comprobé que, cuando imaginas tu cuerpo, lo estás creando. Castaneda tiene una biología imaginaria fuerte, con el punto de ensamblaje y todo eso, que viene del esoterismo europeo, el aura y demás. También estudié los cuerpos mutilados, los llamados «miem­bros fantasma».

¿Qué consejos daría para perder los miedos que padecemos?

Cada caso es distinto, pero siempre he dicho que hay que manifestarlos de una forma psicomágica. Hay que descubrir qué te da miedo y hacerlo. Si una persona teme morir, le hago pasar por un funeral, la entierro simbólicamente. A quien te­me ser pobre le envío a otra ciudad a mendigar durante un día. Les hago colocarse en el límite de lo que temen. Enfren­tarse a ello.

Georg Groddeck dijo algo que me gustó mucho: «Tienes miedo a lo que deseas». Si una persona tiene miedo a ser ho­mosexual, le mando vestido de travestí a un bar de homose­xuales. Para vencer al miedo, hay que dejarlo entrar en tu vida de forma concreta.

¿La medicina del futuro contemplará asignaturas como la psicomagia, el teatro o el psicochamanismo?

La medicina del futuro tendrá que integrar todo esto, aun­que ya está haciéndolo. Yo tengo muchos alumnos del doctor Hamer, que han creado la biopsicogenealogía, que para mí es un delirio, pero que poco a poco se hace evidente.

Y mi amigo Jean-Claude Lapraz, médico fitoterapeuta, me envió durante dos años a sus pacientes para que yo viera si exis­tían problemas psicológicos. Entre los dos llegamos a un prin­cipio de acuerdo que decía: «No presupongamos que todas las enfermedades son psicológicas, pero vamos a observar qué hay de psicológico en las enfermedades». Estudiamos los sucesos psíquicos en su relación con los corporales y, al mismo tiempo, los dos hacíamos nuestro trabajo.

Los médicos de hoy en día... ¿ejercen un poco de psicochamanes?

¡Pero si para la gran mayoría de ellos tú eres un número y no tienes nada que decir! Hay que reformar radicalmente el estado de la medicina: desde los hospitales hasta los hábitos. Enfermeras, médicos, no saben tratar al enfermo, piensan que al enfermo hay que tratarlo de forma cruel e impersonal, y eso no funciona. Ellos curan máquinas.

Lo fundamental en la curación es que la persona se expre­se y hable. Notas, cuando curas a alguien, que se produce un cambio en la persona que ha sido escuchada. Para curar tienes que saber quién es el paciente y en qué terreno se desarrolló su enfermedad y su carácter. Para saber quién es, es impres­cindible desarrollar su árbol genealógico por lo menos hasta los bisabuelos. Pero nada de esto se aplica hoy en la medicina convencional.

¿Qué opina sobre el suicidio?

Si tienes una enfermedad grave, incurable, el suicidio es una opción posible. La gente tiene derecho a terminar con su vida. La vida no es prolongar una agonía. La medicina actual prolonga el dolor, y eso es terrible.

¿Cómo ve la forma en que nuestra sociedad afronta la muerte?

Es una monstruosidad cómo se nace y cómo se muere. Así no se debería venir al mundo, habría que recuperar el nacer y morir en el hogar.


 

Entender la vida

La vida entera ¿no es acaso un milagro?

Es rica. Si tú observas atentamente un prado, te das cuenta de que cada planta es de un verde diferente, cada mariquita es distinta de otra. Muchos conocemos la anécdota de ese hom­bre que fotografió los copos de nieve y descubrió que cada uno era diferente: miles de millones de copos, cada cual con su for­ma. Es decir, todo es variedad, diferencia. Pero, al mismo tiem­po, todo está comunicado, estamos unidos por secretos hilos. La vida es una creación milagrosa. Toda la realidad es una pu­ra unión de hilos mentales, emocionales...

Hay que andar de puntillas, ligeramente, sobre el mundo sin pa­decer la realidad...

Los pasos son importantes. Todo el ser se refleja en la plan­ta de los pies, adonde llegan todas tus terminaciones. Los pa­sos nos definen. Los seres amados, los perros y los gatos, por ejemplo, conocen nuestros pasos. Pero hay gente que vive muy encerrada en su mente y se despreocupa de sus pasos, como si la tierra fuera realmente sucia y pudiera mancharle los pies.

Cuando me fui de Chile yo tenía 23 años, a mi vuelta tenía 63. Las calles estaban llenas de recuerdos, de emotividad; allí estaba toda mi adolescencia, llena de poesía. Andaba sobre las aceras acariciándolas con las suelas de los zapatos. Los actos hacia los otros deben ser tan delicados como los pasos que da­mos en un terreno que es parte nuestra.

¿Qué significa «no padecer» la realidad?

La persona que no controla su territorio no controla su existencia. Si uno no es consciente se deja llevar, no sólo exteriormente sino también con los pensamientos que le asaltan. Es muy vulnerable a deseos y sentimientos. Por ejemplo, vives tranquilo con tu mujer y, ¡catástrofe!, de repente pierdes el control porque te has enamorado de otra. No hay que sufrir la realidad, hay que navegar sobre ella, superar vientos y tempes­tades. En medio de los golpes del mar y los signos, hay que avanzar tranquilamente y mirar hacia el puerto a donde vas.

En Nueva York, cuando estaba montando mi película La montaña sagrada, tuve problemas de todo tipo y empapaba con mi sudor seis o siete camisetas cada noche. Fui a ver a un sabio chino que me habían recomendado. Era poeta, gran maestro de tai-chi y médico. Nada más verme, me dijo: «¿Cuál es su finalidad en la vida?». Yo me quedé traspuesto, sin respuesta. Él prosiguió: «Si usted no me cuenta cuál es su finalidad en la vi­da, yo no le puedo curar». Entonces entendí que si un barco atraviesa la vida sin finalidad no llega a ningún puerto. Lo que permite que la vida no nos devore es tener una finalidad. Cuanto más alta sea, más lejos nos llevará.

Como místico no tengo más que una finalidad: conocer a Dios. No el Dios del que se habla por todas partes, sino de esa cosa increíble que mueve el universo. Más allá todavía: disol­verme tranquilamente en él. Ésa es mi finalidad y, para ello, no hace falta ser un gurú, ni un iluminado ni otro monigote por el estilo.

¿Debemos actuar en la vida como en un gran sueño?

Como en un sueño lúcido, no como en una pesadilla. Y cuanto más lúcido es un sueño menos sueño es. Pasar el río es pasar la vida. Plena felicidad a pesar del pleno sufrimiento. A mí las guerras no me gustan. He pasado por muchas: empecé con la mundial... No soy de los que creen que el ser humano deba angustiarse.

Pero el hecho es que vivimos llenos de angustia...

Recuerda que María y Zacarías ven un ángel y que, por dos veces, el ángel les dice que no teman. Estaba escribiendo Los Evangelios para sanar y me vino esta escena a la cabeza. Yo creo que el ángel les quita el miedo. El primer paso para entrar en la conciencia divina y cósmica es perder el miedo. ¿Por qué? Porque la esencia de los animales es tener miedo, y ello nos li­mita. Nuestro cuerpo tiene miedo a ser comido. Esto es lo pri­mero y más básico. Películas como Alien o Tiburón se dirigen a ese fondo primitivo: ser devorado o no tener que comer.

El miedo, por otra parte, es útil. Si los niños no aprendie­ran que no tienen que quemarse, morirían todos. El miedo preserva la vida, sin él no vivimos, pero en cambio el pánico es otra cosa. La angustia es el miedo a lo desconocido. Cuando no sabes de qué tienes miedo, entonces se produce angustia. Lo esencial no es tanto librarse del miedo como no dejarse do­minar por el pánico.

Dice que el amor crece en la medida en que la crítica decrece. ¿Có­mo debemos actuar frente a los defectos de los demás?

El enemigo del amor es la crítica al otro. Si alguien te criti­ca es porque no te ama. Hay que aceptar al otro tal como es. Ahora bien, criticar es una cosa y el juicio objetivo es otra. En­juiciar es malo, pero saber qué le sucede a los demás es bueno. Hay que decir al otro: «Yo no te critico porque te quiero, pero veo tus límites y me gustaría hacerte consciente de ellos para que tú hagas lo que quieras». Eso no es crítica.

Suele decir que «Lo que das te lo das, lo que no das te lo quitas»...

Y eso quiere decir que lo que haces al mundo te lo haces a ti mismo, y lo que no le das al mundo te lo quitas. Si yo guar­do el conocimiento, me lo quito. Yo tuve un maestro, un al­quimista, que tenía 110 años y se ahorcó con un alambre en su cuarto. Tenía un conocimiento enciclopédico y monumental pero lo daba en pequeñas frases... ¿Para qué le sirvió acumular tanto conocimiento? ¡Se suicidó!

El conocimiento se recibe y se da. Cuando das el conoci­miento te enriqueces. Si no das amor te lo estás quitando a ti mismo. Si yo comienzo a ayudar a la gente, si empiezo a sanar a la gente, me empiezo a curar, ¿comprendes? Para ser tera­peuta hay que estar enfermo. Lo primero que hay que hacer para curarse uno mismo es curar a la gente. El mundo eres tú y soy yo. El mundo no es nuestro, es lo que somos. Yo no quie­ro andar con los pies sucios. ¿Por qué tengo que andar por te­rrenos contaminados o entre árboles que se están muriendo? Esto que padecemos nos lo estamos haciendo a nosotros mis­mos: si envenenamos la atmósfera atacamos nuestros pulmo­nes. Si ingiero tóxicos como nicotina o alcohol estoy contami­nando mi sangre, pero como la sangre es de todos -mi sangre no es mía- estoy envenenando a la humanidad.

Tengo otra frase más: «No quiero nada para mí que no sea para los otros».

Ha escrito que para transformarse hay que dar y no pedir, que es muy distinto.

Para transformarse hay que dar, pero para transformarse también hay que aprender. Uno se cierra y no admite el amor del otro, el cariño ni la ayuda del otro. El verdadero salto es aprender a recibir, que es tan difícil como aprender a dar. Y también hay que aprender a pedir lo que uno necesita: justi­cia es darse a sí mismo lo que uno merece. Por eso en los evangelios se dice: «Llamad y se os abrirá». Si yo pido una larga vida es porque tengo derecho a pedirla. Si yo pido que se utilice otra energía diferente a la del petróleo es porque ten­go derecho a pedirlo, como que se limpien los ríos o que ce­sen las guerras o que las fortunas no se acumulen en unos paí­ses mientras otros pasan miserias. Tengo derecho a pedir que circulen las fortunas por todo el planeta. Tenemos que apren­der a pedir lo que es justo, y a no pedir lo que no es necesa­rio pedir.

¿Y la gente que no pide...?

Un santo que no pide nada es un santo que vive encerrado en sí mismo y que deja pasar el mundo... Es una decisión in­dividual, pero es necesario tener a quién transmitir tus cono­cimientos. Hace un momento te mencioné a mi maestro al­quimista, que poseía una sabiduría increíble y que me revelaba los secretos con cuentagotas. Había sido prestidigi­tador, un hombre famoso... Había puesto todo su dinero en el banco y, por un error económico de la inflación, lo perdió y no sabía de qué vivir. Y, entonces, se colgó de un alambre. Se ahorcó por no haber compartido con los demás. Yo tuve una crisis profunda cuando lo supe y me interrogué por el final de aquel hombre. Aprendí algo: la sabiduría que no das, la pier­des. A la muerte de ese hombre, con la reacción que me pro­dujo, comencé con mi Cabaret Místico, lugar donde podía en­señar a los demás todo lo que yo aprendía a lo largo de la semana. A veces me robaban ideas, pero eso no importa. Hay gente que dice que hizo cosas que yo inventé. Me da igual.

Una vez, este mismo maestro centenario y con cuerpo de adolescente, me contó que había estudiado artes marciales. «Yo también», le contesté. Estábamos en Notre Dame, y me di­jo: «Atácame». Yo me puse en posición de combate y él movió su mano izquierda de una forma tan increíblemente bella que mientras la miraba fascinado me dio una gran bofetada: «La belleza es el arma más peligrosa», me advirtió. Yo tardé mucho tiempo en comprenderlo. Utilizó una práctica secreta china que consiste en dibujar con la mano una culebra que distrae al enemigo. Y así es la belleza. El arma más terrible.

El arma más poderosa del ser humano es la imaginación. ¿De dón­de viene la imaginación?

La imaginación es un juego de construcción que tenemos. Por diversos caminos vamos adquiriendo materiales: palabras, emociones, deseos, necesidades, sensaciones, percepciones. Todos estos materiales los organizamos con nuestra conciencia racional, de la manera en que hemos aprendido. Aunque sea­mos primitivos en el proceso de identidad y en conocer nues­tras propias posibilidades, los organizamos. En el cerebro, to­das estas piezas se acumulan y se pueden mezclar y ordenar con formas diferentes, como en el juguete Lego. En este pro­ceso no contamos solamente con lo que nos viene dado de fue­ra, adquirido, sino con lo que se encuentra, misteriosamente, en nuestro cerebro; lo que llamamos inconsciente. La imagi­nación es crear con estos materiales. Cuando lees, estás ima­ginando mucho más de lo que estás leyendo. La imaginación es un lenguaje más rico que el limitado lenguaje oral... La ima­ginación supera los límites racionales. Existe una imaginación visual, táctil, olfativa, bucal, auditiva, emocional, sexual o inte­lectual. Una imaginación emocional que desarrolla tus senti­mientos hasta lo sublime o el crimen. Una imaginación sexual, como la del marqués de Sade; una imaginación material, co­mo la que tenía Marx, que veía el mundo a través de la eco­nomía. Yo, a la imaginación, la llamo creatividad. La base de la vida. Si padecemos es por falta de imaginación, por falta de creatividad.

Después de todo, ¿tenemos algo que perdonar a la vida?

(Sonriendo.) Tu pregunta es simpática, porque hace de la vi­da un objeto y de ti un sujeto que está fuera de ella y que, además, la juzga. ¡Nosotros no somos monigotes fuera de la vida! Para perdonar a la vida tendríamos primero que perdo­narnos a nosotros mismos. Y nosotros tendríamos que ser cul­pables de algo y no lo somos. No hay culpa. Ni siquiera existe un criminal que sea culpable él solo: todo crimen individual es producto de la familia, la sociedad y la historia.

Yo hablaba en términos de resentimiento hacia la vida.

Hay que perder los resentimientos: es el gran trabajo de re­solver la rabia y los rencores. Estamos llenos de rencores y frus­traciones por amor no obtenido. La enfermedad es falta de amor.

¿Y contra la falta de amor?

La creatividad.

¿Podemos aprender a ser creativos?

Por supuesto, inmediatamente te daré un curso.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Curso acelerado de creatividad


 

 

Introducción

Cuando hablo de creatividad me estoy refiriendo a un cam­bio total en nosotros mismos. Si nunca he querido reflexionar en voz alta sobre este asunto es porque lo que se va a escuchar es muy extraño. Sin creatividad, el mundo marcha muy mal. Estoy seguro de que la mayor parte de las enfermedades provienen de la falta de creatividad y de que los problemas socia­les que tenemos en el mundo se deben a esta carencia. La crea­tividad mal comprendida provoca la guerra y los crímenes.

Para trabajar con la creatividad hay que ser críticos con uno mismo y con todo lo que representamos. Cuando miro a una persona, puedo ver en qué estado se encuentra su cuerpo. También puedo ver sus tensiones mentales, cómo su espíritu está replegado. En otros, percibo las dudas que tienen sobre sí mismos o bien oteo la educación recibida como una pesada costra, ya que los han educado desde la racionalidad. Otros bailan todo el tiempo con las cosas del pasado. Cuando miro, no lo hago con una mirada crítica sino con una mirada creati­va. Si leo el tarot a alguien veo a la persona íntegramente, por­que prescindo de mis límites para ello. Esto es sólo un ejemplo de creatividad.

Quiero explicar qué es la creatividad en su conjunto y por qué la creatividad es tan rara. La creatividad es tan extraña que con ella se puede llegar a ser Cristo, Buda, la Virgen o Atenea. La creatividad está relacionada con la religión y también con los mitos. A mí me ha salvado la vida. Por eso voy a introducir este curso contando cosas de mi pasado.

Os diré que nací en un barrio obrero, que mi padre tenía una tienda y era comerciante. Lo cuento en un libro que se lla­ma La danza de la realidad. Vine a parar a un mundo muy limi­tado y pensé que la creatividad era la única llave que tenía. Lo cierto es que me gustaba estudiar, era un buen estudiante, pe­ro me aburría un poco. Como mis tíos, a los que detestaba, eran universitarios, abandoné la universidad. Entonces me di­je a mí mismo: «La única llave que puede salvar mi vida es la imaginación».

Pero ¿cómo se desarrolla la imaginación? En mi caso no re­sultó difícil. Yo había aprendido a leer a los 5 años y pasaba gran parte de mi tiempo entre libros: cuentos de hadas, histo­rias de todo tipo... Desarrollé la imaginación a través de la lec­tura. El imaginario formado a través de los libros es siempre un imaginario intelectual, pues pasa por las palabras. Pero la imaginación es mucho más que eso. La creatividad desborda las palabras.

Uno de los grandes enemigos para crear es la moral. Hay que ser amoral para desarrollar la imaginación. La moral nos aprisiona el imaginario. Hay que ser valientes y prescindir de esa muleta.

Historia del imaginario

El ser humano, desde el punto de vista histórico, comenzó por vivir encerrado en lo que era, en sí mismo. Después se dio cuenta de que podía dejar entrar dentro de sí elementos que no estaban en él, sino fuera de su cuerpo. ¡Nos pusieron en la naturaleza, y resulta que la naturaleza somos nosotros! Al prin­cipio, sin embargo, el mundo nos resultaba ajeno.

Por ejemplo, supongamos que soy un salvaje: sé que el mundo no soy yo, pero me doy cuenta de que hay árboles, vegetación, flores, musgo... Por medio de la brujería, un día in­corporo el árbol a mi persona. Creo un tótem vegetal. Estoy unido al árbol, al tótem. Cuando se planta un árbol, ese árbol soy yo; cuando se corta su tronco, yo muero. Cuando muero, depositan en mi boca semillas, y de ella crece otro árbol mara­villoso. De mi cadáver surge un árbol, luego soy una semilla. Incorporando los árboles, comienzo a labrar la tierra, porque me identifico con las plantas. Lo que está en la base de mi ima­ginación es el mundo vegetal, y esto se ha transmitido hasta hoy puesto que los fitoterapeutas utilizan las plantas para cu­rar. Hay que entrar en el espíritu de las plantas, pero a la in­versa, abriendo una puerta para que el espíritu de las plantas penetre en mí. Hasta que el espíritu de las plantas no haya pe­netrado en mí, no seré creativo.

Allí donde se termina el espíritu de las plantas está el Om Mani Padme Hum, o el diamante en el loto. Aquí se concentra toda la religión tibetana. Del pantano sale un loto en el que crece Buda- Toda la religión egipcia o budista se asienta en la incorporación de una planta. Porque ésta se abre al sol, ex­pande su perfume, se hace dios. Yo soy una planta que crece del lodo, que crece de mi inconsciente; crezco de la concien­cia, del conocimiento, y de mí sale el Ser de Luz. Todo esto tie­ne un remoto origen. La planta que incorporé en mí ha abier­to mis puertas. Hay un koan zen que dice: «Puerta abierta al norte, puerta abierta al sur, puerta abierta al este, puerta abier­ta al oeste»- Es la respuesta a lo que es el Buda. No se com­prende lo que eso quiere decir, pero al menos se comprende que algo se abre. La persona que no está iniciada en la creati­vidad se dedica a buscar, pero le va a costar mucho abrirse. Pa­ra ser creativo, hay que soltarse. Y así se entra en el zen, por­que la divisa esencial del zen es soltar amarras, liberarse.

Cuando la humanidad prosigue su avance, el hombre deja entrar al animal en él. Absorbe al animal: los insectos, las ra­nas, los tigres, los leones, los leopardos, las arañas... o sea, el tó­tem animal- Del tótem animal nacerán todos los dioses: Apolo es una rana, por ejemplo. En muchas culturas se lucen máscaras animales, de leopardos en México, de cocodrilos en África, e incluso el zodíaco está simbolizado por figuras de animal y aún hoy en día perdura la incorporación del tótem animal a nuestra vida cotidiana: utilizamos expresiones como «ser un rapaz» o «hacer la guerra como depredadores». Hemos incorporado al animal en nosotros.

Así es como al principio el ser humano produjo su creativi­dad. De cada cosa que incorpora, hace un dios. Con cada di­mensión incorporada, crece nuestro ser. Después de incorpo­rar al animal, el hombre se hace cazador; puede criar vacas, corderos... Si incorpora un tigre, puede cazar un tigre; si in­troduce un elefante, puede domar un elefante. De ahí proce­de el dios Ganesha en la India, con su cabeza de elefante. Pa­ra la cultura india la araña es Maya, la que teje el universo; y este universo es un sueño, un sueño tejido en forma de telara­ña. En el tarot podemos ver que el arcano 8 es la Justicia, y la Justicia es una descendiente de la araña. Todo ocho desciende de la araña: las ocho patas, el símbolo de infinito y otras refe­rencias.

Pero hay que ir más lejos. El hombre contempla los movi­mientos de la luna, los movimientos del sol; mirando las es­trellas incorpora los ritmos del cosmos. De ahí nacen la ley, la realeza; toda la organización de la sociedad nace de la incor­poración del ritmo cósmico. Por ejemplo, había un rey que en noches de luna llena hacía regalos a su pueblo y cuando la lu­na desaparecía era depuesto. Seguían la conducta de la luna. Se piensa por ciclos. La inclusión de los astros en la organiza­ción social persiste todavía. Somos regidos por un presidente, que simboliza el Sol, y por la mujer del presidente, que sim­boliza la Luna. El Papa es un símbolo solar; la Papisa es un sím­bolo lunar. La asimilación de los ritmos cósmicos es importan­te para nosotros. La iluminación se hace con referencia a esos ciclos. Se dice: «Voy a iluminarme, voy a convertirme en sol». Y brillamos como el sol. Es decir, que nuestro fin supremo es convertirnos en Sol (Amon-Ra), porque la luna refleja la luz del sol. Lo que significa que el yo tiene que ser como la luna, así de humilde, para reflejar en su totalidad la luz del sol. Cuando al sol se le dio una significación masculina, nuestra so­ciedad empezó a degenerar. En Alemania hay vestigios de una antigua civilización en la que la luna era masculina y el sol fe­menino. Son restos de una sociedad matriarcal en la que con­vertirse en sol significaba convertirse en mujer. Hoy significa­ría convertirse en hombre, inconscientemente hablando. Todo esto no quiere decir que debamos entender el sol como una representación papal o de otro tipo. En el fondo el sol es una especie de andrógino esencial.

Ya en el Siglo de las Luces, el hombre decide ser intelectual, puramente intelectual. Y la mecánica comienza a producir los aparatos: los motores a gas, los mecanismos o las máquinas que funcionan con energía manual, como los relojes. Y el hombre incorpora las máquinas. ¡Se imita la conducta de las máquinas! Ha llegado el pensamiento racional. Incluso aún hoy se tienen trazas de ese racionalismo del Siglo de las Luces. Cuando voy con un francés al cine, dice: «Pero eso no es lógico, no es po­sible». Si vamos a ver El resplandor, la película de Kubrick, cuan­do el protagonista se encierra y de pronto sale con un hacha, decimos: «Eso no es posible, no es lógico, ¿quién le ha abierto la puerta?». Como no nos parece posible, no parece aceptable. ¡Todo lo que no es lógico no nos vale! Esto que pongo como ejemplo trasluce la introducción de la máquina en nuestro imaginario, porque las máquinas son absoluta y totalmente ló­gicas. Tienen una finalidad muy clara, luego el hombre tiene que tener una finalidad nítida. El budismo, por el contrario, busca la iluminación sin finalidad. Estamos marcados por el ra­cionalismo. Ser racional es bueno, pero ser solamente racional es una lepra, es una peste, una enfermedad. Cuando la sexua­lidad tomó el camino de la racionalidad a través de la religión, por ejemplo, se produjo una catástrofe. Se creó una moral ra­cional que se ha extendido a toda la sociedad, y que es pro­fundamente destructiva. Al incorporar la racionalidad al sexo se crea un problema, que nos ha conducido más tarde, preci­samente, a romper la racionalidad.

Como reacción a esa enfermedad aparecieron Freud y los surrealistas. El surrealismo fue muy importante porque co­menzamos a identificarnos con los sueños, recuperamos el rei­no de los sueños, en tanto que es una parte de nosotros. An­tes, en Grecia, el sueño era de los dioses, no era para los humanos. Pero al incorporar el sueño, yo soy eso que sueño.

Todavía un paso más. Ahora, en el siglo XXI, tenemos orde­nadores. Ello supone un cambio total de nuestra mentalidad, porque en diez años hemos asumido todos los sistemas de la informática. Ahora una casa se puede mirar desde todos los la­dos. Sabes, con tu imaginario, que puedes entrar por la ventana, visitar un apartamento y salir. Podemos mirar a una perso­na con la mente, ir por todas sus venas y todo su cuerpo para llegar al lugar elegido. Quiero decir que se comienza a tener una actitud de ordenador. Ésa es la mutación que estamos su­friendo en estos momentos. Procesamos los datos de manera diferente. ¿Qué vendrá después? Bueno, he hecho un breve re­corrido histórico del imaginario.

Lo que quiero explicar es que, si miro mis zapatos, que son de una época racional, veo lo vegetal, zapatos como raíces. Veo lo animal, zapatos como cuero, la materia de la que están he­chos. Y también puedo vislumbrar adonde me llevan, los zapa­tos como objeto, y eso es racional. ¡Surrealista: veo que toda mi infancia está ahí dentro! Y en la época actual, los zapatos pue­den ser rojos, pueden ser verdes, amarillos; puedo cambiarles el color, puedo cambiar la forma; hay diez millones de zapatos que puedo tener en los pies enseguida. Soy libre para salir de mi prisión mental.

Desde nuestra celda

Comienzo esta parte del curso con la palabra «prisión». Espero que esto sea una clave para vosotros. Para mí esta refle­xión ha sido muy importante. Es la realidad en la que vivo. He aquí la historia: yo he nacido en un cuerpo limitado, me sien­to impotente. Todos tenemos cuatro elementos: el intelecto, lo emocional, lo sexual y lo corporal. Vivimos en las ideas, las emociones, los deseos y las necesidades. Estos cuatro elemen­tos están representados en los mandalas tibetanos, indios, hin­dúes, en la carta del tarot El Mundo, etc. Es una división en cuatro partes, con el quinto elemento en el centro. Éste es el verdadero recorrido a través de toda la historia del arte de la humanidad. En cada una de estas cuatro partes tenemos como guardianes a los dragones. Cada torre está firmemente prote­gida. Recordemos la imagen de los leones que guardan la puerta de un templo, o las gárgolas de Notre-Dame. Tenemos en el interior de nosotros unos guardianes excelentes, que nos mantienen limitados y muy vigilados. Mi intelecto está cerrado con llave, guardado; mis emociones, encofradas; mi sexualidad y mis necesidades, custodiadas. Todo está protegido, y precisa­mente esos carceleros que nosotros hemos creado son los que nos impiden ser creativos. Por eso lo que estoy diciendo es un poco revolucionario, porque para ser creativos hay que vencer a los guardianes y tirar las puertas, aunque no se les vea e in­cluso aunque no se les identifique. Son como la bruja mala que había que vencer en los cuentos de hadas; son el ogro, el miedo... Son nuestros custodios. Hemos sido formados por la historia de la humanidad, por el desarrollo del planeta, por la sociedad, por el país, por la familia. Todo eso vive en nosotros. Nuestros vigilantes son prehistóricos. Poco a poco se han hecho fuertes, se han encastillado. Nosotros necesitamos atacar a esos guardianes, librarnos de ellos, el problema es que cuando se los ataca, nos sentimos amenazados, desprotegidos, asoma el miedo.

El último límite que hay que vencer para ser creativo es el de los excrementos. Somos un cuerpo que expulsa materia en descomposición. La orina, la saliva, el esperma, las menstrua­ciones... Estamos hablando sólo del cuerpo. Una persona que tiene profundos guardianes en sus excreciones no puede ser creativa. En la medicina ayurvédica hay una escuela que utili­za la orina con fines medicinales. En México encontré un sa­nador que curaba con toda clase de excrementos de animales, y según él cada excremento tenía una capacidad medicinal di­ferente.

En la creatividad psicomágica, a veces, cuando las personas están bloqueadas, les hago pintar un cuadro con sus excre­mentos. Ese bloqueo suele tener su origen en la infancia, en casos de familias muy exigentes con la limpieza y que prohi­bían a los niños ensuciarse o comer con los dedos. Les prohibían ser libres.

Sed creativos

Si alguien quiere ser creativo, debe tratar de practicar el si­guiente ejercicio: uno se debe colocar sobre una superficie ab­sorbente, beber un litro o dos de agua, y después debe tratar de orinar haciendo un dibujo y que el agua deje una traza. Sea como sea, debemos tener en cuenta que para ser creativo el ni­ño sucio debe existir en nosotros. En la excreción no puede haber límites. Fui muy amigo de la pintora surrealista Leono­ra Carrington, que había sido compañera de Max Ernst. La co­nocí en México. Me contó que había sido también amante de Buñuel pero que, de repente, la abandonó. Entonces ella, el día que tenía la menstruación, puso sus manos en la sangre, y las imprimió por todo su apartamento. Fue su reacción creati­va, un acto de psicomagia en el que se utiliza la menstruación como un elemento de transformación. Yo he dado muchos ac­tos de psicomagia como ése. En la magia amorosa la sangre menstrual es muy utilizada. Las excreciones, en general, son usadas para toda clase de encantamientos. La magia muchas veces funciona a base de excreciones: las babas del sapo, de la serpiente, de las arañas... Todo lo que nos parece personal, co­mo la excreción, es utilizado creativamente.

Si se quiere ser generador no se debe tener ningún límite sexual, como ocurrió con el primer gran pionero de esto, el marqués de Sade. Por eso el surrealismo le adoptó: porque imaginó todo tipo de relaciones sexuales. Al leer Los 120 días de Sodoma, Sade se revela como un científico que investigaba todas las posibilidades del sexo sin límites. Puede ir de la an­tropofagia al crimen sádico, al incesto, llegar a todo. Para po­der despertar la creatividad, hay que tener una imaginación se­xual libre de toda moral, libre de toda imagen religiosa. Hay que liberarse. Un artista tiene necesidad de imaginar las más grandes aberraciones. Tenemos necesidad de desarrollar en nuestra mente todas las posibilidades.

Cuando alguien tiene imaginación, pero está desequilibra­do, puede asesinar a millones de judíos, como ocurrió con Hitler, o hacer que explote una bomba atómica. En ambos casos, se desarrolló el lado oscuro que habita en nosotros.

Uno de los más grandes guardianes que nos vigilan es el superego, que moldeado por nuestros padres, permanentemen­te nos dice: «Eso se hace, eso no se hace, eso está prohibido». Al superego hay que incorporarlo, dominarlo, pulverizarlo.

Un ser creativo tampoco tiene límites emocionales. Esto quiere decir que tenemos que ser conscientes de que uno pue­de matar, traicionar, ser goloso, vanidoso, avaro, colérico... Emocionalmente puedo y debo imaginar todo en mí. Puedo ser un santo, puedo ser quizá el mayor benefactor de la hu­manidad, y al mismo tiempo puedo ser un tipo que envenena las aguas para eliminar la vida. En mi imaginario emocional debo romper todos los límites, vencerlos.

Veamos ahora aspectos que se refieren a la creatividad y a lo mental. La primera cosa que debo vencer es el imperio de las palabras. Si estoy ahogado en las palabras no puedo ser creativo. Esto es lo que yo he hecho en mi interior: he visuali­zado todas las degeneraciones del mundo. Yo no soy un de­pravado, pero en el momento en que debo crear algo, tengo todos los elementos a mi disposición. Cuando veo a una per­sona, prescindo, como sabéis, de los límites. Por tanto, la persona puede decirme lo que le pasa: a mí no me va a sorpren­der. Una de las grandes barreras en la creatividad terapéutica es la sorpresa. Un terapeuta no puede sorprenderse, debe es­tar preparado para escucharlo todo, nada le sorprenderá ja­más porque él lo ha imaginado todo. Ahora bien, la extrañeza maravillosa es algo muy distinto a la sorpresa.

Decía que las palabras son la primera barrera -la más esen­cial- en la que estamos presos. Y eso sucede porque, general­mente, en nuestra civilización se relaciona a la persona con to­do lo que dice: «Yo soy lo que digo». Esta idea aún persiste, a pesar de que con el surrealismo, Freud, Lacan y otros, se rom­pió la idea de que se es lo que se dice. Y, sin embargo, pasamos todo el día contándonos cosas. La amistad «imbécil» es en­contrarse para decir cosas, no para hacer cosas. Nos decimos cosas cacareando como en un gallinero. Nos educamos ha­blando, no haciendo cosas. Por eso el refrán «Del dicho al he­cho hay mucho trecho». Nos pasamos la vida diciendo «Tú me has dicho eso», «Retira inmediatamente lo que has dicho». Es muy infantil, es el infantilismo de una educación verbal, don­de sólo las palabras significan algo. Y la creatividad en este es­tado es nula. Un mundo donde solamente hay palabras es un universo donde no hay creatividad. Las palabras resultan his­téricas cuando son tomadas como un lenguaje donde el obje­tivo son las mismas palabras. La creatividad se da fuera de las palabras. Cuando el poeta trabaja esencialmente con palabras, entonces éstas explotan. Son dispersadas, rotas.


 

 

Ejercicios de imaginación

Lo anterior ha sido una pequeña introducción más o me­nos teórica sobre la imaginación. Pero ¿qué hacer con todos estos materiales? ¿Estamos dispuestos a deshacernos de viejas ideas? Ésta es la base sobre la que hay que trabajar.

Lo primero que hay que hacer para ser creativos es lo si­guiente: vivimos en un límite espacial. El intelecto está com­primido por la cabeza, y cuando se cierran los ojos, se está en la oscuridad. Cerrar los ojos es como estar en una prisión. Ca­da vez que cierro los ojos, entro en una mazmorra. Esta im­presión del espacio viene del concepto de propiedad privada. La sociedad ha creado la propiedad privada, el derecho al es­pacio que me pertenece, pero no más. Estamos habituados a no ocupar demasiado espacio, a la estrechez. En la educación familiar nos asignan un sitio en la mesa. En la escuela tengo mi banco, no puedo salir de mi sitio. Nos han educado en él. «¿Quién eres tú para decirme eso?»: las personas que se ex­presan así lo hacen porque no tienen espacio. Consideran que no somos nada. Tenemos, pues, aparentemente, un espacio ri­dículo. No somos grandes. Cuando se comienza con estos ejer­cicios, no somos todavía grandes. Lo que tenemos que hacer es decirnos: «Esa negrura que veo es la negrura del universo, de forma que, cada vez que cierro los ojos, entro en el espacio cósmico». ¡Hay que partir de esta idea! ¡Hay que crearlo! Yo me sentía limitado mentalmente, y me dije: «¿Cómo puedo ser más inteligente o más perceptivo?». Entonces cerré los ojos y me imaginé una luz, y puse la luz lo más lejos posible en ese universo infinito que no podía alcanzar. Comencé por un uni­verso rectangular. Es decir, me proyecté hacia delante. Avancé y avancé. Cada vez más lejos, perdido en el espacio. Después fui hacia la derecha, cada vez más, hasta el infinito. Y a la iz­quierda, cada vez más lejos, hasta no se sabe dónde. Y después hacia atrás, hacia la lejanía. Me sitúe en un universo que tenía un delante y un detrás, una derecha y una izquierda. Y después fui hacia arriba, cada vez más alto, lo más alto posible, y des­pués hacia abajo, cada vez más bajo, hasta el profundo abismo. Eso quiere decir que el espacio hacia delante es infinito, hacia atrás es infinito, a la derecha es infinito, a la izquierda es infi­nito, hacia arriba es infinito y hacia abajo es infinito. Me gusta mucho el infinito, no le tengo miedo mentalmente. Y ahora se puede hacer este ejercicio: descruzad los pies, poneos dere­chos, os podéis guiar por una luz o simplemente pensar que vais hacia delante. Hay que hacerlo. Incluso si uno no se sien­te capaz de hacerlo, hay que tratar de conseguirlo. Vamos a ce­rrar los ojos y a comenzar de nuevo.

Creced

Otro ejercicio: imaginad que me miráis. Miradme. Hay una mirada matemática: a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo. Pero también hay otro modo de mirar. Me concentro en el centro de mí mismo y, poco a poco, crezco. Todo mi ser crece como una esfera. Para hacerlo bien tenéis que estar completamente derechos. Veréis que ésa es la postura de la meditación. Crezco como una esfera, avanzo por todo el planeta y, después, por todo el universo. Yo crezco, lleno el universo. Siento que soy una esfera que ocupa todo el universo. Eso es un gurú. Yo os recibo en mi esfera, ¿queréis que os abrace? Yo os abrazo y es el universo completo el que os abraza. He ocupado todo elespacio posible hasta el infinito. Os puedo decir que si podéis hacer esto, llegaréis a ser Maestros. Aunque ser un Maestro completo es mucho más.

Ahora lo lejano viene a mí, la derecha viene a mí, la iz­quierda viene a mí, lo de abajo viene a mí, lo de arriba viene a mí. La esfera viene a mí. Cuando hago este ejercicio, yo soy yo y cada uno es cada uno. En él están todas las disciplinas orien­tales resumidas. Yo ocupo todo el universo, después el univer­so viene a mí. Eso es todo. No se necesita meditar durante vein­te años. Basta con hacer este ejercicio, con practicarlo hasta conseguir hacerlo bien. Hay que sentarse erguido y pensar en toda la amplitud que has imaginado, para recoger toda esa am­plitud en ti. Cuando estoy así, soy invencible. No se me puede abatir. Soy un buda de piedra. No se me puede derribar por­que he recogido todo el espacio en mí. Y tengo la posibilidad de ir hasta el infinito. Vais a ir lo más lejos posible, y después lo recogéis todo. Vais a resultar completamente creativos.

El ser que yo percibo no es exactamente el ser que yo soy, porque tengo una sensación de mí. Mis padres me dijeron que yo era feo; por tanto, me percibo como me han percibido. Y a veces me percibo según la mirada de los otros. Pero, en reali­dad, tengo una sensación de mí. ¡Y la sensación de mí mismo cambia! Cuando estoy deprimido, toda mi sensación corporal está falseada por la depresión que tengo. Pero puedo perci­birme de diferentes maneras, no estoy obligado a percibirme siempre de la misma manera. Puedo cambiar mi percepción de mí. Ahí está toda la magia chamánica.

Expandios

Ahora daremos un paseo por el chamanismo. Lo anterior procedía del budismo. Crezco como todo el universo, y des­pués me recojo en mí. Yo soy la montaña, ¿pero qué montaña? ¿Qué soy yo?

Ahora vamos a trabajar con la sensación. Imaginad que me miráis. Miradme un poco. Yo soy grande, sin límites, estoy en el espacio. Después todo ese espacio está completamente en mí. Gran comprensión, gran compasión. Yo soy la realidad. To­da esa fuerza -porque crear espacio es crear fuerza- entra en vosotros. Como dicen en La guerra de las galaxias: «Que la fuer­za te acompañe». Voy a crear la fuerza, la fuerza está en mí. Y cuando la fuerza está dentro de uno es como una espada. Es posible sacarla a través de mis diez dedos. Estoy concentrado en mí, mis dedos se proyectan al infinito. Mis dedos son de una potencia incalculable. Y fortalezco mi corazón. En este cuerpo concentrado tengo un corazón que crece hasta el infinito. Ya no tengo necesidad de crecer como una esfera. Una parte de mí puede crecer. Me recojo en mí mismo y mi corazón llena el mundo. Y ahora que tengo una base sólida, mi corazón vuelve a mí. Y así, mi sexualidad puede llenar el mundo, mi mente puede llenar el mundo, mi fuerza puede llenar el mundo. Eso quiere decir que puedo hacer de la sensación de mi cuerpo lo que quiera, ¿entendido? Lo que tú quieras.

Esto yo lo he aplicado, por ejemplo, al masaje iniciático. Si se puede abrir un corazón, ¿por qué no abrirlo con la mano? Entonces hago concentrar el cuerpo, y después se comienza a abrir. Y la gente empieza a llorar. Porque han vivido en un es­pacio limitado.

 

Iluminaos

Como puede verse, la sensación se puede cambiar. La idea de vivir en una prisión es superable. Por eso mismo puedo to­mar lo que quiera de mí, y puedo alejar de mí todo lo que es pesado. Y todo lo que no está claro, yo no lo admito. Ahora proyectad una parte de vosotros. Hay que proyectar solamente un trozo del cuerpo y alejar de nosotros las pulgas depresivas. Cuando sintamos que no podemos más, haremos como los boxeadores: «¡No estoy vencido!». Como un perro, expulso de mí las pulgas, expulso todo lo que me frena y haré lo que tenga que hacer, así de simple. Puesto que son los guardianes quienes nos fastidian, debemos expulsarlos. Y seguimos. Hay que crecer como una esfera, volver a nuestro estado, y des­pués, cuando se siente uno sólido -porque este estado da una sensación de gran solidez-, darle salida a cualquier parte del cuerpo. ¡Sin límites! Tu cuerpo, tu corazón, tus intestinos, lo que quieras. Fortalece lo que tú quieras.

Ahora vais a iluminaros al instante, vais a sentir ser un buda, vais a saber lo que es. Eso os servirá. No hay que deprimir­se pensando que lo estáis haciendo mal. Se empieza por ha­cerlo y se hace lo que se puede. Tomo en una mano la fuerza, la energía, y comienzo a acumular toda la energía del univer­so. Es el universo completo el que viene a mí... La energía va a llegar, y mi energía va a llegar... ¡Ya está! Eso es la fuerza. Es de­jarse ir. Una vez que haces este ejercicio, puedes acumular la fuerza en tus manos y comunicarla a quien quieras, a tu obra, a ti mismo. Hay que imaginar que se tiene, hay que imaginar­la aquí, crearla aquí. Masculino, femenino, derecha, izquierda, colaborar juntos, padre, madre, las dos manos... ¡como una plegaria! ¡Dios mío, ayúdame! Estoy así, rezando, y cuando es­toy así la energía cósmica viene realmente, se expande. Yo la creo. Soy creador de mi energía. En eso consiste la creatividad.

A veces hay en nosotros un niño que ha sido castigado. Un niño que está atormentado porque le han puesto en un rin­cón. Le han fastidiado y se ha puesto a la defensiva. Ese niño rechaza todo. Y ese niño, del que se ha abusado, abusa de ti, abusa del adulto, abusa de tu fuerza, no te deja ser tú mismo. ¡Y ya basta! Dejemos a un lado sus caprichos. Ahora mismo le hacemos crecer. Al niño víctima se le hace crecer, ya está bien de fastidiar. Salgo de mí y me lleno de fuerza. Soy capaz de lle­narme de fuerza. Toda la energía que llamamos espacio viene a mí.

Sed ingrávidos

Otro ejercicio: la persona no creativa obedece a la fuerza de gravedad. Sentimos la gravedad en nosotros. La Tierra nos di­ce todo el tiempo: «Tú eres tierra, vas a terminar en mí». En todo momento sentimos que debemos caer. Todo conduce a que nos desvanezcamos, a que nos deprimamos y, poco a po­co, caigamos. No podemos imaginar que haya otra fuerza que pueda vencer el peso. Es así. Si yo tengo una sensación de mi peso, me sentiré pesado. Pero si comienzo a expulsar el peso de mí, si saco todo el peso de mí, me sentiré ligero. Puedo do­minar esa sensación. Soy creativo cuando hago lo que yo quiero con ella. ¡Puedo sentirme muy pesado o puedo ser ingrávido! De la misma manera que mi cuerpo es oscuro en el interior pe­ro puede estar lleno de luminosidad. Eso es estar iluminado. Un ser iluminado sentirá que su cuerpo no tiene peso. Tiene justo el peso necesario que él quiere, tiene la luz que él quie­re: está todo controlado. Ya no estoy prisionero de ninguna co­sa, de ninguna sensación. Puedo tener un peso de millones de kilos o de ninguno. Yo controlo esa sensación de oscuridad y de luz, controlo la sensación de calor y de frío. Esto nos lleva al yoga del Himalaya, y no hace falta ir allí ni ser un yogui. Só­lo tenemos que hacerlo. Recordemos el kung-fu chino, donde los combates tienen lugar en el aire. Lo podemos hacer noso­tros, sentirnos así de ligeros. Esto tiene que ver también con la iluminación. Cuando estamos iluminados significa que la som­bra se ha ido. Y cuando se va hacia la luz, se puede llegar a la sombra. No se está prisionero de la luz. Si llegamos a la ligere­za, podemos volver al peso; no hay que estar prisionero tam­poco de la ligereza.

Trabajemos. Una vez adquirida esa sensación, acumulad la fuerza y llenad el cuerpo de fuerza. En ese momento se es po­tente. Es lo que hacen los gurús, con todo tipo de trucos de prestidigitación. Simbólicamente se traduce así: «Yo puedo da­ros sin cesar la energía». Cuando hacen esto, hay una fuerza infinita. El gurú ha trabajado con todo eso, y toma el lado imaginario, que es ilimitado. Y la gente cree que se ha producido un milagro, pero ese milagro podemos hacerlo cada uno de nosotros. Consiste, simplemente, en trabajar con la sensación que tenemos de nosotros mismos. Puedo cambiar en todo mo­mento lo que percibo de mí mismo. Puedo ser grande, puedo ser pequeño. Es la sensación de mí lo que varía, eso es todo. Puedo dar y puedo también tomar. Coger la energía del mun­do y tomarla de mí. Todo eso es el trabajo de ir hacia el infini­to y volver.

El juego del tiempo y el espacio

No tenemos límite en el tiempo. Los sufíes dicen: «Ante Dios hay que vivir como si tuviéramos un minuto, ante los hombres como si tuviésemos mil años». Eso quiere decir que un segundo es eterno, que lo importante es desarrollarlo.

En la India vive una mujer que abraza a todo el mundo que acude a ella, y esas personas reciben una iluminación increí­ble. Eso mismo se puede lograr si os sentáis y os concentráis en el espacio. Creáis la fuerza, una fuerza infinita. Fortalecéis vuestro corazón. Después dejad entrar en vosotros el infinito y la eternidad. El que abraza soy yo, pero hay millones y millo­nes de seres en mi espíritu; millones de mundos, millones de actividades en mis brazos. Y todo el tiempo futuro viene: me coloco en el infinito y me coloco en la eternidad. A partir de ese momento, nuestra prisión explota.

Cuando uno va a buscar a un gurú, va a buscar lo que uno mismo podría hacer: quieres que otro haga por ti lo que debe­rías hacer tú mismo, porque piensas que no lo puedes hacer so­lo. Pero el gurú no ha recibido ese don del cielo, él lo ha hecho, lo ha creado. Él ha trabajado para conseguirlo, consíguelo tú.

No podemos quedarnos con el niñito caprichoso que dice: «Me han hecho daño, me han golpeado, por eso no hago na­da. No tengo nada dentro, no soy creativo». ¡Ya basta! Haga­mos crecer al niño que tengo dentro. Ese ser es un ser milenario; yo soy milenario. Antes de mí había todo eso, y después de mí hay mucho más. He aquí a todos los seres humanos se­parados. Pero soy capaz de realizar la unión. Cuando yo me muevo, todos los seres humanos se mueven. Es como un collar: este hilo representa la sensación del espacio y del tiempo. Y todos se mueven, eso es lo importante. En lugar de pedirle al otro que me mueva, he de moverme por mí mismo. Esto soy yo, esto es el tiempo, esto es el espacio. Es un collar sagrado. Estoy unido. Esto es lo que se llama un punto de tracción. Des­de ese punto, todo se mueve. Yo puedo considerarme como un punto de fuerza. Lo que hago, todo el mundo lo hace. Es de­cir, es importante que yo lo haga para que todo el mundo lo haga. Cuando hacemos este ejercicio, lo hacemos en medio de la eternidad, en medio del infinito, somos el punto de tracción de la humanidad. De la humanidad pasada y de la humanidad venidera. Todos los muertos nos siguen, todos los no nacidos nos siguen. Parecerá muy extraño todo esto, pero en realidad ¡es el pensamiento de Buda! Es lo que Buda ha sentido, sim­plemente. Es así como está hecho nuestro cerebro. Cuando se abre el cerebro, de una forma natural, se llega a esto.

No son palabras, son ejercicios para la creatividad. No hay que ser cobarde ni tener miedo de entrar verdaderamente en lo que es el ser humano. Somos seres con todas estas capaci­dades, pero nos han limitado. Estamos en este momento, aquí y ahora. Yo. ¡Pero no es así! Es el Todo el que está aquí y aho­ra. En mí está toda la humanidad, arrastro a todos los hombres que han sido y serán. Vivo en medio de todo el espacio. Es en­tonces cuando podemos comprender este mudra donde la pal­ma de nuestra mano mira al frente: «Yo estoy aquí, y paro el mundo». Un artista debe pensar así, y hacer su obra planteán­dose estos problemas.

Bendecid el mundo

Otro ejercicio: yo estoy en la eternidad, sintiéndome en medio del futuro infinito y del pasado infinito. Abro mis manos y cierro mis manos. Hago una bendición. Es decir, estoy en la eternidad y bendigo al mundo. Eso es todo. Tenéis que hacer­lo así porque un creador es absolutamente paranoico. Se cree Dios. Y no hay que tener miedo de tomarse por dios o por dio­sa. Yo os bendigo: tengo mucho para dar, soy fuerte, tengo to­do lo que hace falta para bendecir el mundo. ¡Basta de com­plejos de inferioridad! Con todo esto ya tenéis todos los medios que suelen desplegar los fundadores de sectas. A con­tinuación te lavan el cerebro para que admires en ellos un po­der superior que tú no imaginas tener en ti, pero tú puedes te­nerlo también. Para eso hay que limpiar toda la oscuridad, porque estamos llenos de telarañas. Para eso hay que empujar al niño que está en nuestro interior, hay que lavarlo bien, lim­piarlo, hacerlo crecer. Porque tenemos un guardián, la mente, que nos hace reaccionar siempre igual. Pero haciendo este ejercicio, uno se convierte en creador. Nadie puede hacerte nada, salvo matarte, y ni siquiera eso, porque hay una vida eter­na. Es decir, eres ya invencible. Y todo lo que existe lo puedes tener. Si existe el talento, yo puedo tener talento. Mirad ahora cómo elevo mis manos al infinito, van al infinito: yo tomo la vi­da. De la misma forma que puedo dar la energía, puedo to­marla. Toda la creatividad, yo puedo tenerla. Todo el dinero del mundo, yo puedo tenerlo. Todo lo que el otro tiene. ¿La belleza? Yo puedo tener la belleza. ¿La energía? Yo puedo te­ner la energía. Todo eso es para mí. Puedo tomar y puedo dar. Es fácil de imaginar. Es como un juego.

Pero tomar nos resulta también difícil, porque tenemos lí­mites para recibir. Cuando nos dicen «¿Quién eres tú para te­ner eso?, ¿por qué tú?», como me dijeron mis padres cuando partí de Chile para estudiar con el mimo Marcel Marceau; en mi caso la respuesta fue: «¿Por qué no?». Y lo hice. Llamé a su puerta y trabajé con él. Pero desafié la prohibición. «¿Por qué tú?» «¿Y por qué no?» «¿Por qué vas a hacer tú lo que yo no he hecho?» «Porque yo quiero y yo puedo.» Eso es desafiar la prohibición. Y punto. Si te sientes bella, lo serás. ¡Lo serás! ¡Seras fascinante! ¡Puedes fascinar a la gente! Pero tú no te con­cibes como un ser fascinante. Vienes aquí para aprender a ser fascinante, porque puedes serlo. La gente te ve como tú te ves, simplemente. Si yo me considero inferior, los demás me verán o me creerán inferior. Pero si me veo como un dios o una dio­sa, ¡así es como me verán los demás! No todo el mundo, pero sí muchos, justo los necesarios.

Por ejemplo, observemos a algunos músicos famosos. Todo el mundo cree que son geniales, porque ellos han sentido pre­viamente que eran genios. Luego, con el tiempo, el mito se acaba porque los demás se van dando cuenta de que no eran así. Puede funcionar durante un cierto tiempo, pero después hay que hacer un trabajo espiritual para sostener este «sentir­se bello». Porque si en el interior de uno cesa esta sensación y no la hemos incorporado verdaderamente, todo se deshace. Por lo tanto, hay que continuar con paciencia, constancia, perseverancia. Si no se persevera, no se es creador. La creación es, ante todo, voluntad. Nuestra acción creativa es una acumu­lación de fuerza y de paciencia.

Disolved el yo

Ya hemos creado el espacio. El espacio es el aquí, el tiempo es el ahora. En el aquí y en el ahora está el yo. Hace falta ata­car este yo. Hemos visto la prisión del tiempo, la prisión del es­pacio en la que vivimos prisioneros del yo. Y aquí está la parte más difícil: hacer saltar el yo, eso es lo más duro de todo. Por­que estamos tan identificados con este yo que nos defendemos y nos aferramos a él, no queremos cambiar. Somos tercos, so­mos recalcitrantes, somos imposibles, somos un monstruo. Pu­ra y simplemente somos un monstruo y no lo soltamos. Deci­mos: «Así soy yo».

Los romanos, los griegos, decían que el yo estaba en el vien­tre, que de ahí nacían las ideas y que, después, se refugiaban en el cerebro. Otras civilizaciones han puesto el yo en el pecho o en la nariz, no se sabe bien dónde ubicarlo. ¿Dónde está el yo? Tenemos un yo y es muy difícil soltarlo. Entramos en el trabajo chamánico: la disolución del yo. Actualmente lo observa­mos en la moderna técnica digital denominada morphing, con la cual podemos animar y convertir una imagen en otra. Es de­cir, hay que trabajar para aceptar los diferentes cambios del yo, lo cual es muy difícil. Los actores hacen eso cuando van a in­terpretar un personaje, pero no van muy lejos porque el actor es siempre el yo y el personaje que interpreta. Pero aquí se tra­ta de ver qué podemos hacer para enriquecer el yo. Y es muy fácil. Pero nadie te lo dice. Si abro la personalidad del todo, to­do hablará a través de mí. Yo me convierto en ti, me convierto en el otro. Pero ¿cómo? ¿De qué manera? Te dejo entrar en mí y te expreso. En ese momento me convierto absolutamente en un creador, porque todo habla a través de mí.

Voy a poner un ejemplo. Ahí está Cristóbal, mi hijo, senta­do en una silla de madera. Me convierto en él: «Estoy aquí sen­tado como un receptor de luz, sabiendo que en el tiempo infi­nito, eterno ante mí, voy a brillar; que la luz se va a hacer; que estoy conectado con todo...». La creatividad consiste en absor­ber al otro y expresarlo en sí. Y no solamente al otro, también las cosas. Me convierto en silla: «Estoy contenta porque me gusta que haya un ser sentado sobre mí. Cumplo mi papel, porque lo mantengo derecho, no dejo que se fatigue; gracias a mí está aquí. Además, mi madera no está muerta. No hay una sola polilla en mí. Me conservo bien, me mantengo fuerte, aunque sea antigua. Voy a durar mucho. Quizás voy a durar más que él. Habrá desaparecido y yo estaré todavía aquí. No hay que rechazarme. Yo lo sostengo. Con mis cuatro patas yo soy la base material sobre la que él se puede sentar».

Cuando empecé a estudiar pantomima, la primera cosa que nos enseñaron fue que, para hacer gestos, no hay que hacer gestos. El principio de la pantomima es permanecer neutro. Después se harán todos los gestos que se quieran. Por lo mis­mo, la base de la imaginación es no tener imaginación, es llegar a romper todo lo imaginario. A partir de ahí, se puede hacer lo que se quiera. Si no se rompe lo imaginario, se estará siempre con los parásitos. Durante todo el tiempo hay cosas que se mueven en nuestro imaginario. Hace falta romper el diálogo interior, el lenguaje interior, ordenar el caos emocio­nal, la invasión de los deseos, el cuerpo indisciplinado. Hay que poder llegar a dominar todo eso.

Sed un punto

Se puede hacer un ejercicio que es muy sencillo: la cosa más simple en que se puede pensar es un punto, ¿no? Supongamos que tenemos un pincel o un lápiz y que vamos a dibujar un punto. Tendremos que crear verdaderamente el punto con to­do el espíritu, con todo lo emocional, como si abriéramos un punto en el espacio. Hagamos el punto. Si es posible crear el punto, haremos después muchas cosas con él. Pero hay que poner verdaderamente toda la concentración en crear un pun­to. Es la primera cosa que se hace en los movimientos de kárate. Los karatekas son personas capaces de crear un punto, un punto de concentración mental y emocional. Creemos un punto intensamente, como si en ese punto estuviera toda la energía del universo. Un punto de energía total. Todo debe es­tar ahí. Hay que poner mucha fuerza para crear el punto. Hay que hacerlo con todo nuestro ser. Toda nuestra concentración en un punto, un punto, un punto... ¡Eso es todo! Bien, ¿pode­mos hacer un buen punto, un punto perfecto, un punto con­centrado? Bravo, es un buen esfuerzo. Ahora, observemos. Yo tengo el punto aquí en la frente. Toda mi mente es un punto. Estoy concentrado en un solo punto. Tengo un punto emo­cional, tengo el punto aquí en mi pecho, y en el sexo, por to­das partes. Puedo mover el punto, puedo ponerlo en mi boca, aquí, allá, en mis ojos... ¡Mi voluntad es un punto! ¡Eso es to­do! Haced este ejercicio. Trabajad con el punto. Concentraos en la energía del punto, introducid el punto en vuestro cuer­po. Es como el ejercicio del espacio. Aquí todas las direcciones se concentran en un punto. Todos los pensamientos, todos los sentimientos, todos los deseos. Cuando se aprende a hacer el punto, se pueden realizar ya todos los movimientos que se quieran. Sea cual sea la disciplina que se desee practicar, dan­za, teatro, kárate, artes marciales, todo se pone en su lugar. Porque no es más que eso: hago un gesto, y mi intención va allí. Haga lo que haga. Todo está concentrado, toda mi aten­ción va allí, toda mi concentración es clara, precisa. El kárate, en el fondo, consiste en crear un punto concreto donde se pueda golpear, y así se puede llegar a romper una mesa. Pero en desarrollar el punto se tarda años.

Bellas Artes

Ahora cantaremos, pero de forma imaginaria, sin voz. Can­taremos la canción más maravillosa. ¡Cantad la más maravillosa canción sin sonido! Imaginad que cantáis con una voz maravi­llosa. Adelante. Esto es la creatividad. Tenéis que cantar como los pájaros. Así se aprende. Con concentración, con fuerza, hacedlo, esto no es un teatro... Podéis moveros, avanzar, no estéis quietos. Cantad, poned toda la intensidad de un gran cantante. Poned todo vuestro talento a cantar. ¿Os gusta, verdad? Es ge­nial, podéis cantar todo lo que queráis en el más completo si­lencio, con la boca cerrada.

Ya hemos cantado. Ahora vamos a crear. Haced lo que po­dáis, yo no puedo daros lo que vosotros no hacéis. Si cantáis, hacedlo a fondo, será un gran progreso para todos, porque pa­ra el inconsciente vosotros cantáis. Vuestro inconsciente os va a considerar cantantes si hacéis como que sabéis cantar. El mensaje pasa hasta él, y estará satisfecho. Ya sabéis cantar, ¿en­tendéis? Ahora, en mi imaginación, puedo tocar el piano. Po­déis utilizar otros instrumentos, pero son más difíciles. Co­mencemos con el piano, con el que se usan las dos manos, y luego podéis pasar al instrumento que queráis. Os relajáis, tocáis apasionadamente el piano invisible y tratáis de imaginar lo que estáis interpretando. Lo que queráis, pero tocad el piano. Este ejercicio es maravilloso. Y cuando estéis cansados del pia­no, pasáis a otro instrumento. Y llegaréis a lo mejor de voso­tros. ¡Llegad a lo sublime con la música!

(Pequeño paréntesis. Hasta ahora era un juego de niños. Los niños juegan así. Pero ahora va a ser vuestra profesión. Ha­ce falta llegar a lo sublime de vosotros mismos. No como una diversión. Hay que tocar, pero sintiendo solamente lo mejor de vuestra alma. Que lo mejor de vosotros toque. Hacéis una mú­sica de una inmensa espiritualidad. Tocad eso. Os pido la ma­yor belleza espiritual, lo sublime. Sois los más bellos, podéis se­ducir a la humanidad entera con vuestra música. No hay que infravalorarse, al contrario, hay que valorarse. Eso llega solo. Empiezas, y después eso llega. El concierto podría durar todo el día. Sería bueno que hicierais estos ejercicios hasta domi­narlos. Poco a poco, con la práctica, se van despertando nues­tras capacidades creativas, hasta alcanzar lo sublime.)

Tened talento

Ahora voy a proponer un ejercicio muy simple que va a es­timular vuestro talento. ¿No tenéis talento? Pues vais a tenerlo enseguida. No hay que dudar de uno. Tengo el talento cuan­do tengo la potencia. Y tengo la potencia cuando tengo el de­recho de vida o de muerte sobre los otros. A partir de ese mo­mento tengo la potencia. Dios es todopoderoso porque puede matar cuando quiere. Y porque puede crearme cuando él quiere. Y si estoy vivo es porque él me perdona. Luego la ca­pacidad de matar, de perdonar, va a crear el talento. Es simple. Me imagino que soy una cobra, que tengo veneno y que de­lante de mí hay un mono. Estoy delante del mono, concentra­do, completamente ensimismado, me muevo, lo miro, lo hip­notizo, y el mono hace lo que yo quiero. Es una actitud de talento. Os digo la verdad. Yo provoco que vosotros me miréis. Yo provoco que vosotros estéis aquí. Yo os he creado. Hace fal­ta que os convirtáis en cobra. En vez de ser la víctima siempre, la ratita que está hipnotizada, pasamos al otro lado. Somos no­sotros quienes hipnotizamos a la gente, ¿de acuerdo? Para eso hay que relajarse y después crear el punto, hacerlo subir, y des­pués nos balanceamos porque estamos listos para saltar, pero no saltamos. Hacemos como que saltamos, pero no saltamos. Es así como se hipnotiza al mono. Tampoco le mordemos. Só­lo se le hipnotiza. Tenéis que desarrollar esa capacidad de mi­rar hipnotizando. No es seducir, es muy diferente a seducir. Con mi concentración mental, tengo al otro. Trabajad eso. Eso es el talento. No estamos asistiendo a una reunión de cobras, si­no a una cofradía de sabios que son como cobras, que se respe­tan unos a otros porque saben que su conocimiento es mortal. Ahora probad a rebasar vuestra cabeza al expulsar la fuerza. Probad a sobrepasar el interior de vuestra cabeza: imaginad que vuestros ojos están treinta centímetros más altos que el crá­neo y, sintiendo que sois una cobra, pensad que tenemos bajo el ombligo, dos o tres dedos más abajo, un punto de concen­tración y que hay una fuerza que sale de ahí hacia el exterior, que puede entrar en los otros. En el vientre. Eso es la carta del tarot el Emperador. Él está sentado así, y la fuerza está ahí.

Dibujad

Ahora haremos un ejercicio de creatividad aplicada. Como tenemos todas las herramientas mentales necesarias, la con­centración, la fuerza, todo lo que hemos estudiado en este cur­so, vais a imaginar que tenéis una tela, del tamaño que queráis. Tenéis un pincel que puede cambiar de color según vuestro deseo. Y vais a hacer un cuadro, un cuadro imaginario. Podéis dibujar, podéis hacer grandes manchas, podéis cambiar los co­lores, como más os guste. Después, sentaos por grupos y, ha­ciendo gestos, describid el cuadro que se ha pintado, ¿de acuerdo? ¡Empecemos! Mientras pintáis podéis poner una mú­sica imaginaria para que os guíe. Si queréis ser creativos, ¡crea­tividad! Y si alguien tiene potencial creativo, que continúe, que siga hasta que aparezca alguna cosa. Para el inconsciente es co­mo si se hubiera hecho un cuadro, ¿sabéis? Para el incons­ciente, lo que se ha hecho en lo imaginario es como si se rea­lizara realmente. En el sistema nervioso, cuando se imagina alguna cosa, se activan las mismas conexiones. Lo que pasa es que la gente normal no se propone hacer cosas semejantes, porque ellos no lo creen. En realidad, si se quiere ser creativo sólo hace falta hacerlo. Si yo pinto diez o veinte cuadros como éste, imaginarios, después podré hacer un cuadro real, estaré preparado para pintar. ¿Lo veis?

Esculpid

Y ahora, para terminar con esta serie de ejercicios, hay que hacer una escultura. La escultura se hace en el espacio. Podéis utilizar cualquier material, mármol, oro, bronce, lo que que­ráis. Y creáis un personaje al que, si queréis sobrepasar, podéis convertir en abstracto. Pensad qué escultura queréis hacer. Sois escultores. Vamos a poder manipular el espacio creativa­mente. Es importante porque, si no se hace, habrá una di­mensión que no se habrá desarrollado. Hay que moverse alre­dedor del objeto, la escultura nos obliga a abandonar la mirada fija, nos permite desarrollar nuestro espíritu girando en torno al objeto creado. Una vez finalizada la describiremos, porque también son importantes los comentarios. Antes de empezar a esculpir, pensad bien en la materia que vais a esco­ger, debe ser una materia que os guste. Y también la podéis co­lorear...

Cread moda

En este ejercicio, crearemos vestidos. Podéis hacer el traje individualmente o bien en grupo. Si lo hacéis en grupo, cada uno debe hacer tres vestidos para los otros. Mirad bien a la otra persona y observad qué vestimenta podría ensalzarla. No es una crítica. Hay que atreverse y dotar de fuerza a la forma de vestir, como en un carnaval. Cread vestidos imaginarios. Y veréis que, del mismo modo que podéis pintar y esculpir o ha­cer música, podéis crear moda. Basta con ser osados. Si des­pués de este ejercicio os encargan que hagáis un desfile, ¡lo po­dréis hacer! Se trata de ver cómo es el otro. Puedes cambiar los vestidos, hacer una operación estética, puedes llenar, quitar, eres dueño del aspecto del otro. Eres su dueño. Empecemos.

El arco iris

Vamos a avanzar en la creatividad con un ejercicio que es fundamental. Lo que voy a hacer es contar de 9 a 0 para que concentréis la atención. Hay que escuchar bien. Para estar concentrados el mejor método, el más simple, es imaginar los colores del arco iris: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y violeta. A medida que voy contando, me voy sumergien­do en el rojo, y después veo que el rojo se va convirtiendo en el anaranjado, que el anaranjado se convierte en amarillo, que el amarillo se vuelve verde, que el verde se vuelve azul, azul os­curo, violeta. Esto es sólo para ocupar la mente y no pensar con palabras. Sentid la llegada del color. Nueve... ocho... cada vez más concentrados. Siete... más concentrados. Seis... más profundo, más profundo. Cinco... más profundo, más profun­do. Cuatro... más profundo... Tres... más profundo, la escucha, la concentración, la receptividad. Dos... más profundo... Aho­ra vamos a utilizar el inconsciente, uno... vamos a utilizar el in­consciente...

Tu espacio

En el interior de ti tienes el espacio, el territorio que amas. Hay un territorio que es tuyo. Puede estar al pie de la montaña, en el campo, junto al océano, puede ser de tierra fértil, de are­na; de lo que tú quieras. Deja que te llegue tu terreno, imagina tu sitio ideal para ti. ¿Lo ves?, ¿qué hay?, ¿hay sombras? ¿qué perfume tiene?, ¿hay pequeños insectos?, ¿otros animales? Lo que haya, deja que llegue. Y en ese territorio tuyo, paséate feliz, feliz: porque al fin tienes un territorio del tamaño que quieres. Pequeño, grande, cada uno tiene el suyo. Es fundamental que el inconsciente te dé tu terreno. La tierra que te pertenece. El trozo de planeta que te pertenece. El paisaje en el que vivir. No escojas el paisaje de otros. No escojas el de tus padres, escoge el tuyo propio. Toma la alegría de tu terreno y allí observa cómo surge la casa, el habitáculo que es el tuyo. Es tu casa ideal, don­de quieres vivir, desarrollarte, acompañado o no, toda tu vida. ¿Cuál es la casa que quieres? ¿De qué tamaño?, ¿de qué mate­rial? ¿Cómo es? Piensa cuál es tu espacio ideal. Sin límites. Cuando esa casa ideal te haya llegado, rodéala, mírala bien, en­tra en ella y créale todo: los baños, las camas, la cocina, los va­sos, las cucharas..., todos los objetos de tu casa ideal los vas a crear, y todas sus habitaciones. ¡Paséate y crea tu casa por fin! ¡Para que sepas lo que quieres verdaderamente, sin límites! No hay límites de dinero, no hay ninguna prohibición, no tienes que ser pequeño, ni mediocre. Escoge en tu creatividad lo que quieres realmente, para que después lo puedas realizar en la vi­da real. Tómate tu tiempo... Descubre cuáles son las actividades que deseas hacer en esa casa..., los materiales..., eres el Gran Ar­quitecto. Tu propio arquitecto. Tu propio creador... Tómate to­do tu tiempo porque es fundamental para ti saber cuál es tu te­rritorio. Tu casa es tu ego, es tu yo verdadero. Piensa también en cómo vas a estar vestido en esa casa. Qué vestimenta te co­rresponde. Cómo deseas presentarte. En la cocina, sueña todo lo que deseas comer. Cuál es tu alimento ideal. Y concéntrate en la compañía ideal. Con quién deseas estar. Si quieres estar con alguien o no. Puede haber una sala de tarot, una sala de ci­ne, música, libros, animales, lo que tú desees. Sin límites. Ima­ginad, en esta casa ideal, vuestra cama.

Y esta parte del ejercicio también es fundamental, esencial, que la hagáis bien. Estás en la cama, acostado, pero tu vida se ha acabado. Estás muerto. Y de tu cadáver sale el ser nuevo que renace. ¿Cómo quieres renacer? Estás acostado, un ser, un cuerpo que ha terminado, y te levantas con un cuerpo nuevo. ¿Con qué físico?, ¿de qué sexo?, ¿de qué edad?, ¿cuál sería tu yo ideal? Hay que imaginarse un yo ideal. El yo que tenemos no es nuestro yo ideal. Tenemos uno ideal aunque esté lejos to­davía. Daos permiso para imaginarlo. Todos estos ejercicios son para eliminar la falta de confianza, para enriqueceros. Si tienes tu terreno, si tienes tu casa, si tienes tu ser ideal, te has enriquecido.

Ahora, critícate como lo haría una persona de tu familia. Tu madre, tu padre, tu hermano. Habla en su nombre. Ponte en el lugar de alguien que se te oponga. Porque si hasta ahora no habías imaginado nada de esto, es debido a que en ti hay fuer­zas que se oponen a que tú lo imagines. ¿Cuáles son estas fuer­zas? Encárnalas. Por ejemplo, habla como hablaría tu madre. O tu padre. Y critica. Toda la nueva medicina habla del terri­torio, diciendo que una pérdida del territorio crea las enfer­medades. Porque el cerebro, dicen, actúa como un animal que necesita su territorio. Aunque no creo que eso sea absoluta­mente cierto, sí creo que el territorio es una parte muy impor­tante. Por tanto, cuando sabemos qué territorio nos corres­ponde, damos un gran paso hacia la creatividad. Y la casa es el desarrollo de nuestro yo individual. Y si yo invento la casa que quiero para mí, me permito existir yo mismo. Fuera de los pa­dres. Por eso, discutir con los padres, o crearos un cuerpo nue­vo, es una toma de libertad creativa que hacéis. La creatividad viene de una libertad interior, de una valorización interior. Sé que lo tengo todo en mi interior, por lo tanto puedo ponerme en acción. La imaginación trabaja con principios muy simples.

Liberaos del lenguaje

Éste será un breve ejercicio de liberación del lenguaje. Es­tamos acostumbrados a hablar siempre como un ser normal. Tenemos miedo a la locura. Sin embargo, los ríos que des­cienden por los techos cubiertos de palomas serán siempre blancos y oscuros, para abrirse hacia el túnel de todas las deli­cias... ¿habéis comprendido? ¿No? ¿Sí? Así es como debería­mos hablar, debéis permitiros hablar un lenguaje completa­mente disparatado al tratar de explicar un sentimiento. Hay que crear una conversación, comunicarse con un lenguaje que sea verbal, que no sea conceptual. ¿Preparados? Puedes elevar cualquier Sansón, impidiendo a Dalila cortarle el cisne y ma­nifestar sobre la mesa tres o cuatro cuentos que serán delicio­samente azucarados, ¿de acuerdo? Y lo que se ha hecho con las palabras, se puede hacer inventando las palabras, fía fa nara ké. Costrigun tost batché quelaramanda droie pretcho ¡apan­de ketaka kiugala patchu! Erabutchi Kara mí. Eso libera un po­co. Hacedlo vosotros. Liberad el lenguaje. Cuando entréis en esto, os va a gustar. Al principio os vais a sentir cortados, por­que la más grande prisión es el lenguaje articulado, el lengua­je lógico. Es un ejercicio surrealista. Pero rompe el lenguaje normal para permitir una libertad creativa. Y quizá salgan co­sas de mal gusto, no importa. Cosas idiotas, cosas infantiles. Pe­ro saldrán también cosas bellas, de golpe. Probad a hacerlo, y después pasaremos a las técnicas de la imaginación.


 

Técnicas de la imaginación

La imaginación tiene principios muy simples. Algunos crea­dores los han utilizado hasta el agotamiento. La base de la ima­ginación tiene cuatro elementos, que son como los elementos matemáticos: disminución, ampliación, división y multiplica­ción. Éstos son los cuatro elementos de la imaginación. Primero están la disminución y la ampliación. Después la divi­sión, a continuación la multiplicación. Y luego, la mezcla. Y con esas cinco cosas, tendréis una imaginación de locos. Es muy simple. En la disminución hay que reducirlo todo, en el imaginario, hasta que todo se haga pequeño. Por ejemplo, ves pasar a alguien con un paquete, y en ese paquete puede llevar todo su pueblo natal, o la ciudad donde ha nacido. Tenéis una enorme imaginación porque habéis disminuido algo. Podéis disminuir cualquier cosa. En mi bolsillo izquierdo puedo lle­var a mi mamá, en mi bolsillo derecho tengo a mi papá. Los hago discutir y luego los miro. Eso ocurre en la película Cari­ño, he encogido a los niños, que recrea este juego.

Uno disminuye, disminuye y tiene que pelear con las ara­ñas. Éstos son, para mí, elementos fáciles de la imaginación. ¡Y son muy utilizados! Pero también tenemos los gigantes: eso se­ría la ampliación. Puedes aumentar una calabaza. El ejemplo típico sería la calabaza que crece y crece y alcanza el tamaño del planeta, convirtiéndose ella misma en planeta. Y luego es tan grande que ocupa una galaxia. Dentro de la calabaza, hay toda una historia, nace toda una humanidad. Esto es agrandar cualquier cosa. Es simple. Haces crecer lo que sea, haces arte. En arquitectura, tomas tres cajas de cerillas, las aumentas y ha­ces un edificio. Es así como proceden los arquitectos. Esto es hacer crecer.

La imaginación tiene la posibilidad de hacer crecer o dis­minuir. La imaginación japonesa ha creado los pequeños ár­boles enanos, o bonsáis, los jíbaros reducen las cabezas, y el ci­ne hace crecer un mono, por ejemplo, como King Kong o Godzilla, o la bomba atómica, que es la amplificación de una pequeña bomba. En mi caso, tengo un cómic que se llama Megalex, sobre una ciudad que ocupa todo el planeta, si bien yo no fui el primero en hacer esto.

También es posible la ampliación de la fuerza (Superman). Todos los superhéroes aumentan algo: por ejemplo Flash Gordon es el más rápido. Está el personaje que lo atraviesa todo con la mirada, o aquel que lo escucha todo. Eso se encuentra en los cuentos de hadas. O la persona que tiene una voz tan fuerte que hace caer los edificios. Existe el hombre que puede poseer a trescientas mujeres en una noche, etc.

Imaginad esto: por la calle pasa un caballo, y piensas que hay una invasión, que todo está lleno de caballos, que se están multiplicando, que es una nueva peste. Ahora hay tantos caba­llos que tenemos que huir porque estamos invadidos. Y en es­te punto podemos añadir un elemento: la mezcla. Los caballos se convierten en carnívoros, y hay que escapar porque están devorando a los humanos. Esto es la imaginación. Es decir, que la imaginación ha utilizado la mezcla. (Pero estábamos ha­blando aún de la disminución y la ampliación.)

Una persona se vuelve tan débil, tan débil, que hay que amarrarla con hilos, como a las marionetas: es un presidente y tiene que hacer su discurso así. Otro ejemplo: una persona pierde el poder y sus huesos se vuelven líquidos, como agua. Podemos imaginarlo.

Hay un cuento en el que una niña tiene los cabellos tan largos que su enamorado puede subir por sus trenzas. Eso sería ampliación de la cabellera. Aumentar, disminuir.

(Muchas obras de Ionesco son de una gran simplicidad. En una de ellas hay una mujer que sirve una taza de té, y después otra, y otra, miles de tazas de té. En otra, hay champiñones que crecen, y después toda la casa está llena de ellos. En otra, hay un muerto que crece y crece, y ocupa toda la escena. Y en Las sillas hay una silla, otra silla, toda la escena llena de sillas. Esto quiere decir que el autor no tenía demasiada imaginación, porque utilizaba simplemente el truco de hacer crecer las co­sas. En todas sus obras hay algo que se multiplica. ¡Eso se con­vierte en una norma!)

Otro elemento de la imaginación es la situación en la que algo comienza a faltar. Los alimentos faltan, el agua falta. Dune es un planeta donde no hay agua. Se hace toda una obra so­bre un planeta que no tiene agua. Se ha separado un elemen­to. Y separando un elemento de la naturaleza, se hace un mundo imaginario. Os estoy mostrando los procedimientos de la imaginación, fórmulas que luego podréis aplicar en cual­quier momento a vuestro mundo o para poder crear. Aumen­to, disminución. Se puede hacer.

Una llamada telefónica, diez llamadas telefónicas, en todo el planeta los teléfonos se ponen a sonar, los edificios se caen y hay una hecatombe. Por multiplicación. Por aumento. Des­pués, llega la división: hay una mano que anda sola, te salta al cuello... y te estrangula. Y se escapa como si fuera una araña. Esto es la división. O vas caminando por la calle y ves dos pier­nas que andan sin el cuerpo. En un estudio de Jung sobre los cuentos de los pieles rojas se habla de un héroe que quiere po­seer a la hija del jefe. Entonces envía su falo por el agua y el fa­lo solo posee a la chica, dejándola encinta. De esta manera consigue casarse con ella.

Multiplicación. Algunos dioses hindúes tienen múltiples bra­zos. Y en cada mano, un ojo. Multiplicación de brazos. Ganesha tiene cuatro brazos. Hay también un dios griego con tres cabezas. En la Odisea, el cíclope tiene un solo ojo, en la frente. Eso es disminución. En el caso del tercer ojo, hay un ojo de más. Eso sería multiplicación.

Y     después, con estos cuatro elementos, se produce la mezcla. La Esfinge de Egipto. Tiene una cabeza humana, un cuerpo de león, alas de águila, una cola de vaca. Se ha hecho un mons­truo. Hay numerosos ejemplos en los cuadros de El Bosco, que utilizaba mucho las mezclas de elementos. Un centauro es una
mezcla de hombre y animal. Se toma un elemento de uno, un elemento de otro, y se juntan. Así se crean los monstruos. Un ángel es una mezcla de un ser humano y un pájaro con sus alas.

Yo, durante mucho tiempo, he desarrollado estas mezclas. Me imaginaba, por ejemplo, integrar una cabeza de elefante en un cuerpo que es una nube, y cuatro escaleras como patas. Esta posibilidad de mezclar los elementos es una posibilidad artística interesante, que el imaginario utiliza. Son técnicas que tenemos a nuestra disposición. Fijaos en que todo el tiem­po estamos viendo aplicaciones de estas técnicas, en el arte, en la publicidad. Si domináis esta técnica, podríais trabajar en cualquier agencia de publicidad.

Y     hay otra forma de imaginación, que es el imaginario del tiempo. El viaje en el tiempo. En ese viaje, puedo ir hacia el pa­sado. Pero el problema es que, si se modifica el pasado, se mo­difica el presente de donde he partido. Esto se llama paradoja temporal, y ha sido extensamente desarrollado en la ciencia ficción. Es uno de sus grandes temas. Si yo voy al pasado y ma­to a mi madre, entonces yo no hubiera podido nacer porque ella no me habría parido. El viaje en el tiempo es motivo cen­tral en muchas películas. Películas populares, como la serie de
Regreso al futuro. Por tanto, el imaginario trata de jugar con el tiempo. Pero esto tiene una base edípica muy fuerte porque, si voy al pasado, puedo seducir a mi madre y hacer de ella mi no­via, y en ese caso podría engendrarme a mí mismo con mi ma­dre. O puedo seducir a mi padre en el pasado. Ésta es la base del viaje en el tiempo. Interferir en el pasado significa interfe­rir con nuestros padres.

Después está la escatología, que es el imaginario del fin del mundo. De qué forma el mundo se termina. Por el fuego, por el agua, por la peste, por el paso a otra dimensión. Hay una gran parte del imaginario que trata del fin del mundo. Esto no os lo recomiendo, aunque yo lo hago intensamente: imagino diversos modos de morir. Me he imaginado morir ahogado, suicidado, precipitado desde un edificio, cortado en dos. Me he proyectado mucho en el suicidio, en la muerte, para libe­rarme un poco de mí mismo. Os repito que no os lo recomiendo. Si os angustiáis, no lo hagáis. Es duro. Sobre todo ima­ginar la muerte de los seres amados. Es fuerte, porque siempre existe la amenaza de que un ser amado desaparezca, y también tememos la posibilidad de dejar de existir nosotros.

Yo, para eliminar eso, he imaginado mucho. Me he conver­tido en la nada, que es lo que pasa cuando se entra en la os­curidad. Me he puesto a imaginar el negro, negro profundo, que disuelve mi yo en la vacuidad. Y después, la emergencia hacia la existencia y la luz.


 

Aplicaciones terapéuticas

Vamos a trabajar con la sensación. Piensa en cómo te sien­tes, qué sensación tienes de ti, pues vivimos sensaciones que a veces son un poco angustiosas. Por eso, os mostraré cómo tra­bajar esa sensación de angustia. ¿Alguien tiene una sensación así?

«Siento como si tuviera un muro en el pecho.» Escucha bien, esto es imaginario. ¿Cómo es ese muro: de piedra, de me­tal, de cemento? Concéntrate, trata de decirme cómo es. ¿De ladrillos rojos? De acuerdo. ¿De qué tamaño es, te rodea como un tubo, dónde lo pones? Imagina ahora esos ladrillos rojos. Imagina que son ladrillos que están a tu disposición. Es un ma­terial que es tuyo, puedes hacer lo que quieras con ese mate­rial. En primer lugar, te defiende: un muro puede defender. ¿De qué te defiende? Busca la sensación. No hay que pensar, hay que ver qué sensación se tiene. Este muro es completa­mente útil. Ahora medita sobre los ladrillos rojos. Son bonitos. Piensa que son bonitos. Inyecta belleza a los ladrillos. Cada vez más belleza en ese muro, ¿vale? Es tuyo, te pertenece. Puedes hacer lo que quieras con él. Construye con él cualquier cosa. Haces un espacio. Construyes un lugar. Pero imagínalo. Ima­gina cómo es ese lugar, con esos ladrillos. Ves un lugar acoge­dor, puedes entrar dentro. Luego has creado una puerta. He ahí la solución: no hay que eliminar el muro, hay que abrir una puerta. Y ahora, imagina el muro en ti, con una pequeña puerta por la que puedes salir y entrar. Es una parte de ti que preserva tu individualidad. Este muro preserva tu individuali­dad porque todavía es débil, por el momento, ¿de acuerdo? Ahora fortifica tu individualidad. Los ladrillos rojos van a dar­te la fuerza. Si te haces fuerte perderás el miedo. Nadie podrá invadirte, ¿comprendes? Hay que tomar el imaginario e incor­porarlo. Trabajar la sensación. Porque las sensaciones que se nos presentan son como símbolos, podemos trabajar directa­mente con ellas.

Una persona me ha dicho que siente que tiene excremen­tos en el corazón y he contestado que el excremento es un abo­no, que piense que añade tierra y que cualquier cosa puede crecer. Si la persona hace crecer algo ahí la sensación cambia.

«Siento algo en los hombros, algo que me aplasta.» Bien, siente lo que te aplasta. Déjalo venir. No te defiendas, ¿de acuerdo? Cambia la sensación. Piensa que eso viene del inte­rior hacia el exterior. Modifícate. Eso surge de tu interior, ¿sa­bes lo que es? Son alas que están creciendo. Entonces, déjalas crecer. ¡Empuja! Empuja tus alas que van a permitirte ir a don­de tú quieras. Crea tus alas y mueve tus alas. Ve donde gustes. Hacia tu terreno, hacia tu territorio, hacia ti mismo. Hacia tu realización. Es así como se trabaja una sensación.

«Siento como una bola de plomo en la zona del plexo so­lar.» Maravilloso. Imagina que tu cuerpo es el horno, el athanor alquímico. Imagina: en otra encarnación eras un alqui­mista. La bola de plomo es la materia primera que va a convertirse en oro. Entonces, deja que eso descienda para que llegue al fuego del vientre. El vientre es el fuego de la Gran Obra. Trabaja, deja que la bola descienda, en lugar de defen­derte déjala que se caliente al fuego de tu sexualidad, ¿de acuerdo? Poco a poco, ve haciéndola subir hacia donde estaba, y a medida que vaya subiendo la haces cambiar de color, hasta que se convierta en dorada, y llegue al centro del pecho. Y lue­go, la dejas brillar, proyectar sus rayos hacia todos los lados. Hazla subir. Y así haces el oro. ¿Qué harás con el oro?: mone­das, dinero. Es la aceptación del dinero en tu pecho. La nega­ción del dinero se convierte en una bola. ¿Tienes problemas de dinero? ¿Sí? Pues ahora vas a tener que fabricar tu dinero. Si al hacer subir esa bola, ese peso, te sientes demasiado mate­rialista, haz que se convierta en amor el dinero. Ama la propia creatividad que te da ese dinero. Con la creatividad, la sensa­ción de angustia se irá.

«Tengo picor en la cabeza, espinas que se me clavan.» No nos vamos a preguntar qué son esas espinas. Simplemente vas a aceptar la sensación, pero sin preguntarte el porqué ni qué sig­nifican, porque podrían ser los pensamientos críticos que te han lanzado cuando eras niño, cosas así. Vas a pensar que eso sale de tu cabeza, no que entra en tu cabeza. Pero hace falta que verdaderamente trabajes con esa sensación. Y lo que sale de tu cabeza se va a convertir en rosas, porque las rosas tienen espi­nas. Y cuando te imagines que tienes rosas en tu cabeza, imagi­na que los insectos vienen a polinizar. Y con el polen, van a po­linizar otras plantas por el mundo. De esta manera, tu malestar se convierte en un don para el mundo. Y después podrás escri­bir poemas, podrás hacer lo que quieras.

Todos tenemos que acabar con ese juego de «Mira lo que me has hecho» o «Tú no me quieres». Es una falta de creativi­dad. No debemos regodearnos en la sensación de no ser ama­dos. Precisamente, si tengo esa sensación de no ser amado, hay que cambiar esa sensación y sentirse amado. ¿Y qué se puede hacer? Pues, para empezar, dejar de pedir. Si yo dejo de pedir, estoy en la situación de dar y entonces diremos: «Tú no me quieres, pero yo te adoro». Y en lugar de pasar la vida enfadán­donos y fastidiando al otro y sufriendo, diré «Basta», y se acabó el problema. Yo te amo. No voy a vivir como una víctima toda mi vida. No. Yo te amo y eso basta. Si tú no me amas es tu problema, no el mío. Ahí está la curación. Cuando se es creativo, ya no se está centrado en la petición de algo, al contrario, lo fa­bricamos nosotros mismos. Debemos poner amor allí donde no hay amor, y lo encontraremos. Porque, si utilizas al otro como un espejo de tu falta de capacidad para amar, es porque has ido a buscar a alguien que no te ama y eso es porque tú no puedes amar. Eres incapaz de amar, y tu problema de no amar lo de­positas en el otro, lo proyectas como un espejo. Ama. Y si tú amas, el otro te va a amar, porque vas a proyectarle tu amor.

Comencemos por amar las cosas: el arte, la gente, nuestras obras, todo. Dediquémonos a crear y a amar. Porque la otra ac­titud me conduce a no hacer nada, a estar todo el tiempo pa­rado. La creatividad, por el contrario, conduce a que hagas lo que debes hacer. Y lo que haces, lo proyectas. Y si lo proyectas, lo recibes. Todo lo que le das al mundo, el mundo te lo da. To­do lo que no le das al mundo, el mundo no te lo da. Hay que liberarse, gracias a la creatividad, de la petición. Cuando nos decimos «Yo quiero tener talento», debemos decir «¡Tengo ta­lento!». ¿Por qué querría tener talento, si lo tengo? Yo quiero tener éxito. ¡Pero si tengo éxito! Todo lo que quiero, lo tengo. Entonces, dejo de pedir, y me pongo a hacer mi obra. ¡Eso es todo! Si quiero tocar música, la toco. Si quiero cantar, canto. Si quiero escribir, escribo. Si quiero ganar dinero, lo gano. Y punto.

Porque a nuestro lado siempre está la prisión que nos im­pide realizarnos. Papá, mamá, ¿verdad? Es la maldita prohibi­ción que nos ha dicho: sé víctima, vive como una víctima y haz­te una víctima. Fastidia al otro. Pero eso ya sería tema para otro curso menos acelerado.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Apéndice.

La psicomagia: poesía aplicada

al tratamiento de la locura

Martín Bakero, psicoterapeuta

y doctor en psicopatología

de la Universidad París-VII


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Como los métodos de contención de la psicosis se han mos­trado radicalmente represivos, deshumanizantes, insatisfactorios en sus resultados clínicos y han provocado efectos secun­darios importantes, una de las preguntas que nos formulamos como terapeutas de las psicosis es qué tratamiento emplear pa­ra que la persona no sea afectada por los tratamientos electroquímicos aplicados en ciertos casos agudos y crónicos. ¿Cómo restaurar los lazos entre el sujeto y la realidad, bloqueados en la psicosis, sin que el sujeto pierda la memoria, la psicomotricidad, o la imaginación?

Como en los antiguos lugares de adivinación de Delfos o de Dandará, y asemejándose a los tratamientos que se practicaban en los templos de Asclepio, el sanitarium de Georg Groddeck o los tratamientos de Alejandro de Tralles, la psicomagia supe­dita la razón a la imaginación: la solución viene dictada por el síntoma de la locura, y es en esa dirección en la que la cura desplegará sus velas; sobre todo si tenemos en cuenta que en griego «síntoma» significa coincidencia (symptoma). En vez de reprimir o tratar de eliminar los síntomas alucinatorios o per­secutorios, la psicomagia encuentra en la metáfora delirante una vía de curación del inconsciente, y a través de actos poéti­cos la lleva a la realización simbólica. En este dominio, los sue­ños suelen ser muy importantes. Por ejemplo, en la Antigüedad, Asclepio dejaba una carta cada vez que aparecía, y esta carta se constituía en la clave de lectura de la enfermedad, que permitiría curarla. Empédocles podía, a través de metáforas mágicas, detener los vientos, causar o parar la lluvia; también él curaba a través de actos que hoy podrían ser calificados de chamánicos.

Ya que el síntoma en la enfermedad es un ensayo de cura­ción, el delirio en la psicosis es un intento para restablecer los lazos con la realidad. La psicomagia creada por Jodorowsky ex­trae sus métodos de antiguas y eficaces formas de curación vin­culadas con la magia, de innovadoras y modernas teorías psicológicas del inconsciente, y utiliza las más variadas técnicas del arte de vanguardia calificadas como efímeros, happenings, instalaciones, performances, etc., artes cuyos orígenes se re­montan a siglos atrás: Diógenes paseándose desnudo con una lámpara por Atenas, Sócrates entrando de espaldas a un ban­quete para que no se advirtiera que llegaba tarde, Empédocles caminando con sandalias de oro, los monjes taoístas durmien­do con la cabeza hacia el suelo para acumular esperma en la mente y poder volar, los sacerdotes de Babilonia salpicando a los fieles con el agua contenida en un jarro con forma de seno de la divina Isis. Todos, desarrollos libres de la imaginación pa­ra poder habitar el mundo en forma poética, es decir, que lo­gran unir la razón con la imaginación y la intuición.

Hablamos de magia porque las leyes de la magia son las mismas que rigen el inconsciente: la metonimia y la metáfora. La primera ley es la de contigüidad, en la cual la parte se iden­tifica con el todo; la segunda es la de similitud, en la cual lo parecido actúa sobre lo similar. Al crear un acto psicológico, estamos ocupando el lenguaje del inconsciente. Magia, psicoa­nálisis y poesía.

Numerosas tentativas en el tratamiento de la locura pueden demostrarnos que la psicomagia -sin que hubiera sido aún nombrada como tal- había comenzado a ejercer sus beneficios hace ya miles de años. Y es que la historia se escribe a veces de una manera retroactiva; así, sólo después de la invención por Freud del psicoanálisis, nosotros podemos encontrar a sus pre­cursores, tales como Nietzsche, Sócrates o algunos filósofos es­toicos, si bien esta lectura comparativa sólo es posible a partir de la creación freudiana de tal técnica. Jodorowsky, al inventar la psicomagia, da un nombre y funda una técnica que ha conoci­do muchos logros terapéuticos a lo largo de los siglos, pero que antes de él no podíamos distinguir, al no tener ésta un hilo con­ductor que la caracterizara. La psicomagia viene a recobrar un dominio perdido: la colaboración estrecha entre la terapia y el arte.

Los alienistas no han cesado de buscar los posibles vasos co­municantes entre las artes y la terapia para establecer un mé­todo de tratamiento. Es así como en los primeros centros tera­péuticos de la psicosis, conocidos en Bagdad en el siglo V, se asociaban la música y otras artes a la sanación. También en la Biblia existen numerosos ejemplos de curaciones a través de métodos que hoy pueden calificarse de actos de psicomagia: David curó a Saúl de un estado delirante tocando su arpa, Je­sús hizo que un ciego recuperara la vista untándole los ojos con saliva y arcilla.

Melampo, terapeuta griego, curaba la locura de las mujeres dionisiacas de Argos por medio de gritos rituales, danzas ca­tárticas y otros actos que han quedado registrados en la histo­ria. Marcel Mauss cuenta también la curación de Ificlo por Me­lampo: Fílaco, padre de Ificlo, deja descuidadamente junto a su hijo un cuchillo ensangrentado mientras castra a un carne­ro. Ificlo huye asustado y deviene estéril a causa de ello. Me­lampo lo cura haciéndole lamer durante diez días el óxido del cuchillo encontrado en el árbol donde Fílaco lo había clavado al ver huir a su hijo. Aquí vemos cómo el síntoma se había pro­ducido por la identificación de Ificlo con el carnero castrado. Melampo es capaz de curarlo haciéndole incorporar el ele­mento temido y transformándolo en aliado. Placitus  Sextus, médico latino del siglo IV, sostenía que un buen tratamiento para la fiebre era preparar una pócima disolviendo una astilla de una puerta por la que acabara de pasar un eunuco. Marce­lo Empírico, para extirpar los abscesos del ojo derecho, los to­caba con tres dedos de la mano izquierda mientras tosía repi­tiendo tres veces: «Las mulas no traen criaturas al mundo, ni la piedra produce lana; que tampoco esta enfermedad culmi­ne, pero si lo hace, que se marchite». Otra prescripción oftal­mológica característica de su libro De medicamentis  empiricis afir­ma: hay que pintar de blanco una araña de patas muy largas y machacarla en aceite. Esta pócima quita los puntos blancos de los ojos si se la usa con asiduidad, debiendo prepararse una buena cantidad con bastante aceite para que no se acabe antes de terminar la cura.

Varios ejemplos en la Antigüedad dan testimonio de opera­ciones mágicas basadas en la identificación, en la simpatía en­tre los objetos: una gota de sangre sobre una fórmula mágica cierra una herida; un dibujo que represente a un perro con las cuatro patas y el hocico encadenados sanará la rabia. También hay operaciones mágicas colectivas, antecedentes de lo que Jodorowsky denomina hoy «psicomagia social». Es el caso por ejemplo de los amuletos públicos que existían en Egipto. Para inmunizarse de las picaduras de las serpientes o de los escor­piones, se erigía en un lugar público una estatua de una divi­nidad cubierta de inscripciones mágicas, se le agregaba un chorro de agua desde la cabeza a los pies y luego se bebía ese líquido recogido al pie de la estatua.

Numerosos son los casos de curación de locos, a través de ac­tos, llevados a cabo por Alejandro de Tralles, eminente médico bizantino. Curó una vez a un delirante que pensaba que no te­nía cabeza haciéndolo llevar sobre ésta un sombrero de plomo, y a un hombre que no podía orinar porque pensaba que si lo hacía el mundo entero se inundaría, diciéndole que había un gran incendio en las tierras que hoy ocupa Europa, y que sólo se podría extinguir si él orinaba. A una paciente que pensaba que tenía una serpiente dentro de su estómago que no la deja­ba alimentarse le pidió que invocara a la serpiente, dándole un vomitivo. Mientras ella vomitaba, él, rápidamente, lanzó una culebra que hizo creer a la mujer que el reptil había salido de su vientre.

También la sabiduría popular cuenta con remedios para tratar cierto tipo de complicaciones. De estos procedimientos subsiste, por ejemplo, en muchos países, el hacer pasar a un ni­ño que tenga una fractura por la grieta de un árbol expresa­mente hendido, y ésta después se ha de unir y curar.

La psicomagia aporta una ayuda fundamental y un método radical en la psicoterapia de la psicosis. Ella favorece que el su­jeto vuelva a interesarse por el mundo y recree una relación esencial con su entorno, gracias a la irrupción fulgurante de la poesía, diálogo perdido tras la crisis inicial psicótica, ya que la locura implica la ausencia de creación. Los actos simbólicos provocan que el sujeto desbloquee sus mecanismos de defen­sa psicóticos y los ponga al servicio de la belleza. Un acto psi­cológico, acompañado de un cuadro psicoterapéutico adecua­do, puede facilitar que el sujeto salga de su bloqueo afectivo, y de su actividad psíquica autoerótica, para volver a dirigir su in­terés hacia los otros. En algunos casos de autismo, donde ja­más ha habido comunicación con los demás, ciertos actos rea­lizados por las familias de los implicados pueden lograr que el sujeto enfermo comience a salir de su encierro y acceda al len­guaje, el cual le estaba prohibido por algún secreto familiar que puede remontarse hasta a tres generaciones. En los siguientes casos clínicos que hemos seleccionado, podremos apreciar có­mo los actos psicomágicos han podido canalizar las angustias más primitivas, desbloquear las inhibiciones más profundas y contener los síntomas psicóticos más agresivos y desestructu­rantes. A veces podemos decir que la psicomagia ha actuado con una fuerza atómica que sobrepasa la cura de electrochoques o de coma insulínico. Son los primeros casos de una he­rramienta terapéutica fundamental, en los cuales la sola pala­bra no es suficiente. El acto psicomágico prepara el camino a la palabra, reintroduciendo la poesía en la existencia del suje­to, como un rayo de imaginación que penetra en las tinieblas de la descomposición mental.

1. Una persona se queja de que no puede dormir desde ha­ce meses, ya que piensa que su almohada está habitada por cu­carachas que le comen sus pensamientos. Ante tal temor no puede apoyar la cabeza en la almohada ni conciliar el sueño, lo que le produce una insoportable angustia de desintegración psíquica. Le proponemos que compre verdaderas cucarachas y que las ponga sobre su almohada durante una noche. A la no­che siguiente debe reemplazar por cucarachas de plástico las reales. A la tercera noche debe apoyar su cabeza en una almo­hada en cuya funda estén impresas imágenes de cucarachas. Al cuarto día debe volver a dormir con su almohada normal... Después de una semana de indagaciones y venciendo las resis­tencias que tenía, lleva a cabo el acto prescrito, y desde enton­ces cesan sus temores y puede conciliar el sueño.

En este acto, yendo en el sentido inverso del síntoma, he­mos hecho aparecer los bichos temidos, sacándolos de lo ima­ginario para hacerlos reales. Luego, poco a poco, hicimos que las cucarachas fueran desapareciendo, retornándolas de lo real a lo imaginario, al igual que los temores del consultante.

2. Un adolescente de 14 años fue hospitalizado en un servi­cio de psiquiatría. Se le diagnosticó esquizofrenia catatónica paranoide. Su delirio consistía en no querer crecer, y se arran­caba el vello que le estaba saliendo mientras permanecía frente al espejo haciendo extrañas contorsiones y muecas con su cuerpo. Se arrancaba los pelos del bigote, la barba, las axi­las, el pubis, no sin gran dolor y sangre de sus heridas. El equi­po de profesionales decidió aplicar un tratamiento con neurolépticos (antipsicóticos), y probó más tarde el electroshock cuando éstos se mostraron ineficaces. El nuevo tratamiento só­lo logró «embrutecer» al paciente y hacerle perder algunas fa­cultades cognitivas. El delirio manifestaba ser más fuerte que los tratamientos de la psiquiatría clásica. El adolescente parti­cipaba en un taller de poesía. Continuamente se le prestaban libros que desde luego perdía sin acordarse apenas de cuál ha­bía sido la impresión de su lectura, en gran parte debido al electroshock que por entonces se le suministraba dos o tres ve­ces por semana. Como era el menor del pabellón, todos (psi­quiatras, psicólogos, enfermeros, internos) se preocupaban mu­cho de su trastorno. Un día le hicimos llegar el libro de Osear Wilde El retrato de Dorian Gray, cuya trama trata de un individuo que no quiere envejecer. Unos días después de haber leído el libro, se pide a la familia que le compre tela, pinturas y todos los implementos necesarios para que el joven pinte su auto­rretrato. Al terminar el retrato, debía escribir al pie: «Aquí es­tá mi retrato que no envejecerá... Ahora yo puedo crecer tran­quilo». Al mes siguiente fue dado de alta, y si bien continúa con controles mensuales en el hospital, pudo volver al colegio, que había abandonado un año antes de su hospitalización. Actualmente sigue pintando, y ha terminado sus estudios.

En este caso vemos cómo el sujeto, a través del acto psico­lógico, se identifica con el personaje que no envejece, logran­do a través de esta ficción poética volver a habitar el mundo.

3. Un guarda de un taller de reparación de automóviles, al acercarse a los 50 años, comenzó a sufrir una angustia consi­derable, un total abatimiento psíquico y físico que lo anulaba como sujeto, y otros síntomas propios de una potencial psico­sis en vías de actualizarse. La única actividad que parecía a ve­ces interesarle era jugar con unos alambres haciendo figuritas. Hablando con él, nos dimos cuenta de que había practicado ese juego desde muy pequeño. Como toda la gente a su alre­dedor consideraba absurda esa actividad en un hombre ya adulto y padre de familia, le habían prohibido tal ocupación. Le propusimos que la retomara e ignorase las críticas de los de­más, ya que era la única labor que lo mantenía interesado y li­gado a la vida, sin la cual seguramente se habría suicidado o habría sucumbido a una crisis psicótica. Le indicamos que diariamente inventara una nueva figura de alambre. En un pri­mer momento debería regalarlas. La producción de estos «pe­queños juguetes imposibles», como él los llamaba, aumentó exponencialmente, y comenzó a repartirlos entre la gente que visitaba el taller donde trabajaba. Sus angustias fueron dismi­nuyendo al cabo de los meses. En vista de la evolución, le pro­pusimos que como pago por las pequeñas figuritas «imposi­bles» -cuya descripción presentaba como desafío a la gente-, comenzara a pedir el alambre que necesitaba para seguir creando. Entró así en una nueva relación simbólica con el mundo, relación que, en un momento anterior, él y los demás habían creído perdida irremediablemente. Hoy, es un hombre alegre y muy sociable. Gran parte de su angustia ha desapare­cido.

El proceso activo de creación reactiva en este caso el deseo en el sujeto, quien, siguiendo nuestra indicación, comienza a vender las figuritas de alambre, convirtiéndose en un artesano muy cotizado en su medio. Logra así superar las prohibiciones de su círculo familiar, y realiza un deseo infantil, que se transforma en el puente entre los otros y su mundo interior. Fren­te a la angustia de perder para siempre la unión con el mun­do, ese puente pudo reconstruirse, gracias a esta actividad artesanal inducida por nuestras indicaciones psicomágicas.

4. Una joven de 16 años había perdido la audición y los exá­menes médicos practicados no revelaban ninguna lesión. Sus padres nos consultan desesperados sin saber qué hacer por su hija. Asombrados, oímos que el padre es pianista y la madre cantante de ópera. Nos damos cuenta de que su hija había op­tado por la sordera, al sentirse marginada de la música que sus padres adoran. Se aproximaba el cumpleaños número 17 de su hija, y su familia no sabía qué hacer para esta fecha. Ante la in­quietud de los padres, les planteamos un acto: debían acudir a un artesano que les enseñase a fabricar pendientes. Luego, durante 16 días, realizarían dos aros con forma de clave de sol. El día del cumpleaños de su hija (17 días después de comenzar a hacer los aros, que equivalían a los 17 años de vida de la mu­chacha) debían regalarle los pendientes colocando la madre uno de ellos en la oreja izquierda y el padre otro en la dere­cha. Así lo hicieron, y su hija recibió feliz y contenta los pre­sentes, y nos vino a visitar portando los aros cual dos talisma­nes. Lentamente ha ido recuperando la audición. Incluso ha comenzado a comprar discos de música... y los escucha, a ve­ces junto a sus padres.

En este caso vemos la negación de unos padres a que su hi­ja acceda al mundo de la música (reservado sólo para ellos, como profesionales). Habían privado a su hija de participar de su deseo y de identificarse con la sublimación de los padres: es­ta prohibición genealógica hizo que su cuerpo respondiera con una sordera. Al aceptar los padres el hecho de que su hija (so) portara la música en sus oídos, ella pudo recobrar la audi­ción.

5. Una paciente cree ser perseguida por el espíritu de su ex amante. Sufre una crisis, y en su delirio comienza a elaborar una especie de pequeños libros hechos con pelos de su pubis, nai­pes, fotos, uñas, sangre y otros elementos corporales. Su familia se siente obligada a llamar a una ambulancia ante lo extraño de tal situación, y ella misma relata este episodio con una sensación de extrañeza total, calificando ese momento de «completamen­te delirante». Tuvo que ser hospitalizada unos días. Como ese fantasma comenzaba a reincidir, le advertimos que la crisis po­dría reaparecer si no tomábamos medidas psicomágicas.

Le proponemos repetir el momento del delirio -prescrip­ción del síntoma antes de que se produzca, para así controlar­lo-, que reprodujera la elaboración de los libros y todos los ri­tuales delirantes que había vivido, una vez al día durante 10 días (el tiempo que había durado su último ataque), pero esta vez tenía que filmarlo y enviarlo a la persona que ella creía que la perseguía.

Desde que lo hizo no ha vuelto a tener esos temores paranoides, y se ha dedicado, cada vez que algo la inquietaba, a ha­cer filmes en escenarios que reflejan sus temores. Ella ha pasa­do de ser «víctima» de sus temores a representarlos en escena, haciéndose así activa y responsable de su propio devenir.

6. Otro caso en el que utilizamos la visión y su prolongación técnica, la cámara, fue el de una consultante que padecía psi­cosis histérica. Ella afirmaba mantener contacto con espíritus del pasado que le confiaban secretos de la humanidad, que no la dejaban vivir tranquila y que la dejaban embarazada con sus voces. En su árbol genealógico aparecían muchos sujetos que habían querido ser cineastas y que habían fracasado en tal ini­ciativa. Esta persona trabajaba como diseñadora de moda, pero era una labor que le aburría enormemente. Lo que a ella le in­teresaba inconscientemente era la posibilidad de hacer filmes, de situarse en una posición creadora en torno a la imagen en movimiento. Poco después su estado se agravó y comenzó a su­frir pánico, desvanecimientos, pérdidas de consciencia, paráli­sis y otros accidentes que podrían haber sido fatales. Ante la im­posibilidad de continuar el proceso terapéutico a través de la palabra, le dijimos que si no venía a la próxima sesión con una película realizada, la hospitalizaríamos y le haríamos tomar mu­chos medicamentos.

A la sesión siguiente ella acudió con una hermosa película acerca de un árbol en un jardín, donde mostraba cómo la gente se acercaba y entraba en contacto con ese árbol que po­dríamos interpretar como una metáfora de su propio estado psicológico. Desde ese día, puede filmar todos los mensajes que ella cree recibir del pasado, y recientemente ha ganado un premio en un concurso de cine experimental.

7. Un hombre de 28 años vivía desde hacía diez años en hos­pitales psiquiátricos. Su diagnóstico era de esquizofrenia paranoide y, su síntoma principal, que escuchaba voces. A los mé­dicos que lo trataban no les interesaba el contenido de las voces; se contentaban con administrarle medicamentos para que las voces desaparecieran, cosa que nunca se logró. Sin em­bargo la angustia de desintegración, los manierismos esquizoi­des y la manía persecutoria aumentaban. Lo conocimos en ese entonces, cuando nadie en el sector de la psiquiatría sabía qué hacer con él. Organizamos un taller de voz para él y otros es­quizofrénicos que sufrían escuchando voces. Nuestra idea era que pasaran, de meros sujetos pasivos «sufrientes» de la psico­sis, a ser activos, actores inspirados de sus propios miedos. Es­ta persona escuchaba constantemente las voces de los perso­najes de dibujos animados que había visto en su niñez. Le propusimos que una vez al día, durante un año, se vistiera con las ropas de cuando era niño, e imitase ante un micrófono las voces de sus personajes persecutorios.

Para él no se trataba de imitar, sino verdaderamente de en­carnar a estos personajes. A veces se entregaba a la repetición de esas voces que lo amenazaban con mucho dolor y dificul­tad. Poco a poco fue identificando a los distintos personajes que hablaban en su cabeza y, a medida que comenzaba a nom­brarlos, la experiencia se hacía más alegre y gozosa. A los ocho meses el hospital decidió darle el alta, pero en cada revisión nos recitaba las voces de aquellos personajes, expresando una alegría y libertad sin límites. Hasta el momento no ha necesi­tado volver a ser hospitalizado, está casado y trabaja; su princi­pal distracción es grabar las voces que él «escuchaba cuando era niño» y mostrárselas a sus amigos.

8. Una mujer presiente que pronto va a morir, que la persi­guen por la calle para envenenarla o estrangularla. Nos cuen­ta que su hermana, que se llamaba como ella, había muerto estrangulada cuando aún era bebé mientras su madre ofrecía una fiesta a sus amigos. Viendo en ese acontecimiento el ori­gen de sus temores, le proponemos el siguiente acto: debe ves­tirse de bebé y ofrecer una fiesta a la que deben acudir sus pa­dres, al igual que en la fiesta donde murió su hermana. Cuando todos los invitados estén presentes, debe leer el acta de su propia defunción, decirles a sus padres que le quiten el collar que llevará puesto esa noche (ella siempre usa collares muy apretados en torno al cuello), y lanzarlo a las llamas de la chimenea. Luego debe bañarse con agua bendita -su familia era muy católica- y reaparecer en la fiesta vestida con otra ro­pa, leer su acta de nacimiento con un nuevo nombre, y bailar en la fiesta junto a sus invitados.

Al realizar este acto la persona no solamente se liberó de sus miedos, sino que esa misma noche encontró -con su nue­va personalidad- al que es ahora su marido.

9. Una persona que no podía tener relaciones sexuales des­de hacía años pensaba que «extrañas voces como agujas» pe­netraban los poros de su piel. No podía tomar el metro ni nin­gún transporte público por miedo a que las «ondas cerebrales» de la gente la penetraran, provocándole un dolor agudo. Des­pués de un tiempo de tratamiento sin que los síntomas mejo­raran, muere su padre. A los pocos meses ella se acuerda de que su madre, quien hasta ese día ejercía un poder total sobre su hija, le había dicho cuando era niña que ella podría penetrarla «con una aguja» para desflorarla. La paciente queda en un estado semiletárgico después de la aparición de tal recuer­do. Cuando recupera la consciencia, le prescribimos el si­guiente acto: debe fabricar durante la siguiente luna llena un objeto de arte en el que se vean distintos tipos de vaginas pe­netradas por agujas. Luego debe regalárselo a su madre, y nun­ca más volver a verla. Para nuestra sorpresa y su bienestar, ella realizó el acto inmediatamente, porque se acercaba la luna llena (que simboliza a la madre). Diseñó objetos que representa­ban múltiples vaginas, de niñas y adultas, penetradas por agu­jas de todos los tamaños y formas. Agujas que también podían ser voces o miradas. Se lo dio a su madre al día siguiente y nun­ca más ha vuelto a verla. Desde entonces no ha vuelto a tener problemas para utilizar los transportes públicos ni para tener re­laciones sexuales y ha conocido el orgasmo.

10. Un joven viene a consultarnos porque le transpiran y le tiemblan las manos, lo que no le permite estrechar la mano de la gente, dificultándole enormemente la vida, lo cual le ha lle­vado a intentar suicidarse. Me cuenta que sus padres lo obli­garon de niño a usar guantes, incluso en verano, como castigo a un robo que había cometido. Le decimos que le robe un guante a su padre y otro a su madre, que los utilice durante un mes en verano y estreche la mano a toda la gente con los guan­tes puestos; también le indicamos que después los queme, ha­ga una crema con las cenizas y se unte las manos con ella todas las mañanas durante un año. Así lo hizo, y desde entonces no ha vuelto a tener tales problemas.

11. Una paciente dice estar «poseída por una imagen negra, una sombra» que la persigue. Nos cuenta que la relación con su madre es desastrosa, pues desde su infancia le ha oído decir que es horrible y que está loca. Su padre siempre estuvo au­sente. En su adolescencia tuvo que ser hospitalizada a causa de manías persecutorias o de crisis psicóticas en las que creía ser la Virgen María o estar poseída por espíritus. Los psicofármacos y los tratamientos psiquiátricos clásicos sólo habían logra­do que desaparecieran los trastornos de personalidad, pero dieron lugar a esa especie de sombra negra que la perseguía, imagen que su madre le había inculcado desde que era niña.

Ella nos cuenta que su madre se viste siempre con un abri­go negro. Para liberarla de su influjo, le decimos que se dé un masaje por todo el cuerpo con una foto de su madre, que lue­go se vista con sus ropas, sobre todo el abrigo negro, y que pa­see toda la mañana por donde su madre lo hace regularmen­te. Al mediodía (momento en que el sol, símbolo paternal, está en su apogeo) debe quemar esas ropas, hacer un paquete con las cenizas y lanzarlas al Sena sin mirar hacia atrás. Luego, ha de ir a comer su pastel preferido y hacerse unas fotos, en las que podrá comprobar que no había ninguna sombra siguién­dola.

Desde ese momento no necesitó tomar más medicamentos, pues desapareció la angustia que tenía. Semanas después dejó la casa de su madre para ingresar en un convento, desde don­de me escribe regularmente para decirme que se encuentra muy feliz. Había olvidado decirme que el pastel que se comió después de tirar las cenizas de la imagen de su madre era un pastel que llaman «religiosa», en francés.

12. Un niño de 8 años que acude a un centro de hospitali­zación diurna para infantes con conflictos de tipo psicótico, se queja porque siente una enorme angustia ligada a su cuerpo, en especial ganas de arrancarse los ojos o clavarse un cuchillo, pero sobre todo porque tiene una pesadilla recurrente que no lo deja dormir, en la que se le aparece un monstruo que lo quiere devorar. La única manera que él ha encontrado para calmarse es acostarse en la cama de su madre, pero eso per­turba las relaciones familiares.

A través de las entrevistas con el niño y sus padres, nos en­teramos de que éste había sido víctima de abusos sexuales por parte de un medio-hermano mientras se encontraban en la ca­sa de la madre del niño, ya que sus padres están divorciados. Él se había sentido muy desprotegido por ella, ya que había su­frido los abusos en repetidas ocasiones estando la madre en ca­sa, aunque ella no se había percatado.

Durante un largo tiempo, a este hermanastro se le prohibió permanecer en el municipio donde vivía nuestro consultante. Las angustias volvieron durante una visita ilegal que aquél hi­zo a su familia, encubierto por el padre. Comprendimos que el trauma vivido volvía a florecer, y sobre todo el sentimiento de desamparo en relación a sus padres.

Como el niño en cuestión, durante el tratamiento, comen­zaba a manifestar un gran interés por la botánica y la germi­nación de plantas en general, le propusimos el siguiente acto a sus padres y a él: debía pedir al padre que le regalara una se­milla de una planta que diera frutos y que la madre preparara la tierra que sembrar en un macetero. El niño debía confec­cionar con plastilina el monstruo que lo perseguía en sueños. Luego, la madre debía acompañar al niño mientras éste ente­rraba el monstruo insultándolo y colocar sobre él la planta.

Inmediatamente después del acto las angustias desapare­cieron y el niño ha ido desarrollando una gran capacidad cognitiva, destacando su excelencia en todas las ramas, especial­mente en ciencias naturales. Ha recuperado la confianza y ya no necesita dormir con su madre. El uso de la plastilina le ha permitido modelar y dar cuerpo a las imágenes que lo aterro­rizaban, y eso ha apaciguado su angustia. La transmisión de la capacidad de reproducción, por parte del padre, al hacerle en­trega de la semilla (los frutos representan los ojos), y el hecho de enterrar el monstruo perseguidor -una representación del hermanastro que abusó-, han hecho que la cólera contenida se transforme en una corriente creativa, despertando la curio­sidad intelectual y la capacidad de creación en nuestro con­sultante.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Encontré a Alejandro Jodorowsky en el año 1996, durante un taller sobre psicomagia y psicogenealogía que él impartía en Chile para psiquiatras y psicólogos. Yo lo seguía y admiraba desde hacía tiempo por su fascinante carrera como creador y artista de vanguardia. En ese tiempo yo tenía dudas en torno a optar por ser poeta o terapeuta, ya que los dos eran caminos vitales para mí. Buscaba un camino que pudiera conciliar las dos vías. Jodorowsky había ido desde el arte a la terapia con to­da la capacidad de invención que eso implica. Cuando llegó mi turno en el taller, le planteé mi dilema y me dijo: «Tú ya es­tás iniciado, ahora necesitas que alguien te confirme». Inme­diatamente escribió en mi pecho con su dedo lo que para mí se convirtió en un tatuaje indeleble: «Poeta y psicoterapeuta». Desde ese momento me di cuenta de que podía seguir los dos caminos sin necesidad de renunciar a ninguno de mis deseos, como había hecho mi padre dejando la música para dedicarse completamente a la ingeniería. Si los dos caminos eran im­portantes para mí, podía seguir ambos y que se retroalimentaran entre sí.

Luego me sugirió: «Ya has leído muchos libros, ahora tienes que ir a buscar las fuentes vivas...». Entonces le prometí ir a tra­bajar con él. «Pero antes publica tu libro de poesía», me dijo. Publiqué mi libro Vía Láctea, que fue editado un día antes de mi partida a Francia. Llegué con él a París, y se lo dejé a Ale­jandro en su casa. Unos días después llamé a su secretaría, quien me puso en contacto directamente con él: «¿Dónde es­tás?», me preguntó. «Aquí en la tierra», le contesté. Me leyó el tarot unos días después en un café donde él comenzaba su nueva temporada. Sacó tres cartas: el Carro, la Torre [o Maison Dieu] y el Juicio... Yo tenía en mis manos el libro Arcano 17 de André Bretón.

Desde entonces fuimos estableciendo poco a poco una re­lación de confianza, de enseñanza y de amistad. Él me ha mos­trado infinitas cosas, entre otras el tarot y la psicomagia; yo he aportado humildemente mi pasión por la poesía y la terapia de la locura. Poco a poco he ido aplicando las leyes de la psico­magia a la terapia de los locos. Un camino que comienza y que empieza a rendir sus primeros frutos.

Martín Bakero